Industria farmacéutica
En Honda está una de las primeras farmacias de Colombia. Hoy es un punto turístico imperdible
Entre frascos y anaqueles la Farmacia Nueva Arturo Cerón preserva un pedacito de la historia patria.

Desde afuera parece una casa de madera más, en una esquina cualquiera de Honda. Pero una vez se cruzan sus puertas todo cambia: la penumbra revela frascos de vidrio alineados con rigor boticario, etiquetas impresas en una tipografía antigua y anaqueles que huelen a alcanfor y papel viejo. Es la Farmacia Nueva Arturo Cerón, uno de los establecimientos farmacéuticos más antiguos del país, levantado a comienzos del siglo XX en una ciudad-puerto que entonces era el ombligo del comercio fluvial colombiano. Hoy, más de un siglo después, sobrevive como testimonio vivo de una época en la que los medicamentos se preparaban a mano y los boticarios eran protagonistas de la salud y la cultura de los pueblos.
La fundó Arturo Cerón en 1890, cuando Honda era un punto de tránsito obligado para los viajeros que venían del Atlántico rumbo al altiplano, subiendo por el Magdalena, pues muchos llegaban enfermos, exhaustos, picados por mosquitos y asediados por la malaria. “La farmacia era muy importante en Honda porque ahí llegaban los barcos con toda esa gente enferma”, explicó Gregorio Sokolov, actual propietario y restaurador del inmueble. La mayoría venía con malaria, Cerón preparaba remedios con base en quina. Tenía bisulfatos, aceites y una cantidad de fórmulas para ayudar a quienes venían enfermos desde Barranquilla hasta Bogotá.
La botica, sin embargo, no atendía únicamente a los enfermos del puerto. Su ubicación estratégica, entre dos calles que conectaban el puerto de Caracolí con el de Arrancaplumas, la convirtió en un punto de paso obligado. En ese tramo había prostíbulos y bares, y el doctor Cerón, además de ser boticario, atendía a las trabajadoras sexuales del sector, para quienes producía pomadas, antisifilíticos y otros remedios. “Él exportaba el ‘Ungüento de Cerón’, que era como un parche león”, recordó Sokolov. Quitaba la rasquiña, desinflamaba, servía para reumatismos, para todo…
La farmacia tenía un laboratorio propio donde se elaboraban estos productos, y una imprenta –la Tipografía Azul– en la que se diseñaban las etiquetas de cada frasco. Todo era envasado ahí mismo, luego se cargaba en barcos que regresaban por el río hacia Barranquilla para ser distribuidos en otros países. Es decir, la figura del boticario en esta historia trascendía la simple venta de medicamentos: era inventor, empresario, proveedor del pueblo y, en este caso, hasta impresor y político, pues Cerón fue alcalde de Honda en dos ocasiones y fundador del Teatro Unión. “Era una persona muy importante para el pueblo”, resumió Sokolov. Con esa farmacia crio a toda su familia y fue un gran comerciante.
Tras su muerte en los años noventa, la farmacia fue cerrada y quedó en manos de múltiples herederos. No obstante, el deterioro fue inminente. Las lluvias comenzaron a colapsar los techos, los muros amenazaban con desplomarse, y los tres edificios que componían el conjunto –la botica, el gazebo central y el laboratorio químico– se fueron viniendo abajo. Fue ahí cuando Sokolov y su esposa, ambos arquitectos y sin ningún vínculo previo con Honda, decidieron intervenir.

De botica a museo
“Un día estábamos en la casa vecina y escuchamos un estruendo. Se había caído el laboratorio. El techo de la botica colapsó. Nos dio mucha tristeza”, recordó Sokolov. Y entonces dijimos: “Esto no puede desaparecer”. Así comenzó un largo proceso de negociación con los herederos, muchos de los cuales no vivían en Honda ni tenían interés en el predio. Finalmente, en 2005 lograron adquirirlo.
La restauración tardó más de tres años, financiada con recursos propios y trabajo paciente, pues no todo pudo salvarse: el laboratorio y el gazebo fueron pérdidas irrecuperables, aunque la botica principal, con su fachada en madera y su interior de vitrinas centenarias, fue reconstruida con fidelidad. “No queríamos que se volviera una casa privada. Nuestro interés era conservar la memoria histórica del pueblo”.
Por eso, durante mucho tiempo abrieron las puertas de forma permanente para que cualquier visitante pudiera entrar, hasta que pequeños robos –letreros, manijas, frascos– los obligaron a replegarse. Hoy, el espacio funciona como un pequeño museo patrimonial, con las vitrinas expuestas en el interior y con acceso abierto cuando los propietarios están presentes. Aun así, la farmacia ha adquirido un nuevo valor simbólico gracias a las redes sociales. Jóvenes de otras ciudades han comenzado a visitarla, a registrar sus detalles y compartir su historia. Paradójicamente, muchos habitantes de Honda no la conocen o la consideran “de otro lugar”.
“Es un fenómeno extraño. Hay gente que vive aquí hace 30 años y nunca había entrado. Es decir, hay una generación intermedia, entre los 50 y 60 años, que nunca la conoció. Por otro lado, están los muchachos, que son los que la han hecho más visible”, aseguró Sokolov.
Otra buena noticia es que poco a poco el ecosistema de objetos de la farmacia se ha ido reconstruyendo. Algunos visitantes han devuelto frascos y elementos que fueron vendidos años atrás. Otros han encontrado piezas extraviadas en mercados de pulgas. Incluso los antiguos herederos, al ver que el espacio se mantenía abierto al público, regresaron a donar libros y documentos que habían estado en sus casas. “Nos ha llamado desde Bogotá gente que compró un letrero hace años y que ahora lo quiere devolver para que esté donde debe estar”.
En los últimos años, la botica se ha integrado a un circuito más amplio de recuperación patrimonial en Honda, y al lado del Museo del Río Magdalena, el Museo del Banco de la República, la Plaza de Mercado, el Teatro Unión, la Casa del Sello Real y otras construcciones coloniales que conforman una red cultural en ascenso, ha incentivado el auge del turismo histórico.
“Honda ha surgido un poquito de las cenizas –reflexionó Sokolov–. Es un pueblo que representa lo que fue Colombia a principios del siglo e incluso antes”. Caminar por la Farmacia Arturo Cerón hoy es asistir a una clase de historia tangible. No solo sobre botánica medicinal y comercio fluvial, sino también acerca del valor de la resistencia civil, la restauración como acto de amor y la memoria como un gesto de persistencia.