
Opinión
Colombia y Estados Unidos: la alianza que ninguno puede perder
Cancelar o reducir de manera significativa la cooperación degradaría la capacidad operativa colombiana contra el narcotráfico y las estructuras armadas, limitaría el acceso a tecnología estratégica, erosionaría la coordinación diplomática y financiera con Washington y aislaría al país de redes regionales de seguridad.
La relación entre Colombia y Estados Unidos atraviesa su momento más crítico, justo cuando la seguridad hemisférica exige mayor cooperación y no rupturas. La posibilidad de limitar la cooperación militar y de inteligencia —columna vertebral de la alianza bilateral— no solo amenaza con debilitar la capacidad del Estado colombiano frente al narcotráfico y las redes criminales, sino que también compromete el papel estratégico que ambos países cumplen en un entorno global marcado por la presión de otras potencias. Por ello, más que un choque diplomático pasajero, lo que está en juego es la sostenibilidad misma de una alianza que ningún país puede darse el lujo de perder.
La crisis diplomática entre Colombia y Estados Unidos ha puesto en riesgo la pieza más sensible de la relación bilateral: la cooperación militar y de inteligencia. Decisiones y anuncios improvisados del Gobierno han creado un escenario que podría afectar simultáneamente los intereses de ambos países, resultando beneficiadas, eso sí, las organizaciones criminales. Condicionar o suspender ese flujo de información sería un error estratégico mayúsculo: Colombia perdería capacidades críticas en interdicción marítima, lucha antidrogas y vigilancia regional; mientras tanto, Estados Unidos vería debilitado a su principal aliado hemisférico en un entorno cada vez más disputado por actores como Rusia, China e Irán. La relación bilateral en materia de seguridad no es prescindible ni reemplazable; es un eje estructural incluso para la estabilidad del continente.
Cancelar o reducir de manera significativa la cooperación degradaría la capacidad operativa colombiana contra el narcotráfico y las estructuras armadas, limitaría el acceso a tecnología estratégica, erosionaría la coordinación diplomática y financiera con Washington y aislaría al país de redes regionales de seguridad indispensables para enfrentar amenazas transnacionales. Una suspensión temporal tendría un costo estratégico desproporcionado y difícil de revertir, además de afectar la confianza que tanto trabajo ha costado construir.
En esta materia, lo que se conoce públicamente sobre el apoyo estadounidense es apenas la superficie de un entramado mucho mayor: logística especializada, tecnología de punta, acceso a bases de datos globales, entrenamientos conjuntos, ejercicios navales y aéreos, plataformas de vigilancia aeromarítima, análisis de datos, información financiera sobre lavado de activos, capacidades satelitales y suministro de equipos para unidades élite, así como la ubicación exacta de blancos de alto valor estratégico, entre otros. Renunciar a ese soporte equivaldría a un golpe directo a la seguridad nacional, a la diplomacia, a la lucha antidrogas y, en última instancia, a las capacidades militares del Estado colombiano inmerso en una guerra criminal por la disputa de las rentas ilegales.
Colombia es también muy importante para Estados Unidos. Durante décadas ha sido su aliado más consistente en el hemisferio por razones que trascienden lo coyuntural: su estabilidad democrática, su posición geoestratégica —acceso al Atlántico, al Pacífico y a la Amazonia, conexión entre Sudamérica, Centroamérica y el Caribe— y su frontera de más de 2.200 kilómetros con Venezuela, donde Washington observa una creciente influencia de actores extrarregionales. En este contexto, Colombia es un pivote indispensable para operaciones de seguridad, vigilancia y estabilidad regional. Sin su colaboración, Estados Unidos perdería control sobre rutas críticas del narcotráfico y vería debilitada su estrategia antidrogas, que cada vez adquiere mayor importancia en su agenda internacional, como lo demuestra el cerco naval y aéreo desplegado actualmente en el Caribe con el fin de desmontar al régimen de Maduro y golpear a los carteles de la droga, entre otros. Sin duda alguna, Colombia jugará un papel de primer orden en cualquier proceso orientado a recuperar la democracia en Venezuela, precisamente por su extensa frontera compartida y por los intereses comunes de ambos países.
Las Fuerzas Militares colombianas, altamente entrenadas e interoperables con estándares estadounidenses, son un socio operativo fundamental: el país alberga ejercicios combinados y aporta inteligencia de terreno, vigilancia marítima y análisis sobre capacidades de actores regionales. Además, el Tratado de Libre Comercio consolida a Colombia como socio económico estable en un continente volátil, y su papel humanitario —al acoger a cerca de tres millones de migrantes venezolanos— contribuye a reducir presiones migratorias hacia el norte, un desafío que tampoco es menor.
Como advierte Henry Kissinger en World Order (2014), las alianzas solo funcionan cuando se sostienen sobre un fundamento estable de confianza estratégica y objetivos compartidos. Bajo esa lógica, la relación entre Colombia y Estados Unidos no es una dependencia unilateral, sino un vínculo complementario en el que ambas naciones se necesitan para proteger sus intereses vitales: Colombia, para sostener sus capacidades de seguridad y estabilidad interna; Estados Unidos, para preservar un punto de apoyo geopolítico decisivo en el hemisferio occidental. Romper ese equilibrio sería, para ambos, una pérdida estratégica de alto costo.
Desafortunadamente, el Gobierno del “cambio” ha subestimado estos intereses geopolíticos al priorizar una agenda ideológica próxima al socialismo del siglo XXI y a lo que algunos autores denominan ‘filosofía woke’, lo que ha acercado al país —explícita o tácitamente— a potencias con intereses contrapuestos a los de Washington. Ese alineamiento compromete la posición tradicional de Colombia en la arquitectura de seguridad hemisférica y aumenta la vulnerabilidad frente a la penetración de actores extra-hemisféricos.
Lo que comenzó como confrontaciones retóricas en foros internacionales derivó en la descertificación, en señalamientos sancionatorios y, ahora, en la intención —confusa y peligrosa— de limitar el intercambio de militar y de inteligencia con Estados Unidos. Si esa medida se concreta, representaría un golpe severo a la relación bilateral y podría desmontar décadas de cooperación estratégica. Ante un escenario de tal gravedad, se impone un llamado firme a privilegiar la protección de los intereses nacionales y la seguridad del Estado por encima de anuncios improvisados en redes sociales que podrían derivar en consecuencias irreparables.
Resulta muy urgente que el Ejecutivo escuche a sus equipos asesores y a los altos mandos para preservar la deliberación institucional antes de adoptar decisiones apresuradas. La relación entre Colombia y Estados Unidos, construida durante décadas de cooperación profunda, no es un vínculo prescindible ni fácilmente sustituible sin asumir costos severos. En un entorno internacional marcado por la competencia entre potencias, cualquier reorientación de la política exterior exige ponderación, realismo y claridad sobre las interdependencias que sostienen la seguridad, el comercio y la estabilidad institucional del país. Salvaguardar esta alianza, convertida en una verdadera ancla geopolítica, es indispensable para evitar que decisiones coyunturales transformen un activo estratégico en un riesgo para el futuro de Colombia.
