LITERATURA
“La literatura consiste en imitar la vida, pero los periodistas no tenemos que imitar nada”: Germán Castro Caycedo
El escritor, que falleció este jueves a causa de un cáncer, ganó el premio Vida y Obra del Simón Bolívar en 2005. Este fue su conmovedor discurso sobre el oficio: “Plasmar esa vida, y para hacerlo resulta necesario conocer nuestro país, conformado por varias naciones culturales diferentes. Y desde luego, saber cuanto sea posible sobre el ser humano que habita en cada una de ellas”.
“La realización de un certamen de tanta importancia como este significa hoy un reconocimiento a la evolución de la crónica periodística en Colombia a través cinco siglos. Es que a partir del año mil quinientos empezaron a llegar a esta América hispana los primeros cronistas de Indias. Como resultado, América nació ante el mundo gracias a la crónica, que desde entonces es el género mayor de nuestro periodismo. Según registros, durante los dos primeros siglos pisaron estos suelos alrededor de medio centenar de cronistas españoles. Nuestro oficio viene de allá.
A partir de entonces, la crónica ha evolucionado. Ella ha sido el oficio de toda mi vida. Los cronistas de Indias fueron una legión. Para mí, los que conozco me resultan inolvidables… Gonzalo Fernández de Oviedo, Juan de Escalante de Mendoza, Fray Pedro Simón, Franciscantonio Pigafetta, Bernal Díaz del Castillo, Martín Fernández de Enciso, Francisco López de Gómara… Bueno… Ahora recuerdo una crónica de fray Antonio Vásquez de Espinosa, que relata el final de un gran buque, un galeón fuerte, de trescientas toneladas: a su regreso a España las ratas que llevaban a bordo, en parte como carne para el consumo, se reprodujeron de tal forma que finalmente perforaron el casco y frente a Cádiz el barco terminó en el fondo del mar.
La crónica representa para nosotros un pasado periodístico insuperable. Para mí, el nuestro es el más importante de esta América española. Hoy nos acompaña el famoso periodista estadounidense Gay Talese. En los Estados Unidos, década de los años sesenta, él y Tom Wolf permitieron definir lo que la crítica norteamericana llamó periodismo literario o reportaje de no-ficción, conocido también en aquel país como nuevo periodismo.
Pero, repito, eso ocurrió allá, en los Estados Unidos, en un contexto muy importante, pero a la vez, muy diferente del nuestro. Frente a aquello, y más allá del afán permanente por copiar definiciones, nombres y siglas de otros países, lo que se ha desarrollado en nuestro medio es la crónica, repito, considerada desde hace algunos siglos como el género mayor de nuestro periodismo.
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¿Por qué? Porque en ella confluyen todos los géneros de ese oficio: además de dar noticias, su desarrollo tiene que basarse en una estructura: lineal o secuencia rota. Y debe incluir tantas entrevistas cuantas versiones surjan en torno a un hecho. Y para contar es necesario manejar el tiempo dramático, y el tiempo de época, y la cronología; y también el factor sorpresa en busca de suspenso. Y el ritmo como resultado de la periodicidad con que sean ubicados los clímax o momentos intensos del relato.
Como narrativa no-ficción, la crónica debe detenerse en el contraste, un elemento siempre presente en nuestro mundo. Pero además, la crónica no puede prescindir del ámbito sensorial inherente a nuestra realidad y por tanto debe registrar invariablemente olores, sabores, texturas, sonidos, colores…
La literatura consiste en imitar la vida, pero los periodistas no tenemos que imitar nada. Nuestro oficio es plasmar esa vida, y para hacerlo resulta necesario conocer nuestro país, conformado por varias naciones culturales diferentes. Y desde luego, saber cuanto sea posible sobre el ser humano que habita en cada una de ellas.
En mi oficio, describir una travesía del tapón del Darién era llevar al lector a un escenario de selva y pantanos poblados por cardúmenes de peces que en algunas zonas le transmiten a la superficie de las aguas su color azul, rojo o amarillo. Como telón de fondo siempre están los tonos de la vegetación.
Al regreso de aquella travesía complementé mi trabajo con el pintor David Manzur. Se trataba de darle el tono que exigía el relato y comencé por indagar acerca de colores, tonalidades, coloraciones, efectos. Inicialmente se trataba del verde.
En aquellas jornadas había paseado la mirada de arriba abajo por la selva para registrar en mi memoria los cambios de luces y tonalidades según las diferentes alturas de la vegetación. Y combinando la experiencia personal con la del maestro, escribí: “La gran vegetación es verde. Arriba, en el contraluz, verde manzana, verde lechuga, verde turquesa, verde savia, pero a medida que uno continúa bajando la vista, la luminosidad empobrece gradualmente y entonces la sinfonía va decreciendo: verde musgo, verde oliva, verde montaña”.
Hace unos segundos hablaba del contraste como elemento de nuestra realidad: una de las diferencias de aquel mundo de colores, del concierto permanente de las aves que cantan en forma diferente según las horas del día o de la noche, o con el sabor de las aguas según las plantas del pantano en cada zona; el contraste, digo, son las enfermedades del lugar.
Como resultaba elemental hacer una simple lista de los males del Darién, busqué al profesor Mauricio Restrepo, investigador científico del Instituto Nacional de Salud, a quien le pregunté por los signos y los síntomas de aquellos males. Resultado: “Empiezas a sudar copiosamente, a sentir que te calcinas y luego te pones a temblar de frío. Y vas agarrando un color amarillo pálido, a veces verdoso, transparente. Afloran los huesos, estás flaco, débil y escuchas a toda hora, en todo momento, un tun-tun-tun-tun que te invade la cabeza, y entonces te vuelves zurumbático y te pones a blasfemar y más tarde a reír y a delirar:
“Es el paludismo”. En esta forma describí cada uno de aquellos padecimientos. Luego escuché al médico historiador Hugo Sotomayor. Él me aclaró que en aquella lista de enfermedades propias del Darién, no podía incluir la fiebre amarilla porque esa llegó en los buques que traían esclavos del África: precisión.
Pienso que en periodismo no ha existido, ni existe ni existirá objetividad en cuanto haya seres humanos de por medio: en cambio creo que los cimientos de nuestro oficio son el equilibrio y la precisión.
Cinco jóvenes estuvieron atrapados tres semanas en la caverna El Nitro en Zapatoca. Entonces yo no sabía realmente qué era una caverna.
Primer paso: consultar con un geólogo. Dijo que los especialistas en cavernas eran los espeleólogos. A la vez, luego de una semana de buscarlos, localicé a los jóvenes en Girón, un pueblo lejano de aquella caverna. En la casa de uno de ellos había un teléfono y logré hablar varias veces con ellos.
En tanto, el espeleólogo describió la caverna: pabellones cubiertos por rocas pequeñas, grandes, inmensas, que se han desprendido a través de los siglos.
Para avanzar es necesario, unas veces arrastrarse por el suelo. Otras, utilizar botas de montañista, trepar y descender apoyado por cuerdas, ganchos, poleas… Las rocas permanecen cubiertas por una capa resbalosa de guano, estiércol de los murciélagos.
Un montañista describió el calzado que se adhiere a las rocas, las cuerdas, los ganchos, pero además, los focos que utilizan para alumbrarse.
Los jóvenes calzaban zapatos tenis. Y se alumbraron inicialmente con una vela y una caja de fósforos.
Y luego, los murciélagos. En el mundo de las ciencias supe del profesor Enrique Villarraga, biólogo, especialista en murciélagos:
Sí, dijo él: hay murciélagos que se alimentan de frutas y de polen. Se llaman frugíferos: alas anchas, movimientos reposados; pueden hacer vuelos estacionarios.
También hay insectívoros: alas delgadas como aviones caza. Vuelo rápido y versátil para perseguir a sus presas.
Y, ojo: los que llaman vampiros sí chupan sangre, pero de semovientes. No de seres humanos.
Sin aquello, un principiante hubiera titulado su crónica, “Dos semanas jugándose la vida en el mundo de los vampiros”.
Y en las cavernas hay peces sin ojos, sumidos en aquella oscuridad. Los cinco jóvenes aceptaron haber captado con sus dedos el roce cuando buscaban agua en una pequeña corriente. Dijeron también que cerca del final de la aventura, en algunos momentos desaparecía la oscuridad y se veían en las cocinas de sus casas. Veían comida, veían a sus madres.
Escenas clásicas del Teatro Negro de Praga, que ya conocía. Sin embargo, ajusté algunos detalles con Jorge Alí Triana, director formado en esa escuela. Luego era necesario consultar con un neuropsiquiatra. Se trataba de alucinaciones. Los jóvenes habían entrado en una etapa crítica.
Antes de viajar en su búsqueda, ellos contaron por teléfono que habían logrado saborear trozos de guayabas que caían del techo. Luego constaté que la historia coincidía con una cosecha de esa fruta en la zona. Explicación lógica: los jóvenes permanecieron, justo bajo una comunidad de murciélagos frugívoros, es decir, a unos sesenta metros de la entrada a la caverna.
Finalmente, ya en su pueblo hablé con ellos varias veces: una entrevista en grupo, luego varias individuales. Para finalizar, llevé hasta la caverna a los dos más locuaces. Penetramos un tanto. Resultado: allí, ellos ya no recordaban: estaban reviviendo su historia en una forma intensa.
Esta es la crónica que uno hace hoy en Colombia”.