JORGE HUMBERTO BOTERO

Opinión

Con maña, dijo la araña

Poner a las personas transexuales a desfilar por las calles es una medida contraproducente. Les genera riesgos adicionales.

Jorge Humberto Botero
9 de septiembre de 2025

Observador atento de la personalidad de nuestro presidente —no solo de sus ideas políticas, que me atraen como la miel a la mosca—, me percato de su habitual adustez, motivo por el cual, que yo recuerde, la risa y, aun, la mera sonrisa, son rasgos ausentes de su rostro. Es una lástima. Esos gestos denotan empatía por los demás y la capacidad de ser feliz, así sea en medio de la adversidad.

Esta frialdad de estatua no excluye la posibilidad, sobre todo si hay cámaras de televisión, de abrazar a una señora campesina, o de adecuar el lenguaje gestual para que insinúe sarcasmo contra ciertas personas o grupos sociales.

¿A quién se me parece?, es el acertijo que hoy creo haber resuelto: a Jorge de Burgos, uno de los personajes centrales de la gran novela El nombre de la rosa, de Umberto Eco. Como algunos recordarán, y otros (me hago la ilusión) van a correr a comprarla luego de leer esta columna, este fraile se distingue por su ceguera —que es tanto intelectual como física—, su aversión por la risa y su obsesión por controlar el conocimiento. Encarna el miedo a la libertad intelectual y la voluntad de imponer una única verdad.

En Medellín, que tantas tragedias ha padecido sin perder su alegría y optimismo, han sido asesinadas recientemente varias personas transexuales. No es un hecho aislado: es parte de una violencia estructural que se ensaña con quienes encarnan la diferencia. Dolido, con razón, por estos crímenes, el presidente ha convocado una marcha de personas de esa condición por las calles de la ciudad. El gesto, aunque cargado de simbolismo, plantea una pregunta incómoda: ¿puede la exposición pública, en contextos de alta hostilidad, convertirse en una forma todavía mayor de vulnerabilidad para personas secularmente humilladas y ofendidas?

La marcha callejera de travestis que Petro dio la orden de realizar puede entenderse como una afirmación de esos derechos ignorados. Pero también es probable que sea causa de nuevos riesgos de discriminación y violencia. Descompuesto por la ira, algún integrante de esa comunidad ya lo advirtió. Tiene razón. En algunos casos, la visibilidad ha sido el camino hacia el reconocimiento. Pero, en otros, fue preludio de agravios y crímenes contra las personas que reclaman el derecho a ser distintos.

La lucha por el reconocimiento de los derechos de unas comunidades que se identifican con la pluralidad de los colores del arcoíris tuvo comienzo en New York, en 1969, a raíz de una abusiva redada policial que, en contra de lo que era usual, fue resistida por las víctimas. Desde entonces, en ese país y en muchos otros (excluidos, lamentablemente, los islámicos), la batalla legal ha concluido.

Nuestra Constitución reconoce el derecho al libre desarrollo de la personalidad y prohíbe toda forma de discriminación, entre otras “por razones de sexo”. Marchar ha dejado de tener sentido para promover reformas legales. Hacerlo solo se justifica para reclamar la protección del Estado. Porque a este, en efecto, corresponde “promover las condiciones para que la igualdad sea real y efectiva…”, y adoptar las medidas que corresponda “en favor de grupos discriminados o marginados”.

Teniendo en cuenta las experiencias de otros países, esas marchas, para que sean eficaces y no agraven los riesgos existentes, han de ser plurales —lo digo con claridad y respeto—: en ellas participar —y ser visibles— tanto las personas que padecen la discriminación, como también aquellas que no comparten sus preferencias sexuales. Esa es la manera adecuada de dar sentido al valor fundamental de la convivencia: se convive en medio de la diferencia.

Sin embargo, el reto mayor se halla en el ámbito de la cultura que es tan difícil de modificar. Noten ustedes, a modo de ejemplo de lo que no debe suceder, esta estupidez cotidiana: todas las noches los canales públicos nos informan, inmediatamente después del Minuto de Dios, que el noticiero que vamos a ver contiene escenas de violencia, pero no de sexo, las cuales están excluidas. La conclusión es obvia: la violencia no genera, al menos en principio, reproche moral, pero el sexo sí, en cualquiera de sus manifestaciones, incluidas las heterosexuales que ocurran en la intimidad del hogar, vestidos papá y mamá, debajo de las cobijas y con la luz apagada. Después del noticiero, vienen las telenovelas en las que el erotismo, por fortuna, es la ‘sal del cuento’, como ha sucedido desde que el mundo es mundo.

Una política de transformación cultural en pro de la libertad sexual —que inevitablemente abarca la identidad sexual de niños y adolescentes—, en un país con una impronta cristiana que se conserva vigorosa a pesar de la secularización paulatina de las costumbres, no puede diseñarse ni ejecutarse sin la participación de las autoridades religiosas. Imagino que no es esa una tarea sencilla, pero poner en marcha programas de educación en este campo, sin realizar un ejercicio de concertación previa, puede conducir al fracaso.

La administración Santos tuvo la valentía de asumir ese reto mediante la publicación de una cartilla de educación sexual para los colegios y fracasó. La oposición política y clerical fue enorme. De esa experiencia negativa quedaron lecciones que el futuro gobierno tendría que tener en cuenta. (Este ya se fue así).

Ya para dejarlos ir —si acaso hasta aquí me acompañaron—, menciono la otra cara de la moneda. Ciertas modalidades de diversidad sexual, tan respetables como todas las demás, son vistas, por ciertas capas de la población, como agresivas, generan escándalo y vulneran el respeto al valor superior de la convivencia que todos debemos acatar. En síntesis: los que, con justicia, piden respeto, igualmente deben respetar. La prudencia es también un valor que debe ser acogido.

Epígrafe. Escribe Raymond Aron: “El ideal de una sociedad en la que cada uno elige a sus dioses o sus valores, difícilmente puede difundirse hasta que los individuos hayan sido educados para la vida colectiva. Antes de que la sociedad pueda ser libre, es necesario que sea sociedad”.

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