INDUSTRIA CON MEMORIA

Memorias de una guerra no documentada

Boyacá ha padecido 70 años de violencia por cuenta del control del negocio de las esmeraldas. Esta es una cronología de crímenes y prontuarios inconclusos.

Juan David Laverde Palma*
1 de septiembre de 2017
La guaquería se volvió cotidiana en las minas de Muzo, Boyacá. | Foto: Valerie Macon

De todas las guerras libradas en Colombia en el último siglo, las menos documentadas y más llenas de leyendas han tenido que ver con las esmeraldas. Quizá se deba a que el conflicto y su virulencia de medio siglo se tragaron lo demás. Tal vez los bombazos, los sicarios y las mafias de Pablo Escobar y sus secuaces –y los que les siguieron o los enemigos que los reemplazaron– coparon la agenda de los medios y de las autoridades durante muchos años. La llamaron ‘la guerra verde’, acaso porque aquí tenemos el hábito de rotular tanta sangre vista en un titular de prensa que no pase de seis columnas. Una cronología de crímenes cruzados protagonizada por clanes familiares y asesinos agazapados, cuyos muertos no terminan de contarse.

En los años cuarenta centenares de campesinos comenzaron a horadar las montañas de Boyacá. Un oficio rudimentario que se perfeccionó con los años y atrajo la atención de poderes locales. El crimen de Jorge Eliécer Gaitán en abril de 1948, sin embargo, desató una ola de violencia política y los mineros y sus familias terminaron en medio de esa confrontación. Eran los tiempos feroces de la policía chulavita y los ‘pájaros’ que arrasaban fundos o colonos. Y de las guerrillas liberales de Guadalupe Salcedo, Dúmar Aljure, Berardo Giraldo y Eduardo Fonseca en los Llanos Orientales que, después de tanta barbarie, depusieron sus armas en septiembre de 1953. En medio de ese ambiente de incertidumbre y bandolerismo, varias familias se afincaron en la industria y el negocio esmeraldero. Entre celadores, gatilleros y comerciantes, emergió la figura de Efraín González.

Según el libro Los jinetes de la cocaína de Fabio Castillo, González “era buscado por los campesinos boyacenses y santandereanos como su juez supremo. Dirimía en conciencia, y sin trámites ni abogados, cualquier pleito familiar, de tierras e incluso aquellos con ribetes penales. Pero también lo buscaban como su patrono, porque aseguraban que poseía dotes sobre las cuales existen toda clase de leyendas y de mitos”. Su poder fue tal, que extendió el negocio de las gemas a Bogotá y fueron necesarios dos batallones del Ejército y un gigantesco operativo militar para que finalmente cayera el 9 de junio de 1965. Dicen que mató a 117 personas.

La sangre fermentó el reciclaje de la violencia, y tras la muerte de González los matones aupados por el próspero negocio verde liberaron los fusiles y las balas en una guerra que cobró no menos de 1.200 muertos, según las cuentas del periodista Castillo. Paralelamente el nombre de Humberto el ‘Ganso’ Ariza se extendió como leyenda negra en los municipios de Guateque, Otanche, Somondoco, Quípama, Muzo y Coscuez. Nadie movía un dedo en la región sin su beneplácito. En la trasescena, poderosas familias esmeralderas fueron acomodando su poder mientras los cadáveres siguieron apilándose (el Ganso Ariza moriría acribillado en 1985 y, según las autoridades, ordenó asesinar a 800 personas). Fue la primera guerra verde.

Para ponerle coto a esa violencia en Boyacá el presidente Misael Pastrana dispuso en 1973 cerrar las minas de la región y abrir una licitación para concesionarlas legalmente. El escritor Pedro Claver documentó que tres empresas recibieron la concesión: Esmeralcol, cuyo negocio se desarrolló en las minas de Coscuez; Coexminas, en las vetas de Peñas Blancas, y Tecminas en el sector de Quípama. En esta última los sobrevivientes de la primera guerra, Víctor Carranza y Gilberto Molina, erigieron un imperio. Los muertos se redujeron y el negocio creó fortunas, pero la convulsionada región viviría el auge del narcotráfico y el paramilitarismo. La piedra angular de estos ejércitos privados y los ríos de coca tenían nombre y apellido: Gonzalo Rodríguez Gacha, el Mexicano.

A mediados de los años ochenta, Gonzalo Rodríguez Gacha emprendió cuatro guerras paralelas: contra los viejos esmeralderos que no quisieron rendirle pleitesía, contra las guerrillas en el Magdalena Medio, contra los dirigentes y militantes de la Unión Patriótica –unos 4.000 fueron asesinados sistemáticamente antes de que cayera el telón de aquella década terrible– y contra el Estado mismo con los llamados Extraditables de Pablo Escobar. Carranza y Molina enfrentaron al capo hasta que en febrero de 1989 este último murió asesinado junto con 20 de sus escoltas en una finca de Sasaima (Cundinamarca). Carranza resistió la embestida y en diciembre de ese mismo año vio caer al Mexicano tras una cinematográfica persecución de la Policía.

Comenzaron a decirle ‘don Víctor’. Mientras el zar de las esmeraldas capoteaba jueces e investigadores, monseñor Álvaro Raúl Jarro Tobo promovió junto con otros un proceso de paz en la región que ya sobrepasaba las 4.000 víctimas mortales. El 12 de julio de 1990 se firmó dicho pacto y las rencillas cesaron entre el grupo de Carranza y el de Luis Murcia Chaparro, el Pequinés. Los noventas fueron una década de calma chicha y de poderes emergentes a la sombra. Bajo el cargo de apoyo al paramilitarismo, las autoridades apresaron a Víctor Carranza en 1993 y luego en 1998, pero salió indemne tras unos meses en la cárcel.

El mundo de las esmeraldas ha sido fértil en prontuarios inconclusos. Pero nadie duda de que el patrón lo fue hasta el final de sus días. En el entretanto, por supuesto, otros quisieron arrebatarle su imperio y las muertes jamás cesaron. En septiembre de 2014 fue asesinado Luis Eduardo Murcia Chaparro, el Pequinés, el mismo que 24 años atrás había sellado un pacto de paz con Carranza. De inmediato los ojos se centraron en Pedro Nel Rincón, más conocido como Pedro Orejas, quien tras la muerte de ‘don Víctor’ se autoproclamó como el mandamás de Boyacá.

Jesús Hernando Sánchez, socio de Víctor Carranza, sobrevivió –nadie sabe muy bien cómo– a 11 balazos en plena Zona Rosa de Bogotá, hace apenas unos años. Luego hubo una ola de retaliaciones y varios procesos contra Pedro Orejas, hoy condenado a 20 años de cárcel como autor del crimen de un sujeto llamado Miguel Pinilla. Orejas y otros cuatro zares de las esmeraldas, además, están ad portas de terminar en juicio ante una corte federal de Estados Unidos. Ómar Josué Rincón, Horacio de Jesús Triana, José Rogelio Nieto y Gilberto Rincón fueron acusados ante el Distrito Sur de la Florida de integrar una red internacional que envió cocaína a Norteamérica. No es un expediente exótico. Hace apenas unos años, en 2010, otro poderoso esmeraldero, Julio Lozano Pirateque, terminó por entregarse a la DEA.

Lozano Pirateque fue acusado de lavar 10,5 billones de pesos del narcotráfico, de haber sido el patrón a la sombra del capo Daniel el ‘Loco’ Barrera y de haber inyectado dineros ilícitos al equipo de fútbol Independiente Santa Fe. El año pasado quedó en libertad. De hecho, se rumora que volvió al país y que estaría reactivando sus contactos en Boyacá para cobrar unas deudas del pasado.

*Periodista de investigación de Noticias Caracol y colaborador de ‘El Espectador‘.