
Opinión
Colegio, profesores y un agradecimiento
Nunca se impusieron por disciplina, no es que no la usaran, pero su cercanía y conocimiento encantaban y convencían.
La semana pasada murió un profesor del colegio San Carlos, Jorge Merlano. Recién salido de la universidad, el rector, el father Francis, un genio de la educación, lo contrató junto con otros exalumnos para que les dieran clase a unos revoltosos de tercero y cuarto de bachillerato, hoy serían octavo y noveno.
Una apuesta agresiva que hoy en retrospectiva hay que agradecer, pues la verdad esos profesores, a mí, por lo menos, me ayudaron a ser quien hoy soy.
Eran cinco profesores. Merlano, quien nos dio ciencias políticas; Javier Torres, quien nos daba historia; Hans Jacobsen, quien nos enseñó español y filosofía; Enrique Ospina, economía, y Bernardo Recamán, matemáticas y cálculo. Tengo que ser honesto, me acuerdo poco de los detalles de lo que nos enseñaron, pero sí tengo muy claro qué aprendí: a pensar. Eso me sirvió para toda la vida.
Eso sí, hay detalles que no se olvidan, como cuando Merlano sacó el libro de Maurice Duverger, de carátula verde y blanca, Introducción a la política, y puso a jóvenes revoltosos de tercero de bachillerato a estudiar sobre la moral y la política, los partidos políticos, los tipos de poder (coercitivo, persuasivo o económico), los derechos y deberes de los ciudadanos. Me cuentan amigos que estudiaron luego en los Andes, que eso lo vieron en segundo o tercer semestre.
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Hans Jacobsen nos hacía los dictados de ortografía con textos de grandes poetas como Lorca y Neruda. Ahí conocí la poesía, que se volvió más importante que la misma ortografía en sí. Y luego, en quinto y sexto, sus clases de filosofía sobre materialismo dialéctico, lo que nos permitió entender esa batalla ideológica que, increíblemente, hoy todavía se da. La verdad, no me volví comunista de milagro y creo que Hans, no sé aún si por bien o por mal, es en parte responsable.
Juan Manuel Pombo (q. e. p. d.), con sus increíbles clases de literatura en las que leíamos la Ilíada, Crimen y castigo o Madame Bovary, nos enseñó a amar la lectura y ver más allá de lo escrito. O Bernardo Recamán, quien nos abrió una nueva mirada al mundo de los números; la verdad, algo que a mí no me funcionó muy bien.
Enrique Ospina, quien con el libro de Clement y Pool, Economía, énfasis América Latina, nos enseñó sobre ese tema ¡en quinto de bachillerato! No había límites en lo que nos enseñaban y cómo nos lo enseñaban. Y otro inolvidable, Javier Torres, quien nos enseñó historia, nada más y nada menos que con los libros de Álvaro Tirado, Historia económica de Colombia, y de Luis Eduardo Nieto Arteta, Economía y cultura en la historia de Colombia. Sin embargo, de las cosas que más recuerdo es cuando Javier dejaba la clase de lado y decía: “Hoy vamos a tener cháchara”. Nos daba unas clases magistrales de lo que estaba pasando ese día o ese mes en Colombia, y nos lo explicaba sin ideologizar y, sobre todo, sin adoctrinar; algo que hoy es tan común.
Hoy quiero darles las gracias, a ellos en particular, pero a otros en general. A la sister Antionette, a Viera, a Reyes y a tantos que nos ayudaron a ser lo que somos hoy. Pero especialmente a ese gran educador de ojos azules que, cuando miraba fijamente por encima de las gafas de marco negro, uno salía corriendo o se escondía, el padre Francis. Agradezco a Dios que me permitió darle la nacionalidad, pues si alguien me marcó en la vida fue él. Recuerdo que cuando me lo encontré unos años después de la vicepresidencia, le dije que uno de mis sueños era ser rector del San Carlos. “Claro”, me contestó, pero “comience por ser profesor”. Eso era y eso describe su educación: en la vida y en el estudio, todo se gana es con esfuerzo.
Seguimos en contacto, algunos de la generación del 79, con Hans, con Javier, con Jorge y con Bernardo. Además de ser profesores, fueron buenos ciudadanos y además amigos. En el colegio jugábamos fútbol y nos dábamos leña, pero se habían ganado el respeto de unos jóvenes que, la verdad, éramos poco respetuosos. Nunca se impusieron por disciplina, no es que no la usaran, pero su cercanía y conocimiento encantaban y convencían. Claro, a veces un leñazo no sobraba. Luego de graduados, verlos siempre era un aprendizaje y las carcajadas de Merlano quedan para siempre grabadas en el alma.
Escribo esto luego de asistir al entierro de Jorge, y ver allí a su esposa, a sus hijos y de nuevo a Hans y a Javier. Estamos ya comenzando el descenso, todavía no hemos llegado, como dicen los pilotos, a 10.000 pies, pero el final ya se acerca. Dar las gracias –que debe ser una norma en todo ciudadano, y debería ser la gran enseñanza de todo padre a sus hijos– a quienes nos formaron nunca sobra.
De eso se trata esta columna, que quién sabe cuántos leerán. No se trata de cantidad, tan de boga hoy, sino de calidad. Tan creído, dirán algunos y con razón. No me importa; a ellos, gracias. Al colegio San Carlos, gracias. Al father Francis, gracias.
Y a Jorge Merlano, gracias, que descanse en paz.