
Opinión
Crisis moral
Frente al deterioro de la vida social, necesitamos con urgencia un liderazgo alternativo.
El principio de presunción de inocencia de las personas a las que se reprocha la comisión de conductas delictuales debe ser respetado. Sin embargo, al margen de esta cuestión jurídica, la existencia de numerosos episodios de apariencia punible, ocurridos en el ámbito estatal, causa amplio rechazo, actitud que tiene justificación plena cuando los hechos que los demuestran han sido profusamente documentados ante la Justicia, o divulgados, luego de indagaciones rigurosas, por los medios de comunicación. El escándalo se hace mayor cuando esas actividades de apariencia delictiva afectan cuantiosos recursos públicos, y las personas señaladas gozan de protección desde la cúpula del poder.
Se tiene la impresión de que para ayudarles a eludir sus responsabilidades, son trasladados de unos cargos dotados de fuero, o al revés, a posiciones en las que carecen de esa condición. Llama la atención la multiplicidad de las capacidades de los integrantes de ese selecto grupo: tienen que ser buenísimos para moverse de una posición a la siguiente con la fluidez de los peces en el agua. El ciudadano del común, en principio, concluye que esas acrobacias buscan perturbar investigaciones en curso, y que el retardo procesal resultante genera una protección para quien las dispensa: que paga por el silencio sobre algo que no conviene que se sepa.
Sorprende a la gente sin malicia que las severas incriminaciones sean descartadas como venganzas personales, como si quien se venga no tuviera muchas veces motivos para vengarse, y como si la consecuencia de esas acusaciones no fuera aceptar, como ha sucedido, responsabilidades muy onerosas. Ese es el fundamento del “principio de oportunidad” .
El estupor ante las coartadas de quienes son todavía inocentes se incrementa cuando existe evidencia, tomada de sus teléfonos celulares o de cámaras de seguridad, que permiten saber con exactitud los desplazamientos de sus titulares y su presencia en determinados sitios un tanto sospechosos en función de sus competencias. Pasa lo mismo con las coincidencias entre ciertos movimientos de fondos fiscales y decisiones de algunos cuerpos colegiados.
Lo más leído
Al investigar cómo operan las relaciones internacionales en otros países, he constatado que se observa con rigor puntualidad en la asistencia a los eventos programados. Que el uso de recursos públicos para los necesarios desplazamientos se limita estrictamente a los necesarios. Que al final de esos viajes los funcionarios regresan a sus países. Y que no confunden trabajo con actividades lúdicas; ni sucede que desaparezcan durante días al final de sus misiones. Como se nos dice que aquí todo sucede de modo legal, es preciso concluir que las normas han cambiado recientemente.
Durante una larga carrera encontré muchos funcionarios dedicados a desempeñar sus funciones con adecuado conocimiento y probidad. Eran, de un lado, “burócratas”: hacían parte del servicio civil por vocación; también “tecnócratas”: se habían formado con rigor en disciplinas que son indispensables para que los estamentos políticos de la administración tomen decisiones adecuadas. Esta simbiosis entre dos tipos de funcionarios —los que piensan las políticas y quienes las ejecutan— es una característica del Estado moderno.
Lo que aquí se aprecia es un marcado desdén por los que saben, fenómeno parecido al que se vivió durante la revolución cultural en la China de Mao: los funcionarios estatales fueron desplazados hacia el campo para que fueran “reeducados” por los campesinos. Nos deja atónitos advertir que, en apariencia, en nuestro país ahora ingresan al servicio civil fundamentalmente parientes y militantes de una cierta causa. Lo cual, si fuera cierto, equivaldría a una evidente privatización del Estado. Uno se siente inclinado a pensar que esas son las causas de su aguda impericia reciente. “Chambonadas” si prefieren.
Teníamos claro que el pueblo somos todos, no una porción o grupo; y que la Nación es elemento fundante de la polis. La impresión es que ya no lo es. La estrategia que se percibe —pero debo estar equivocado— es la maniquea división entre buenos y malos. Y que la movilización de quienes gozan de los afectos del gobernante se traduce en menoscabo de los derechos a trabajar y movilizarse de los que no protestan. Esas personas, que son la inmensa mayoría, han sido convertidos en ciudadanos de segunda. Me resisto a creer que ese sea el objetivo que el Gobierno busca.
Es indispensable saber cuáles son las reglas para el financiamiento de las campañas presidenciales. Estamos a punto de no saberlo si la investigación en curso prescribe, que —según muchos dicen— es lo que personajes poderosos pretenden. Esa falta de claridad sería trágica para el país. Algunos pensarán que todo está permitido, incluidas acciones que parecen artimañas y trapisondas.
Siempre fue claro que el gobernante tiene derecho a su vida personal, pero nunca antes esa prerrogativa ha sido ejercida con tal indiferencia por la moral pública. Se pone esto de presente no para proponer conductas mojigatas, sino para exigir dignidad a los gobernantes. Que ajusten su conducta en el ámbito público a reglas elementales de decoro. Mera urbanidad.
Para culminar este inventario de preocupaciones, probablemente carentes de sustento, digo que estamos extenuados de que se nos amenace con una revolución. Inténtelo algún guerrillero nostálgico o mero matón del barrio y asuma las consecuencias.
Es urgente en esta coyuntura aciaga la aparición de líderes morales, personas que sin ambiciones políticas asuman el gravamen de echarse al hombro el interés nacional. Es el momento del patriotismo, al que George Orwell, pensador inglés del siglo pasado, definió como “la devoción a un lugar en particular y a una forma de vida, que uno cree que es la mejor del mundo, pero que no desea imponer a otras personas”. La patria es una noción imprecisa, capaz de suscitar hondas emociones que ayudan a congregar la sociedad. Tiene que ver con una historia compartida, terruños, alimentos, ríos, mares, memorias, músicas y banderas. Esto y mucho más es lo que quieren sustituir por lo parcial y excluyente.
Las personas a las que conjuro tienen en común el ser “ancianos de la tribu”; sus trayectorias vitales son ejemplares. Han construido puentes y novelas, estudiado el pasado e imaginado un futuro mejor; quemaron sus pestañas en microscopios y libros; más que de saberes están dotadas de sabiduría. Requerimos de sus luces para contener la barbarie en la política. Y el vandalismo en las calles, que es su correlato necesario.
Briznas poéticas. Ida Vitale, poeta del Uruguay: “En el árbol, el pájaro / canta a solas su miedo / de estar solo”.