MEDELLÍN, 17 DE JULIO DE 1928 - 16 DE NOVIEMBRE DE 2015

María Helena Uribe de Estrada

Juan Gustavo Cobo hace un recorrido por la vida y obra de la escritora antioqueña. Una mujer que se sintió discriminada y se restituyó a sí misma a partir de la obra de ficción.

Juan Gustavo Cobo Borda* Bogotá
11 de diciembre de 2015
Foto cortesía del archivo familiar.

Hija de un médico, María Helena Uribe de Estrada tuvo cinco hijos y publicó dos libros de ficción y una lectura minuciosa de la obra de Fernando González.

En 1963 apareció Polvo y ceniza y en 1986 Reptil en el tiempo “Ensayo de una novela del alma” como la subtitula. En El Colombiano, el 4 de mayo de 1986, declaraba con tranquilidad: “dicen que los Uribes ‘somos locos’” pues su segunda novela era una inmersión en estados límites: la mujer que asesina a la amiga y ahora, en la imprecisa cárcel –convento– sanatorio, se enfrenta a sí misma, con rasgos autobiográficos (tiene hijos, es escritora) en una meditación de católica que a los sacerdotes que visitan contrapone como santo a otro apóstata, con su cohorte de monjas.

La novela, impresa en hojas de papel blanco y otras en papel marrón, explora con ritmo afinado dilemas y contrastes pues el periodo de escritura fue de dos décadas y en alguna forma retomaba Polvo y ceniza; asumir la madurez en un adiós a la infancia irresponsable con las grietas que el tiempo va horadando. Lo expresó bien Fernando González cuando en 1963 le escribió:

“Usted es vasca; usted es minera; rompe, cava, desgarra en la apariencia (la persona) para hallar el que está escondido y que es inefable” y le recuerda que en la finca de sus padres, Lorena, hay un mito. Un espanto. Que no ha muerto y que inquieta, más allá de esa vida bucólica de naturaleza y cultura, de flores que ella pintaba y que resultaban carnívoras y de los amigos que les visitaban a ella y a su marido, Leonel Estrada, promotor de la Bienales de Coltejer, para refugiarse en “La taberna del ahorcado”, iluminada con sus dibujos, mientras que el alcohol hacía que los demonios de Alejandro Obregón o Eduardo Carranza afloraran a la superficie e hicieran a Carranza condolerse, como le pasó a Goethe, por el paso del tiempo: “Venía a Medellín a ver las hijas de las mujeres que amó tanto”. Pero en verdad mantuvieron así una continuidad cultural que en la Universidad de Antioquia y en su casa –finca convocaba a las tertulias a Manuel Mejía Vallejo, Jaime Sanín Echeverri, Gonzalo Arango, Arturo Echeverri, Rocío Vélez, Darío Ruíz y varios más.

Se hicieron libros, se promovieron eventos tan decisivos como las Bienales pero también se padeció en carne propia, el drama de educar y las contradicciones al hablar así a los hijos: “La experiencia de la derrota de tus padres puede ser escuela para tu superación”.

Pero también como en el cuento que envió para la revista ARCO, titulado “Círculo vicioso” ella también podía asumir la reiteración del fracaso, el niño que al ver al viejo mirar la vida que pasa por la ventana convoca ese destino para hacerlo suyo muchos años después. El viejo que mira, a su vez, la vida esfumarse por la ventana. Por ello quizás cuando apareció Reptil en el tiempo el coro fue unánime: German Vargas, Jaime Mejía Duque, Alberto Aguirre subrayaron esa presencia sincera y envolvente, fugaz y venenosa que en su jardín volvía a recordarle la presencia maligna que deshizo el Paraíso Terrenal. Sus armas serían la fe y la escritura para restaurar la armonía rota. Algo que también busca una coherencia imposible en las 308 páginas de su Fernando González, el viajero que iba viendo más y más (1999).

Con su caótica convivencia de admiración por Mussolini y Juan Vicente Gómez y la fascinación por las muchachas de servicio en Europa. Preces y exaltaciones en raptos nietzscheanos y llorosos mea culpas, rebeldías radicales y cercanía familiar con el poder, de Carlos E. Restrepo a Santos y López. De cónsul en Génova y Marsella, de amor por Bolívar y fastidio con Santander.

El caminante y el contemplativo, el que quería vivir a la enemiga pero tenía que dar de comer a su familia. El que quería desnudarse. El que mantuvo larga bronca con los jesuitas desde que lo expulsaron niño del colegio cuando exigió que probaran primero el primer principio de la existencia de Dios. Ese mundo de contradicciones atraía a María Helena Uribe porque quizás también necesitaba proyectarse, como González, en un interlocutor inventado, en otro, que cambiaba de nombre como su finca de Otraparte en Envigado y que también a su esposa no la llamaba Margarita sino Berenguda o mi Barragana.

“El 20% de mi ser es místico, el 10% peón, el 30% enamorado de la belleza, y el resto bobo”.

Por ello podía ir de la Venus de Milo a la Virgen María en sucesivos tránsitos de una veneración pagana que la autora, con minucia, enlaza y ordena dentro de ese orden religioso antioqueño que también conoce y asume.

En fin, podemos concluir que su ocasional queja por sentirse una mujer discriminada se restituyó a sí misma en el hogar y en el esfuerzo imaginativo con que en su obra de ficción, tan delicadamente autobiográfica, nos hablará por mucho tiempo.

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