Análisis
Francisco, el papa que intentó salvar la Iglesia: escándalos, reformas y un legado que desafía a su sucesor
Francisco es el último gran referente de la Iglesia católica; sin él, el Vaticano estará en problemas. Por Camilo Chaparro*

Jorge Mario Bergoglio no encajaba en las formas del Vaticano, demasiado rigorismo y una opulencia clasista de un sector de la curia que ofendía a Dios. El cardenal argentino tenía dos posibilidades después de aceptar la misión: acomodarse a las maneras del pontificado –reinar con esplendor y gobernar con timidez– o asumir la postura valiente, e intentar una transformación, no total –imposible en una Iglesia que camina con dos mil años de historia a su espalda–, pero sí significativa.
Desde el instante de la elección de su nombre, Francisco marcó su camino: la apertura a la periferia y con ello, el abrazo para acoger a marginados y descartados.
Su elección salvó y revitalizó una Iglesia desgastada, que tenía impregnado en los muros santos el olor a flores de velorio. La barca de San Pedro amenazaba con un naufragio universal por los múltiples escándalos de pederastia, y su criminal carrusel de encubrimientos; el lobby gay, que asustaba con dar un golpe de Estado; la traición de los cuervos al papa Benedicto XVI y, como prueba de ello, la guerra de filtraciones infame de documentos secretos; cardenales gastando el dinero a manos llenas en lujos y de trasfondo el fétido Banco de Dios, o Banco Vaticano, desde su génesis escondite de las fortunas de dictadores, traficantes de armas, corruptos y toda clase de ovejas descarriadas.

Un gran sector del cónclave de marzo de 2013, convocado tras la renuncia del pastor alemán, asumió el reto de elegir a un papa de transición que colocara en orden la casa de Dios. Una voz con autoridad que gritara sin dudas: “Aquí mando yo”. Necesitaban un pastor diferente, viejo –76 años–, pero con juventud renovada. Un hombre capaz de apaciguar la tormenta y reconquistar al mundo católico.
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Cardenales de Estados Unidos, Alemania y Brasil buscaron entre sus colegas un purpurado muy diferente a Ratzinger. Un hombre con carácter y sin las banalidades de ser rey; con menos densidad doctrinal y mucha más teología de calle –“Prefiero una Iglesia herida, que encerrada”–.
Desde su primera hora, el cardenal, con sangre de emigrantes italianos que encontraron la tierra prometida en Argentina, reformó el código penal del Estado Vaticano, aumentó los delitos de abusos contra los menores y anunció que todo aquel religioso comprometido con estos crímenes sería entregado sin contemplación a la justicia ordinaria. Tolerancia cero, un simple emblema durante los pontificados de Juan Pablo II y Benedicto XVI, dejó de ser un mensaje publicitario, para convertirse en un verdadero propósito en las manos de Francisco. Creó la Secretaría de Economía para manejar los recursos de la Iglesia y así lograr la transparencia del Banco Vaticano, sometido hoy a las normas internacionales y no al capricho de la curia romana.

Impulsó una transformación de la Iglesia para reducir su centralismo, hablar de democratización y escuchar a los fieles; eliminar su estructura piramidal e incluso mermar el poder del papa. Refrescó el Colegio Cardenalicio con purpurados de todas partes. El cónclave que elegirá a su sucesor será el más diverso de la historia.
Persiguió y señaló a importantes sacerdotes corruptos. El expapable Angelo Becciu, fue condenado a cinco años y medio de cárcel por fraude financiero. El mayor juicio por corrupción en la historia de la curia. Con maromas financieras, el purpurado dejó un agujero en las arcas de la Iglesia por más de 139 millones de euros.
A pesar de los francotiradores escondidos y protegidos tras la sotana del papa emérito Benedicto XVI, Bergoglio logró calmar la fiebre –pero no la enfermedad– que amenazaba con provocar un cisma por su tolerancia y apertura a otros credos, sus palabras sobre los gais: “No soy quién para juzgarlos”. La autorización del obispo de Roma para bendecir a las parejas del mismo sexo, eso sí, con una aclaración monolítica: “Bendecir no significa aprobar la unión”.

Su postura progresista hacia las mujeres, también le causó problemas internos. Aunque se mantuvo en rechazar el sacerdocio femenino, su apuesta se centró en visibilizar el papel de la mujer en la Iglesia. “Uno de los grandes pecados –dijo el papa– que han cometido es masculinizar la Iglesia, porque en realidad la Iglesia es mujer”.
Raffaella Petrini, religiosa franciscana, desde el 1 de marzo de 2025, se convirtió en la primera mujer en ocupar un alto cargo dentro de la estructura, casi inamovible y extremadamente machista, de la Santa Sede. Fue nombrada presidenta del Governatorato, Gobierno, del Estado Vaticano. Y antes de ella, Francisco había roto una tradición de dos mil años, designó como “ministra” a la también religiosa Simona Brambilla –la nombró prefecta del Dicasterio para la Vida Consagrada–. Nunca un pontífice había reemplazado a un cardenal por una mujer.
En octubre de 2023, el sucesor 266 de Pedro, inauguró el primer sínodo –asamblea de la Iglesia– en el que las mujeres pudieron opinar, proponer y votar en un proceso de cambios estructurales. Durante 20 siglos, desde el Concilio de Jerusalén, año 50 después de Cristo, hasta nuestros días, todas las decisiones del clero, las habían tomado los hombres.

El fervor del papa por las mujeres tiene dos vértices: el evangélico, la necesaria reivindicación histórica de las mujeres, específicamente dentro de la Iglesia, papel simbolizado por María Magdalena, “la apóstol de los Apóstoles”, la mujer que estuvo al lado de Jesús en sus horas más difíciles. Y el vértice personal, por amor a su abuela Rosa Vasallo, su mayor apoyo. Fue ella la que mejor lo comprendió cuando decidió abandonar su carrera de químico para internarse en la vida espiritual, consagrada el 13 de marzo de 2013, cuando en la quinta ronda de votaciones del segundo día del cónclave, fue elegido como el pastor universal de la Iglesia.
En uno de sus momentos más críticos, Francisco aplicó la mano de hierro para evitar un motín y fijar un precedente. Excomulgó al exnuncio en Washington, monseñor Carlo Maria Viganò, uno de sus más recalcitrantes contradictores. Lo halló culpable del delito de cisma. Y en diciembre de 2023, apartó a otros que impulsaban la traición. Le quitó el sueldo y el apartamento al cardenal estadounidense Raymond Leo Burke. Ya lo había sacado del cargo de prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe –antes el temible y candente Santo Oficio–.
El golpe contra el sector más conservador de la curia hizo que sus más severos críticos bajaran el tono de la conspiración, pero el daño ya estaba hecho. Los ecos de las decisiones en Roma aún retumban en gran parte del clero. Entre los diez cardenales electores de Estados Unidos, por ejemplo, hay por lo menos cinco que consideran que a Francisco se le fue la mano en aflojar en temas doctrinales, que le faltó rigor y despreció la tradición.

Burke, considerado el “Donald Trump” del colegio de cardenales, defensor a ultranza de la doctrina conservadora, es la punta de lanza contra el legado de Francisco, pero sectores algo más moderados y benévolos con el pontífice muerto, trasmiten el mismo mensaje: “Busco en el próximo papa el corazón cálido de Francisco, pero con más claridad y tradición”, ha dicho el purpurado Timothy Dolan, arzobispo de Nueva York e influyente en la elección de Bergoglio.
Después del reclamo de falta de rigor doctrinal, no son menores los cuestionamientos por bajar de un solo tajo la figura del papa del pedestal de reyes a simple cura callejero. Como símbolo de su apostolado, rechazó la pompa, las lujosas habitaciones del palacio pontificio y adoptó como vivienda un pequeño apartamento en la casa Santa Marta. No aceptó las prendas de los más pulidos diseñadores europeos. Prefirió seguir el camino con sus zapatos viejos.
Se convirtió en protector de los más pobres, defensor de los emigrantes, cuestionó a los creadores de muros, aseguró que el mundo ya escuchaba los tambores y detonaciones de una tercera guerra mundial por etapas, habló sobre el retroceso de las democracias y alertó al mundo sobre el crecimiento y expansión del populismo.

No se contuvo al enfrentar el primer mandato de Donald Trump y enviar mensajes directos en plena campaña electoral de Estados Unidos. En la tradicional rueda de prensa que instauró en los aviones de regreso a Roma después de cada viaje internacional, aseguró que ni Kamala Harris ni Trump.
El papa, de retorno desde Singapur, septiembre de 2024, situó a ambos candidatos en el mismo lugar donde es pecado grave tanto el aborto como la deportación de los migrantes: “Ambos están contra la vida, el que expulsa a los migrantes y el que mata a los niños… Expulsar a los inmigrantes es maldad, y echar del seno de la madre a un niño es un asesinato. De esto hay que hablar claro y sin peros”. Les dijo a los votantes católicos que debían elegir “el mal menor… ¿Quién es el menor de dos males? ¿Esa señora o ese señor? No lo sé”.
Lampedusa fue el destino de su primer viaje. A la pequeña isla italiana sobre el Mediterráneo llegan al año miles de migrantes africanos y asiáticos, cientos de ellos mueren en ese intento por pisar Europa. Allí Francisco habló contra “la globalización de la indiferencia”. En sus homilías repitió: “Emigrantes y refugiados no son peones sobre el tablero de la humanidad. La trata de personas es un crimen contra la humanidad”.

En su autobiografía, Francisco escribió: “Yo también había nacido en una familia de emigrantes; mi padre, mi abuelo, mi abuela, como otros tantos italianos, se habían ido a Argentina y habían conocido el destino de quienes se quedan sin nada… Yo también habría podido estar entre los descartados de hoy, de ahí que mi corazón albergue siempre una pregunta: ¿Por qué ellos y no yo?”.
Su cruzada por los más necesitados, su voz muy baja contra la dictadura de Nicolás Maduro, sus críticas a Trump, el desprecio de un sector de la curia y sus roces con Javier Milei, quien llegó a decir que el Pontífice “era el representante del maligno en la tierra…” “Impulsor del comunismo…” y a quien incluso acusó de estar al lado de “dictaduras sangrientas…”, le significaron el título de papa comunista.
Los 47 viajes internacionales, a 66 países, encierran un simbolismo especial. Por primera vez, un papa llegó a Irak, un país devastado por la guerra y uno de los lugares más peligrosos del mundo, para unir en oración a una minoría cristiana y tender su afecto de pastor a islamistas chiitas. Fue –igualmente– hasta los confines de África, Oceanía y Asia, y se quedó con la frustración de todo papa: no poder visitar ni Rusia ni China.

Sería imperdonable dejar por fuera de su legado un momento. Un hombre solo, orando por toda la humanidad en medio de una tragedia universal. Durante el día lluvioso del 27 de marzo de 2020, Francisco impartió la bendición urbi et orbi. Una invocación especial para hacer frente a la pandemia. Desde un altar ubicado en la Plaza de San Pedro, totalmente vacía, intentó reconfortar a un mundo asustado por un contagio casi apocalíptico: “Nos dimos cuenta de que estábamos en la misma barca, todos frágiles y desorientados; pero, al mismo tiempo, importantes y necesarios, todos llamados a remar juntos, todos necesitados de confortarnos mutuamente. En esta barca, estamos todos”.
En los pasillos del Vaticano hay un penetrante aroma a cónclave. Se comienzan a perfilar los nombres de los posibles sucesores. Está en desarrollo el juego político, más que el espiritual. Es el cara a cara –por debajo de la mesa– entre el Espíritu Santo y Maquiavelo –donde más vale maña que fuerza–. En los murmullos cada vez más fuertes hay al menos seis papables, pero ninguno de ellos, calzará con tanta determinación las sandalias de Jorge Mario Bergoglio.
En el cónclave, más que un papa nuevo, estará en juego el futuro de su legado. Durante una entrevista a la cadena española Cope, le preguntaron a Francisco: ¿Cómo le gustaría que lo recordaran? “Como lo que soy: un pecador que trata de hacer el bien”. Y su autografía la cierra diciendo: “Yo soy solo un paso”.
*Periodista experto en asuntos del Vaticano. Fue Premio Rey de España de Periodismo y ha ganado dos Premios Simón Bolívar.