JORGE HUMBERTO BOTERO

Opinión

Cuestión de principios

Quien no vive como piensa acaba pensando como vive.

Jorge Humberto Botero
31 de julio de 2025

Tengo por Álvaro Uribe admiración y gratitud. Nos conocimos en la juventud, cuando él iniciaba una carrera fulgurante. De vez en cuando conversábamos sobre cuestiones políticas. Lo acompañé en su primera campaña presidencial, durante su gobierno y, luego, como representante en una entidad internacional. Durante ese prolongado período admiré la calidad de su gestión como gobernante. Discrepé, sin embargo, de sus ideas sobre el “Estado de opinión” y sobre su fallido intento de un tercer período presidencial. Tomé distancia en público. Jamás me lo reprochó.

Esta pequeña historia personal explica mi solidaridad con el expresidente ahora que ha sido condenado por la justicia. Espero que logre demostrar su inocencia en segunda instancia. No puedo, sin embargo, acompañar a quienes afirman que el proceso fue una farsa y que, por razones políticas, estaba de antemano condenado.

Si esa fuera su posición, la postura lógica habría consistido en rechazar de antemano la legitimidad del proceso judicial. Hizo lo contrario. Acudió ante la jueza competente en actitud respetuosa, tal como ella misma lo ha reconocido. Ha manifestado que apelará la sentencia, lo cual, por sí solo, constituye una nueva muestra de acatamiento. Esa actitud republicana de Uribe es la que espero de sus seguidores.

Por el contrario, veo con preocupación la tendencia a negar, sin que se aduzcan razones, la jerarquía moral de la jueza. Tampoco me atrevo a decir si tiene la razón, pero no dudo de que su decisión proviene de un estudio riguroso, cuyas conclusiones, como siempre sucede, son disputables.

A los penalistas de ocasión les digo que ser juez es una carga agobiante. El juez llega después de que los hechos han ocurrido. Trata de reconstruirlos con base en las pruebas que, muchas veces, no son contundentes. Está sometido a las estrategias contrapuestas de las partes, que procuran convertirlo en su aliado.

De ordinario, es complejo establecer si los hechos que ha logrado reconstruir encajan en las conductas tipo previstas en el Código Penal. Y, como si lo anterior fuere poco, ciertos casos tienen hondas connotaciones sociales. La jueza Heredia, que ha ejercido su cargo durante años, debe tener claro que, no importa cuál fuere su decisión, recibiría duros ataques. Ella y su familia requieren rigurosa protección del Estado.

No olvidemos, de otro lado, que, con enorme valentía y lucidez, los jueces integran, en este momento aciago de la Nación, la primera línea de defensa ante las agresiones que provienen de Petro y sus áulicos.

Aquellos que, a gritos en el propio recinto del Congreso, piden su reelección, nos amenazan con otro ‘decretazo’ revolucionario y procuran erosionar la credibilidad de la organización electoral. Se trata, desde esta ancha orilla, de ser coherentes: no erosionemos el prestigio de quienes nos amparan.

Es inadmisible segmentar nuestra postura en defensa de las instituciones. Tenemos que rechazar de plano la idea que muchos sostienen sotto voce: que la pulcritud de su líder por nadie puede ser cuestionada. Si así actuamos, caeremos en la cínica postura del presidente Petro, que ahora ha resuelto felicitar a la juez Heredia y pide respeto por sus determinaciones. ¡Lo dice quien cubre de agravios a los jueces que se atreven a cuestionar sus múltiples actuaciones ilegales! El acatamiento al Estado de derecho no puede depender de si nos parecen acertadas ciertas determinaciones.

Es necesario, de otro lado, rechazar la indebida intervención del gobierno estadounidense en asuntos internos de Colombia. No es aceptable que opine sobre las decisiones judiciales, sean ellas las que fueren. Torpe es la conducta de quienes, en virtud de un cálculo electoral miope, aplauden esa interferencia.

Algunos se han quejado de la existencia de una asimetría referida al diseño y funcionamiento de ciertas instituciones y políticas. La razonabilidad de esos reproches adquiere especial relevancia ante la condena de Uribe.

Los jefes de las FARC, todos ellos responsables de crímenes de lesa humanidad, llevan más de ocho años de impunidad absoluta tratados como “honorables congresistas”. Es motivo de vergüenza y frustración que, al parecer, haya prescrito el caso en el CNE por los excesos financieros de la campaña triunfante en 2022. Ganó, sí, pero haciendo trampa. Petro ha logrado montar una trinca parlamentaria para evitar que su ostensible indignidad en el ejercicio del cargo tenga consecuencias. La Paz Total se ha materializado en la abdicación del Estado ante la delincuencia organizada.

Como era previsible, los adversarios del expresidente han encontrado propicio revivir la tragedia de los falsos positivos. Sé cuán dolorosos resultan para Uribe esos sombríos episodios. Cuando supo de su ocurrencia, actuó con energía. Destituyó a muchos militares de alto rango por no haber vigilado mejor, como era su deber, lo que sucedía en ciertos territorios. Su firmeza explica que esa modalidad delictiva haya cesado.

Sin embargo, sabe que cargará con ese estigma por el resto de su vida. Se seguirá preguntando por qué no valoró mejor las lecciones terribles de Estados Unidos en Vietnam, cuando decidió conceder recompensas materiales a los soldados en función de los resultados obtenidos en combate. Una decisión audaz: hasta entonces los militares habían combatido por patriotismo y recibido medallas por heroísmo.

Al igual que yo, Álvaro Uribe debió leer, bajo la guía de nuestro común maestro, Carlos Gaviria, uno de los primeros diálogos de Platón: “Critón o el deber del ciudadano”. Allí se narra que Sócrates ha sido condenado a muerte por haber corrompido a la juventud y por ateísmo. Pudo exiliarse para evitar el juicio; sin embargo, compareció voluntariamente ante sus jueces. La multitud de sus amigos, representados por Critón, le ofrece los medios para escapar y evitar la pena que consideran injusta.

Para discutir esa posibilidad, Platón acude a un recurso retórico: personificar las leyes para que ellas directamente interpelen a Sócrates: “¿Te parece a ti que puede aún existir sin arruinarse la ciudad en la que los juicios que se producen no tienen efecto alguno, sino que son invalidados por particulares y quedan anulados?”.

Ante estas palabras, Critón se retira compungido y silencioso. Sócrates bebe la cicuta y muere. Este episodio sucedió en el año 399 a. C. Desde entonces es un pilar de la ética pública.

Epígrafe. Palabras de Winston Churchill: “El éxito no es el final, el fracaso no es fatal: es el coraje de continuar lo que cuenta”.

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