MAFIA
Miguel Rodríguez Orejuela: la historia de la guerra infernal que libró con Pablo Escobar y los varios intentos de asesinarse mutuamente
En el libro ‘No elegí ser el hijo del cartel’, de William Rodríguez, publicado por editorial Planeta, se narran detalles de esa lucha entre carteles que causó decenas de muertos y dolor en Colombia. “Ante semejante desquicio, había que responder con más locura. Mi padre y mi tío no escatimaron un solo peso”, narra.
Miguel Rodríguez Orejuela fue uno de los capos más emblemáticos de esas décadas negras de la historia del narco en Colombia y quizá nadie ha contado mejor su historia que su hijo William. Hace unos años, ya libre de problemas con la justicia, él decidió narrar en primera persona lo que vivió como testigo excepcional de la vida de poder y excesos de su papá y su tío, también de las dificultades, de la soledad de su captura y de su posterior extradición a los Estados Unidos.
La vida del capo es hoy recordada por los colombianos debido a su petición, desde una cárcel de los Estados Unidos, de ser designado gestor de paz del Gobierno de Gustavo Petro. Rodríguez se ofrece a aportar su verdad sobre la mafia y lo que pasó en esa época. “Hoy, después de 28 largos años y con otra mentalidad, he decidido transgredir la barrera impenetrable del silencio en la cual me resguardo, manteniendo intacto y a salvo el instinto de conservación”, escribió en una carta que le envió al presidente de la República, Gustavo Petro, en abril de 2024.
“Señor presidente, pienso que nunca estuvieron dadas las condiciones para solicitarle a usted respetuosamente que considere la posibilidad de que sea yo avalado como un nuevo gestor de paz. Soy consciente de lo que esto representa y la responsabilidad de tan difícil y ardua labor que tiene, para conseguir la paz total”, agrega en la misiva.
La carta de Miguel Rodríguez ha despertado un interés en lo que fue su vida y la estela del cartel de Cali en Colombia. En su libro, No elegí ser el hijo del cartel, publicado por la editorial Planeta, William narra uno de los momentos más trascendentales en ese mundo: la guerra incendiaria que tenía el grupo delincuencial de su familia contra Pablo Escobar. William narra el inicio de esa lucha como un punto de no retorno en la vida criminal del cartel de Cali. Estos son algunos apartes de su relato.
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“En 1987, Pablo Escobar libraba una guerra demencial contra el Estado colombiano. Para llevar a cabo su plan terrorista les exigía constantemente colaboración económica y militar a las demás organizaciones que se beneficiaban del narcotráfico en distintos lugares del país. Muchos le entregaban dinero por temor, porque si no lo hacían serían aniquilados por su aparato militar.
El cartel de Cali, liderado por mi padre y por mi tío, nunca le ayudó; solo aportaron un dinero cuando la mafia en pleno hizo equipo para liberar a Martha Nieves Ochoa. No más. Se trataba de cortar de tajo el hecho de que el fenómeno del secuestro tocara a las familias de los capos.
Por convicción, la lucha de mi tío y de mi padre contra el Estado fue siempre jurídica, y aunque intentaron negociar con Escobar en otros ámbitos, pensando en el retiro, sabían que tarde o temprano les cobraría semejante afrenta. El detonante de la guerra con Escobar habría de ocurrir en Estados Unidos luego del asesinato del negro Luis, quien integraba la fracción de los Palestinos que se había quedado en Medellín y trabajaba para Escobar.
El negro Luis le robó un cargamento de cocaína a un trabajador de ‘Pacho’ Herrera en Miami y este lo asesinó. Furioso por la muerte de su hombre de confianza en el sur de La Florida, Escobar envió un emisario a Cali para exigirle a Pacho Herrera la entrega de su empleado para vengar el homicidio del negro Luis. Pero Herrera se negó tajantemente y por eso Escobar se comunicó con mi tío y mi padre, y les dijo que evitarían una guerra si le entregaban no solo al trabajador, sino al propio Herrera, a quien declaró objetivo militar.
Preocupado, mi tío se reunió con mi padre, Chepe y Pacho para evaluar la situación y al final decidieron, y así se lo hicieron saber a Escobar, que ellos nada tenían que ver con lo ocurrido en EE. UU. y que si quería pelear lo hiciera con ‘Pacho’ Herrera, pero que en ningún caso se lo entregarían porque ellos no traicionaban a sus amigos y socios. La declaratoria de guerra general por parte de Escobar forzó a los Palestinos, que todavía se encontraban en Medellín, así como a algunas personas que tenían negocios y relaciones con ambos bandos, a trasladarse a Cali, donde se pusieron a disposición de mi padre y mi tío.
En Medellín vivía un personaje que trabajaba para mi padre y mi tío, y era conocido como el ingeniero Canaro. Él inició los seguimientos, hizo inteligencia y recopiló información detallada y suficiente de todos los familiares, colaboradores y amigos de Pablo Escobar. Un allanamiento realizado por el Ejército a un edificio en Medellín demostró que Escobar no se había quedado quieto. Fue decomisado material fílmico en el que se observaban seguimientos a mi padre, a mi tío y a sus colaboradores, incluidos sus lugares de trabajo y residencias en Cali.
Los capos de Cali se dieron cuenta de que el primer ataque de Escobar era cuestión de tiempo y por ello decidieron adelantarse. La idea era darle el golpe de gracia a su enemigo y escogieron el 13 de enero de 1988 para atentar contra el edificio Mónaco, donde el capo vivía con su familia. Con la información recopilada por el ingeniero Canaro, un hombre conocido como el Policía ubicó un vehículo cargado de explosivos en la parte trasera del edificio porque le dio pánico ingresarlo al garaje, según indicaba el plan original.
Como Escobar no murió porque no estaba en el edificio en el momento de la explosión, inmediatamente fueron contratados cinco militares retirados para eliminarlo. No obstante, quienes hacían inteligencia para el capo en Medellín prendieron sus alarmas y se enteraron de la relación de una meretriz con un exmilitar recién llegado de Cali.
No les fue difícil contactarla ya que ofrecía sus servicios sexuales a trabajadores en Medellín y por cuenta de ese flirteo el exmilitar terminó entregando a sus compañeros, que se habían instalado en el mismo edificio, en diferentes apartamentos, a un par de cuadras del edificio Mónaco. Los hombres de Escobar se tomaron el edificio en forma simultánea y capturaron a los cinco exmilitares. En medio de la gritería, el ingeniero Canaro logró esconderse en el shut de la basura del edificio y esperó hasta cuando pasó la gritería. Presa del pánico, viajó a Cali a contarles a mi tío y a mi padre lo sucedido, y allí se enteró de que Escobar había secuestrado a su esposa María, que se había quedado en Medellín.
Aún en los peores momentos de la confrontación, mi tío siempre tuvo comunicación vía teléfono móvil con Escobar. Por eso lo llamó inmediatamente a preguntarle por el estado de María, pero este le respondió que si la quería ver viva debía entregarle a Canaro. Mi tío dijo que no lo haría porque María era pariente suya y le aclaró a Escobar que hasta ese momento de la guerra ningún miembro de ninguna familia en los dos bandos había sido atacado. Y advirtió que si le hacía algo a María, no respetaría más esa especie de código de honor según el cual las familias estarían fuera de la confrontación.
Escobar insistió en la entrega del ingeniero Canaro y, aunque estuvo de acuerdo en dejar a las familias por fuera del conflicto, dijo que la decisión respecto de María estaba tomada. En un acto desesperado, mi tío le dijo a Escobar que si algo le pasaba a la secuestrada su represalia sería violenta. Como consecuencia de la conversación, María fue liberada al día siguiente, pero de todas maneras Escobar ordenó asesinar a su mamá y a su hermano, e incendió sus negocios en Medellín.
Una semana después aparecieron los cuerpos torturados de los exmilitares secuestrados por los hombres de Escobar, con avisos en los cuales se leía: ‘Por pertenecer al cartel de Cali’. Casi simultáneamente, Escobar dio comienzo a una serie de ataques terroristas con explosivos y carros bomba contra las sedes de las Droguerías La Rebaja, las Supertiendas La Rebaja y las estaciones del Grupo Radial Colombiano que se encontraban en Medellín. También fueron torturados y asesinados dos auditores del grupo empresarial, que cumplían funciones relacionadas con su ejercicio profesional, pero murieron por el hecho de trabajar para los Rodríguez.
Con todo, yo intentaba mantener mi rutina. Entre semana estudiaba, los fines de semana jugaba fútbol, iba a la finca o me quedaba en Cali con mis amigos y el resto del tiempo intentaba estar en familia. Cuando terminaba quinto semestre de abogacía empecé a observar cambios radicales en nuestra seguridad. Las escoltas fueron reforzadas y cada uno de nosotros pasó de tener dos a cinco guardaespaldas. Los revólveres fueron cambiados por pistolas nueve milímetros, ametralladoras y escopetas tipo changón; además, nuestra casa fue reforzada con personal adicional de seguridad; los escoltas de mi tío y mi papá aumentaron de cuatro a doce hombres y comenzamos a ver armas de uso privativo del Ejército Nacional, como fusiles de largo alcance.
Ante esa nueva realidad, mi papá y mi tío abandonaron su estrategia de legalizarse y siguieron en el lucrativo negocio del narcotráfico; si iban a enfrentar la maquinaria asesina de Medellín, liderada por Pablo Escobar, necesitaban grandes cantidades de dinero. (...)
Por los cambios que se habían producido en nuestra seguridad, mi primo Humberto y yo comentamos que algo grave rondaba a la familia Rodríguez y, aunque nos habían enseñado a no preguntar, no quería quedarme con esa incertidumbre y por eso fui a visitar a mi padre a su casa. Vale la pena aclarar que había que pedirle cita con varios días de anterioridad. Por cosas del destino, allí me encontré con Nicol Parra, mi antiguo compañero del colegio. Fue una agradable sorpresa. Hablamos de los viejos tiempos y después de recrear pasajes de nuestra adolescencia, me pregunté qué hacía él en la casa de mi padre.
Por un momento pensé que tenían negocios, pero el mismo Nicol, como si hubiera leído mi pensamiento, contestó a mi interrogante y me contó que trabajaba con mi papá. La respuesta no me sacó de la duda y él se dio cuenta. Entonces me contó en voz baja que integraba un grupo especial encargado de la seguridad de mi padre, cuyo jefe era un hombre al que apodaban el Pecoso. Dicho personaje llevaba muchos años al servicio del cartel y había ayudado a mi tío en una guerra que libró en contra de una banda de secuestradores en Bogotá a finales de los años setenta. Pero cuando Nicol me informó de varias de las acciones ejecutadas por Escobar en contra de mi padre y mi tío, me preocupé. Ese día me enteré de varios atentados frustrados por la oportuna intervención de este grupo. (...)
En 1989, se produjo un grave hecho que le daría un giro trascendental a la guerra contra el cartel de Medellín: el asesinato en agosto del candidato presidencial Luis Carlos Galán. Con Escobar y el Mexicano como principales sospechosos del magnicidio, el Gobierno decretó el Estado de excepción constitucional, la más intensa persecución a la mafia en la historia.
En ese momento mi padre y mi tío entraron totalmente a la clandestinidad; por su propio bien porque, en el caso de mi padre, su intensa vida social lo hacía un blanco fácil para Escobar. La seguridad de la familia se convirtió en una constante zozobra (...). En medio de su demencia, Escobar y “el Mexicano” dieron muestras de su increíble poder de destrucción y entre noviembre y diciembre derribaron un avión de Avianca y realizaron el letal atentado contra la sede del DAS en Bogotá.
Sin embargo, el cartel de Medellín sufriría un duro golpe pocos días después, el 15 de diciembre de ese año, cuando finalmente dio resultado la estrategia de mi tío y mi padre para infiltrar una persona en la organización de el Mexicano. Jorge Velásquez, alias el Navegante, logró ganarse la confianza del capo, que sin sospechar siquiera le informaba de sus desplazamientos y los sitios a los cuales llegaría. Enterado de que el Mexicano se encontraría con su hijo Freddy, recién liberado de la cárcel, el Navegante se comunicó con mi padre, quien a su vez dio aviso al director del DAS, general Miguel Maza Márquez.
El alto oficial contaba con la colaboración permanente del ingeniero Canaro, quien a su vez había recibido aval de la Presidencia de la República para ayudar en la persecución de Escobar y Rodríguez Gacha. Con la vital información a la mano, el general Maza organizó un grupo especial para salir en la búsqueda de el Mexicano y para rastrearlo utilizó los equipos de escaneo telefónico para triangulación de voz que mi padre y mi tío habían donado. Muy temprano ese viernes 15 de diciembre, el Navegante se comunicó con mi padre y le informó que el Mexicano salió de Cartagena rumbo a Coveñas.
Con estos datos, mi padre, conocido entre las autoridades como el Canario, habló con el general Maza y le entregó los detalles que había recibido del Navegante. Horas después, el capo y su hijo Freddy estaban muertos. La persecución se concretó entonces en Pablo Escobar. Fue en ese instante en que las fuerzas de seguridad, el Estado y agencias secretas de Estados Unidos se juntaron con los llamados señores de Cali en un pacto secreto para liberar a Colombia de ese eje del mal.
Mi amigo Nicol me ponía al tanto de los actos demenciales de cada bando. En seis meses mi padre se había salvado milagrosamente de dos atentados con explosivos y, gracias a la oportuna intervención del grupo especial liderado por el Pecoso, habían logrado descubrir a los sicarios enviados a asesinarnos desde Medellín. El primer ataque fue descubierto porque los hombres al servicio de mi padre y de mi tío capturaron a varias personas que llevaban explosivos suficientes para volar una manzana.
Su plan consistía en detonar un bus repleto de dinamita en el puente que une al barrio Ciudad Jardín con Cali, cuando mi padre pasara en su vehículo. Otro ataque resultó fallido cuando un capitán retirado de la Policía compró dos helicópteros en Cartago, Valle, para dirigirse a Cali y bombardear la casa uno de Ciudad Jardín, la de mi padre. No obstante, unos buenos amigos de mi padre y mi tío se dieron cuenta y avisaron inmediatamente. Luego se estableció que el plan incluía una gran cantidad de dinamita. El plan falló porque al capitán le dio miedo hacer el atentado y en cambio llamó a Escobar para decirle que su helicóptero se había dañado.
Como la guerra era de parte y parte, uno de esos días me enteré de un plan que hoy todavía me parece descabellado, pero que en ese momento de guerra lo vi como la salvación para el país, para mi familia y para mi futuro sentimental con María. Mi padre y mi tío habían contratado a cuatro mercenarios ingleses para llevar a cabo un atentado contra Escobar en la hacienda Nápoles, su finca de recreo en el Magdalena Medio.
Para ejecutar el ataque habían logrado infiltrar a un personaje que informaría sobre el arribo de Escobar a la fiesta prevista por la clasificación del Atlético Nacional de Medellín a la final de la Copa Libertadores de América. Nicol formaba parte del comando que llegaría por tierra a respaldar con todo tipo de armamento a los ingleses, cuya misión consistía en bombardear la hacienda a bordo de dos helicópteros.
Nicol me pidió el favor de que si perdía la vida en la operación le entregaría a su esposa el dinero que le correspondía. Por un instante lo medité. Era meterme en asuntos que no debería saber, pero, a fin de cuentas él era mi amigo. Le prometí que lo haría. Todo estaba listo. Como el ágape era fijo, ya que se sabía con antelación del encuentro deportivo, los mercenarios concibieron el plan para ejecutarlo a la madrugada del día del festejo, con ingreso por tierra en dos camiones con un contingente de treinta hombres y por aire con dos helicópteros cargados de explosivos y dotados de ametralladoras punto sesenta. Se presagiaba que sería el golpe final a esa guerra infernal.
Era una maniobra complicada debido al difícil acceso a la zona montañosa que acordonaba la hacienda Nápoles. El cuidado con que se había planeado la acción daba tranquilidad a los ejecutores. Lo único que no se pudo controlar fue la irresponsabilidad de uno de los pilotos de los helicópteros, un mayor retirado de la Fuerza Aérea, que por cuenta de los nervios se emborrachó la noche anterior y el día de la operación colisionó con el último cerro antes de llegar a su destino. La noticia se supo rápidamente, lo que generó más confusión en las huestes del cartel. Con la seguridad de que el plan funcionaría, mi papá y mi tío nos habían pedido a todos los miembros de la familia que continuáramos nuestra vida en forma normal, que en cualquier momento nos darían una sorpresa.
Pero la sorpresa se la llevarían ellos, cuando les informaron del infortunio. La suerte le sonrió nuevamente a Escobar. Años después, en su celda de La Picota, mi padre me refirió anecdóticamente este fallido atentado, que gracias a Dios no se dio porque según su apreciación lo habría hecho responsable de un delito de lesa humanidad. Habrían muerto más de cien personas. Una noche, algún tiempo después, me despertó una fuerte explosión. Tomé mi radio de comunicaciones interno, lo prendí y escuché: ‘Alfa Uno en la entrada de Ciudad Jardín’. Ciudad Jardín es el barrio donde vivíamos y Alfa Uno es el código con el cual se identificaba a mi padre.
Instintivamente solté el aparato, me vestí y salí corriendo. En el parqueadero, uno de los vigilantes vio mi cara de angustia y me preguntó: ‘¿Qué le pasa, joven?’. Yo no escuchaba, solo pensaba en mi padre. Prendí el carro y, como no tenía escoltas, me llevé al vigilante para que me cuidara; el señor no sabía qué hacer y no le di la oportunidad de que lo pensara. Llegué a la calle donde estalló la bomba y, al ver los escombros de tres casas ubicadas en la entrada del barrio, sentí angustia. Comencé a mirar alrededor buscando los vehículos en los que se movilizaba mi padre, pero no los vi y pensé que había pasado lo peor. Intenté ordenar mis sentimientos.
Lo que estaba pasando era demencial; pensé en lo que habría sentido la familia de Escobar si se hubiera acertado en el edifico Mónaco. En esas estaba cuando llegó el Pecoso. —Patrón, tranquilo que el señor está bien. El alma me volvió al cuerpo. —¡¿Dónde está él?! —Está en la Casa Uno —me respondió—, pero tenemos que irnos de aquí. No es seguro que esté en este lugar. El Pecoso me condujo a su carro, escoltado por varios hombres armados.
Mientras miraba el horroroso espectáculo por la ventanilla de la camioneta, me acordé del vigilante, a quien le expresé mi agradecimiento por su fiel compañía. (...). Momentos después recibí el informe de la gente de seguridad de lo que había pasado la noche anterior. Dos hombres y una mujer, pagados por Escobar, habían comprado una casa hacía dos meses en el barrio Ciudad Jardín.
Durante ese tiempo estuvieron haciendo inteligencia de los horarios, recorridos y rutas de mi padre. Tenían calculado que pasaría más o menos entre once y doce de la noche. Instalaron un carro cargado con cien kilos de dinamita en un punto estratégico para hacerlo detonar cuando pasara. Milagrosamente, esa noche mi padre había decidido regresar más temprano. Cuando los sicarios se dieron cuenta de que el plan les había fallado, intentaron regresar el carro al garaje de la casa que habían comprado, con tan mala suerte que un vecino accionó un control remoto de su televisor y los cien kilos de dinamita les explotaron accidentalmente, afectando las casas vecinas. El ángel guardián de mi padre lo salvó de las garras de la muerte.
La guerra de Escobar en contra del orden establecido arreció de tal forma que no tuvo ningún inconveniente en ofrecer una recompensa económica por cada policía asesinado, dependiendo del rango que tuvieran en la institución. Fue la época más difícil de supervivencia para los uniformados en la capital antioqueña porque Escobar ofrecía dos millones de pesos por policía raso, cinco millones por suboficial y diez millones por oficial. Ante esta violenta arremetida, el Gobierno creó el Bloque de Búsqueda de la Policía Nacional, un comando especial compuesto por experimentados hombres jungla, de élite y con formación en Estados Unidos.
La gran mayoría de ellos había asistido a cursos en las principales agencias de seguridad del mundo y eran, por sobre todo lo demás, oficiales con una probada integridad, calificados como incorruptibles. Ante semejante desquicio, había que responder con más locura. Mi padre y mi tío no escatimaron un solo peso para alcanzar lo que ellos consideraban que sería su mayor victoria, tal vez con la esperanza de recibir el perdón de la sociedad, y la gratitud por liberar a Colombia de ese mal.
Lo que ignorábamos era que, para el mantenimiento de este comando especial, mi padre y mi tío contribuían semanalmente con una suma fija que oscilaba entre ciento cincuenta y doscientos mil dólares. Además, le habían puesto precio a la cabeza de cada uno de los lugartenientes encargados, no solo de la seguridad de Escobar, sino también de la planificación y ejecución de los actos terroristas. (...)
Una y otra vez, Escobar logró evadir los cercos que le tendía el Bloque de Búsqueda y, aunque le escuchaban la voz y lo monitoreaban las veinticuatro horas del día, no podían capturarlo y tampoco acercarse a sus escondites. La capacidad de movimiento del capo en Medellín y sus alrededores era tan grande que logró mantener la oleada terrorista en diversos lugares del país. Al mismo tiempo y como si fuera poco, Escobar hacía alarde de su gran capacidad para manipular los hilos del poder.
Él ha sido, lo repito, el único colombiano de extracción humilde que logró arrodillar y someter al establecimiento, que debió ceder ante la presión de sus actos bárbaros y estructurar la generosa legislación que le sirvió de fundamento para su sometimiento y entrega. El 19 de junio de 1991 los colombianos y el mundo entero fueron testigos de la rendición de Escobar y su ingreso a la famosa cárcel conocida como La Catedral, su nueva mansión privada, vergüenza eterna del Gobierno de entonces. Terminaba así un convulsionado periodo en el que Escobar triunfó claramente, porque no solo impuso sus condiciones, sino que logró imponer su voluntad en la Asamblea Constituyente, que abolió la extradición”.