Nación
Pablo Escobar: la impactante historia de cómo vivió Miguel Rodríguez Orejuela la muerte de su mayor enemigo en un tejado en Medellín
En el libro ‘No elegí ser el hijo del cartel’, de William Rodríguez, publicado por editorial Planeta, se revelan los detalles de cómo los Rodríguez Orejuela participaron en la persecución del narcotraficante.
En las décadas de los ochenta y noventa, la guerra entre los carteles de Cali y de Medellín desangró a Colombia. Miguel Rodríguez Orejuela, junto a su hermano Gilberto, lideraba el primero, mientras que Pablo Escobar era la cabeza visible del segundo. Esa confrontación, que fue mucho más que una lucha por el control del narcotráfico, se convirtió en una batalla que dejó cientos de muertos y sembró el caos en el país.
William Rodríguez, hijo de Miguel, decidió contar en su libro ‘No elegí ser el hijo del cartel’, cómo vivió esa guerra desde adentro. En su relato, reconstruye los momentos más tensos de la persecución contra Escobar, los atentados, las traiciones y las alianzas que marcaron el enfrentamiento. Además, detalla cómo el cartel de Cali llegó a financiar al Bloque de Búsqueda y puso precio a la cabeza de Escobar. Estos son algunos fragmentos de su relato.
“El 19 de junio de 1991 los colombianos y el mundo entero fueron testigos de la rendición de Escobar y su ingreso a la famosa cárcel conocida como La Catedral, su nueva mansión privada, vergüenza eterna del Gobierno de entonces. Terminaba así un convulsionado periodo en el que Escobar triunfó claramente, porque no solo impuso sus condiciones sino que logró imponer su voluntad en la Asamblea Constituyente, que abolió la extradición de nacionales.
Durante el proceso de discusión mi padre echó mano de todas sus relaciones dentro del poder político para que un buen número de constituyentes votaran por la eliminación de la extradición. En la otra orilla, el cartel de Medellín utilizó una herramienta más eficaz que el soborno: la violencia. Así, con los intereses de uno y otro cartel, la nueva Constitución de 1991 eliminó el envío de nacionales a otros países. La decisión nos llenó de alegría, porque era un nuevo triunfo contra el imperio.
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La entrega del capo se logró en buena parte con la colaboración del sacerdote Rafael García Herreros, fundador y gestor de la extraordinaria obra el Minuto de Dios; así, Escobar logró que lo recluyeran en una cárcel que él mismo mandó a construir, custodiado principalmente por el Ejército Nacional. Escobar estaba preso, pero ello no fue obstáculo para que continuara con sus actividades criminales. Lo que en medio del fragor de la guerra aumentó el trabajo para los señores Rodríguez Orejuela. Congresistas, magistrados, jueces, empresarios y políticos clamaban por una cita con mi tío y con mi padre para que los protegieran de las agresiones de las que podían ser víctimas. Con Escobar en la cárcel, el Gobierno se lavó las manos.
Aunque mal que bien se sabía que Escobar estaba recluido en una cárcel, así fuera de mentira, los enemigos del capo no podían bajar la guardia. Ahora, también es claro que su reclusión benefició al cartel de Cali, porque durante ese tiempo no solo aumentó sus rutas para el tráfico de cocaína sino que también crecieron los negocios con las mafias internacionales, que preferían hacer tratos con tipos que les brindaran confianza, como los Rodríguez Orejuela, y no con personajes como Escobar, a quien tildaban de loco con comportamientos aberrantes.
Cuando me enteré de un nuevo plan del cartel de Cali para bombardear La Catedral, pensé que la guerra ya no tenía marcha atrás. Era difícil no tomar partido. Para llevar a cabo el plan, mi papá y mi tío contrataron a Jorge Salcedo Cabrera, hijo de un reconocido general, una especie de mercenario criollo que vendía sus servicios al mejor postor. En varias ocasiones coincidí con él en la casa de mi padre. Era, o es, de esas personas que de entrada no dan confianza. Ese señor nunca me gustó. Su mirada evasiva me generaba desconfianza. Repito, dicen que los ojos son el reflejo del alma, y este señor siempre me dio un mal presentimiento.
Mi padre comisionó a Jorge Salcedo para que viajara a Costa Rica a negociar la compra de cuatro bombas de gran poder explosivo, conocidas en el mercado negro como ‘bombas papaya’, con un valor aproximado de seis millones de dólares. Salcedo hizo el negocio y según el plan, primero serían despachadas dos bombas, que en efecto llegaron a Colombia. Luego llegarían otras dos, pero esto nunca ocurrió porque según Salcedo las autoridades las descubrieron cuando intentaba enviarlas y de milagro él se salvó de la captura. Salcedo regresó a Colombia y les informó lo sucedido a mi papá y a mi tío, pero siempre quedó en el aire la duda de cómo hizo este personaje para evadir a las autoridades costarricenses.
Pero había un problema adicional: las bombas que llegaron no podían ser lanzadas y detonadas desde cualquier aeronave. Para ello debía utilizarse un avión con características técnicas similares a las de los MIG, de fabricación soviética, lo que dio al traste con el nuevo plan y dejó en el ambiente —otra vez— una sensación de frustración. Mi tío y mi padre nos ocultaban todo esto, pero yo terminaba por enterarme a través de Nicol.
Por mi relación con Nicol, yo era el que más información tenía de los sucesos de la guerra que se vivía con los de Medellín. Siempre fui prudente y solo lo comentaba con mis primos mayores, con quienes discutíamos, planteábamos posibles escenarios, y siempre terminábamos haciéndonos la misma pregunta: ¿por qué razón mi tío y mi padre nunca nos hablaban de ese tema, por qué nos querían mantener con los ojos vendados frente a una situación que era evidente? Era para protegernos, nos decíamos, para no involucrarnos, o, también, que les importábamos muy poco.
Pablo Escobar se escapó de La Catedral en julio de 1992 y sus lugartenientes fueron asesinados o simplemente capturados. Era cuestión de tiempo que cayera. Mi padre y mi tío habían ofrecido diez millones de dólares de recompensa por su muerte, por lo que se sabía que no sería capturado vivo. Debido al asedio permanente del Bloque de Búsqueda y a su desesperación por no saber de la suerte de su familia, se pudo triangular una llamada de Escobar a su hijo. El capo fue ubicado y luego ejecutado en compañía del Limón, el último de sus colaboradores que aún estaba libre”.
Recordando el papel que jugó el cartel de Cali en la caída de Pablo Escobar, William Rodríguez detalló.
“En febrero de 2004, pocos días antes de su extradición a Estados Unidos, mi tío Gilberto le concedió una entrevista al periodista Julio Sánchez Cristo. Este le preguntó sobre su participación en la caída de Escobar y ‘el Mexicano’, y mi tío dijo sin tapujos que esa alianza había sido real. Tiempo después, el general Hugo Martínez Poveda, padre del oficial que manejaba los equipos de intercepción a los cuales ya me referí, aportó el facsímil de la supuesta donación de esos aparatos por parte del gobierno francés. Pero no tuvo en cuenta que el documento había sido fechado seis meses antes de la muerte de Escobar, y que esos mismos equipos fueron usados en la localización del Mexicano, tres años atrás. En aras de la verdad que se pretende con este libro es necesario aclarar ese punto.
Ese diciembre de 1993 y ya sin la sombra de Escobar encima de nosotros, invité a María a pasar con nosotros la Navidad y el Año Nuevo. Era una tradición en mi familia estar juntos alrededor de mi abuela materna a la medianoche y recibir su bendición. Pero algo ya no era lo mismo. Por la guerra que se había librado contra Escobar, se respiraba otro aire; éramos diferentes y lo pude comprobar con una conversación entre mi padre y uno de sus allegados.
—¿Qué pedís para el año nuevo?
La respuesta de mi padre me hizo entender lo que estaba sucediendo: me di cuenta de que estaba perdiendo el sentido de la realidad.
—Poder, más poder —respondió mi padre.
Era lo único que quería para el siguiente año, y lo dijo con tal seguridad que me estremeció. Sentí que mi padre ya no era el mismo. Aquellos humildes personajes que habían tratado de vivir vidas paralelas entre el bien y el mal, tratando de amasar una gran fortuna para luego legalizarla, se estaban comenzando a parecer peligrosamente a aquel hombre que había muerto en el techo de una casa en Medellín.”