
OPINIÓN
A pesar de los años
¿Por qué alguien regresa justo cuando ya habías aprendido a vivir con su ausencia?
Todo comenzó en 1993. La casa estaba llena de adolescentes, música y voces que se cruzaban entre risas. Era el cumpleaños número 17 de mi hermana, y como parte de los invitados, llegaron sus compañeros del colegio. Entre ellos, él… y su mejor amigo. Teníamos 15 años. Nada extraordinario marcó ese primer encuentro, salvo la certeza silenciosa de que algo acababa de empezar.
Desde esa noche fuimos inseparables. No solo éramos novios; éramos parceros, cómplices de todo lo que implicaba tener quince años y sentir que el mundo nos pertenecía. Nos volábamos del colegio con la ligereza de quienes no pensaban en el futuro, solo en estar juntos. Nos divertíamos con lo más mínimo, nos inventábamos aventuras y rumbas que nadie más entendía, pero que para nosotros eran vida pura. Éramos, en pocas palabras, unos irresponsables felices.
Fueron dos años así: intensos, caóticos, inolvidables. Y también reales. Porque a pesar de la juventud, el amor era sincero. No sabíamos nada de la vida, pero sentíamos que lo nuestro era indestructible. Hasta que la vida, con sus giros imprevistos, nos separó.
No hubo ruptura formal. Ninguna discusión. Solo una distancia que se fue ensanchando hasta hacerse total. Nunca hubo cierre, y quizás por eso, nunca hubo olvido.
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El tiempo pasó. Mucho. Pero no todo se borró.
El 8 de marzo de 1994, Día de la Mujer, me regaló un ramo de flores. No era una fecha especial entre nosotros, ni una disculpa. Era simplemente un gesto espontáneo de amor. De ese ramo, guardé una rosa. La sequé, como quien guarda un pedazo de historia. La puse entre las páginas de un libro, como se guardan los secretos que no se quieren perder. Esa rosa me ha acompañado durante 31 años. Silenciosa, frágil, pero intacta como los recuerdos. Y entonces, 26 años después de no saber absolutamente nada el uno del otro, volvieron a cruzarse nuestros caminos.
Sin previo aviso, sin pretextos, como si el tiempo, cansado de quedarse callado, hubiera decidido devolver una página que yo creía perdida para siempre. Nos reencontramos. Y fue en esa mirada —breve, contenida, pero inmensamente elocuente— donde supe que algo se había activado, algo que nunca terminó de apagarse.
Hablamos de todas las locuras que hicimos juntos. De aquellas tardes y noches sin reloj, y de los planes que nunca siguieron un guion. Reímos mucho. Pero en medio de las risas, flotaba algo más: una complicidad intacta, suspendida en el aire como una cuerda invisible que, pese al tiempo y a la distancia, jamás se rompió del todo.
A pesar de los años, su esencia sigue ahí. No era una aparición del pasado. No un recuerdo, sino una inquietud latente. Y el destino, siempre caprichoso, parecía haber guardado esta escena para el momento exacto en que ya no creíamos en reencuentros.
El pasado tocó la puerta, pero no como un fantasma. Esta vez, vino con piel, con voz, con mirada. Y con una pregunta que se instaló sin pedir permiso: ¿por qué alguien regresa justo cuando ya habías aprendido a vivir con su ausencia?
No tengo la respuesta, solo el vértigo, la emoción contenida, las fibras removidas. Y una rosa seca que, después de treinta años, insiste en recordarme que hay historias que se niegan a morir… incluso cuando ya no deberían tener lugar.