Valle del Cauca

La impactante historia de militares y exguerrilleros que trabajan juntos para desenterrar la fosa más grande de Colombia: hay más de 600 cuerpos sin identificar

Exguerrilleros de las Farc y militares retirados formaron una cuadrilla para desenterrar la verdad en una fosa de Palmira. Hay más de 600 cadáveres sin identificar, muchos de ellos, víctimas del conflicto.

31 de mayo de 2025, 5:03 a. m.
En el cementerio municipal de Palmira ya desenterraron 60 cadáveres. Podrían ser de personas que figuran como desaparecidas en el marco del conflicto armado en Colombia entre 1990 y 2010.
En el cementerio municipal de Palmira ya desenterraron 60 cadáveres. Podrían ser de personas que figuran como desaparecidas en el marco del conflicto armado en Colombia entre 1990 y 2010. | Foto: SEBASTIAN CASTILLO

El aire de las diez de la mañana en el cementerio central de Palmira todavía huele a jazmín. Pero a 30 metros, en el pabellón de los olvidados, el aire cambia; se vuelve pesado, agrio. En ese espacio de apenas 160 metros cuadrados –y otros 60 aledaños– han aparecido 62 esqueletos desde septiembre pasado. Son los primeros hallados entre los 676 que, según la Unidad de Búsqueda de Personas Dadas por Desaparecidas (UBPD), podrían yacer anónimos en este camposanto municipal.

El antropólogo Daniel Felipe Guerra Bigoya se arrodilla junto a la zanja recién abierta y hace la señal con los dedos para detener la excavación: “Aquí todo es muy frágil –explica–. El subregistro de información y el exceso de uso del suelo fueron las dos primeras lápidas que recibieron a estas víctimas”. Entre 1990 y 2010, asegura, “el patio se convirtió en el depósito de los que no tenían nombre ni doliente”.

Exmilitares y exguerrilleros se unieron para desenterrar a sus muertos en Palmira | Semana noticias

Esos restos sin dolientes son también una pregunta que atormenta a Colombia desde hace décadas: ¿dónde están los desaparecidos? La respuesta crece en número cada año. La actualización más reciente de la UBPD eleva a 126.895 las personas reportadas como desaparecidas en el contexto del conflicto armado colombiano, un universo que no cabe en ninguna fosa ni en ningún duelo familiar.

Muchas de las familias han llegado hasta este lugar buscando a sus familiares desaparecidos en el marco del conflicto armado. El jueves hubo un acto de perdón.
Muchas de las familias han llegado hasta este lugar buscando a sus familiares desaparecidos en el marco del conflicto armado. El jueves hubo un acto de perdón. | Foto: SEBASTIAN CASTILLO

Palmira parece un laboratorio de la esperanza. Al borde del lote brota un muro recién pintado, y en paralelo se levantarán 720 osarios de concreto gris claro. Esa obra nació de un encuentro improbable que Diego Alberto Bareño Suárez, mayor retirado del Ejército, describe con una frase que le arruga la voz: “Hace 20 años nos dábamos plomo; hoy mezclamos cemento para cuidar a los que la guerra calló”.

Bareño dirige la Fundación Comité de Reconciliación, que agrupa a 22 comparecientes de la fuerza pública ante la JEP. La cuadrilla se mezcla con unos 30 firmantes del acuerdo de paz agrupados en la Corporación Humanitaria Reencuentros. Ellos alambraron el perímetro, abrieron las zanjas, vaciaron los cimientos y ahora encajan ladrillos con la delicadeza de quien acomoda huesos en una caja de zapatos. “Trabajamos siete meses solo en el cerramiento”, recuerda Bareño.

Al fondo del patio cuelga un mural codiseñado con familias buscadoras. Son rostros sin pupilas, torsos incompletos, manos que sostienen fotografías. Sobre el azul cobalto reza: “La memoria es un derecho. La reparación, un camino”. Bareño se detiene allí cada tarde. Dice que es su sitio para “oxigenar el perdón” antes de volver a la casa, donde sus hijos lo miran con admiración. “Yo también me miro distinto –confiesa–. Los muertos me enseñaron que la rabia se pudre más rápido que los huesos”.

Daniel GuerraAntropólogo de la UBDP
Daniel Guerra. Antropólogo de la UBDP | Foto: SEBASTIAN CASTILLO

La tumba de los siete

Un relato sostiene la fe de todos. Gustavo Arbeláez Cardona, excombatiente de las Farc, lo cuenta despacio, como si todavía viera la escena: “En 2003 hubo un combate arriba, en Florida. Varios compañeros cayeron. Años después, la mamá de uno de ellos nos reveló el sitio” donde fue enterrado su hijo. Cuando los técnicos abrieron la fosa común, emergieron siete cuerpos apilados. El tercero llevaba retazos de camuflado y un minúsculo triángulo de la bandera de Colombia.

Era el hijo de esa mujer. “Ese día entendimos que la guerra es tan absurda que te obliga a enterrar dos veces al mismo muerto: una para callarlo y otra para dignificarlo”, reflexiona Arbeláez, quien estudia Administración Pública, trabaja en la Secretaría de Paz de Cali y proclama que su mayor título es “no ser el mismo de antes”. Cada vez que hunde la pala, dice, siente “una punzada en el pecho y una caricia en el alma”.

Gustavo ArbeláezExcombatiente de las Farc
Gustavo Arbeláez. Excombatiente de las Farc | Foto: SEBASTIAN CASTILLO

Ciencia contra la intemperie

La responsable de articular ese rompecabezas es Marcela Rodríguez Guzmán, buscadora del sur del Valle. “De 1980 a la fecha tenemos registro de 679 inhumaciones aquí. El reto es que el tiempo y la lluvia degradan el ADN. Si no actuamos ya, perderemos voces para siempre”.

Marcela ordenó instalar la reja que hoy protege el lote de profanadores, grafitis y perros callejeros. También insiste en que cada osario quede listado en un mapa digital en el que se crucen fechas, causas de muerte y huellas genéticas. “No buscamos culpables –subraya–, buscamos verdades que permitan llorar sin miedo”.

La búsqueda avanza en doble vía: los familiares que preguntan por un desaparecido, y los huesos que, ya identificados, buscan a su gente a través del banco nacional de ADN.

Diego BareñoMayor (r) del Ejército
Diego Bareño. Mayor (r) del Ejército | Foto: SEBASTIAN CASTILLO

Cada jornada termina cuando el sol cae. Los exmilitares y exguerrilleros, sudados y embarrados, se sientan en el mismo muro donde antes habrían instalado trincheras opuestas. Alguien reparte tinto hirviente; alguien más, silencio. “Los muertos huelen igual –repite Bareño–. Y ese olor nos recuerda que esto no puede repetirse”.

Palmira ha logrado lo que ninguna sentencia impone: un equipo mixto que trabaja “de corazón y no por castigo”, como remarca el mayor. La JEP aún no ha dictado sanciones restaurativas para ellos; lo hacen por voluntad, “una mano de obra que paga una deuda moral, no una pena jurídica”. Tal vez por eso el cemento parece secar más rápido, o las osamentas brotan exactas donde la intuición les dicta excavar.

Marcela RodríguezInvestigadora de la UBDP
Marcela Rodríguez. Investigadora de la UBDP | Foto: SEBASTIAN CASTILLO

A pocos metros, Guerra Bigoya sigue catalogando fragmentos. Ha encontrado cuerpos de entre 20 y 55 años, muchos con señales de violencia: “Pero el terreno está sucio, la visibilidad es poca; mi prioridad es no dañarlos. La verdad anatómica vendrá luego, en los laboratorios”.

La meta de identificar los 600 cuerpos restantes no tiene fecha. Puede tomar años, quizá décadas. Lo aceptan sin queja. Para quienes cavaron trincheras de madrugada y durmieron sobre minas antipersona, la paciencia es un músculo bien entrenado. En Palmira ocurre algo esencial: los antiguos enemigos aprendieron a llamarse por el nombre de los muertos, no por el odio. Y en esa alianza improbable late una certeza que vale más que las cifras: si la guerra desciende la pala hacia la carne, la paz puede empuñarla al revés, hacia la luz.