Especial Turismo por Colombia
El turismo regenerativo siembra paz en Colombia. “Estamos sanando con la tierra”
Tres inspiradoras historias de comunidades desplazadas por la violencia que regresaron a Caquetá, Casanare y el Urabá antioqueño para sanar y hoy lideran un turismo diferente.

En un país en donde la biodiversidad convive con cicatrices históricas y los territorios fueron durante años vedados por el conflicto, el turismo regenerativo se está convirtiendo en una alternativa sostenible y transformadora que busca dejar una huella positiva: restaurar ecosistemas, reconstruir vínculos comunitarios y reconciliar la relación entre economía y naturaleza.
El concepto ha tomado fuerza en el mundo luego de la Declaración de Glasgow sobre la Acción Climática en el Turismo, impulsada por ONU Turismo, con el objetivo de promover un modelo circular y resiliente frente al cambio climático, especialmente en países megadiversos. En Colombia, esta visión encuentra eco en el Plan Sectorial de Turismo 2022- 2026, que propone una transición económica centrada en el bienestar humano y la armonía con la vida. Jeimy Cuadrado, coordinadora del programa de Recursos Naturales y Medios de Vida de WWF Colombia, explicó que “no se trata solo de conservar, sino de mejorar las condiciones del territorio. De lograr que la economía legal, la identidad cultural y el equilibrio ecológico se fortalezcan al mismo tiempo”.
Esta apuesta comenzó a materializarse en regiones que históricamente fueron epicentro de la violencia, la deforestación o los cultivos ilícitos, y que hoy están reinventando su destino desde abajo. Es decir, que donde antes hubo ganado extensivo, tala indiscriminada o miedo a transitar el bosque, hoy se construyen rutas de avistamiento, senderos interpretativos, bancos de hábitats o prácticas agroecológicas que generan ingresos dignos sin romper el tejido del lugar.
Esta transformación la impulsan, principalmente, familias campesinas, comunidades locales y alianzas entre saberes ancestrales y científicos. Su fin no es ofrecer comodidades, sino establecer una forma distinta de habitar el país: con escucha, respeto y compromiso, pues como lo han señalado voceros de ONU Turismo, el reto no es atraer turistas sino asegurar que su paso fortalezca el territorio en lugar de erosionarlo.
La Avispa
En ese camino de reconstrucción desde la raíz, algunas familias han encontrado un espacio de reconciliación. Es el caso de la Reserva Natural La Avispa, en Caquetá, donde el agua cae con fuerza desde lo alto de la montaña y dando forma a una cascada del mismo nombre: una suerte de magia cristalina que atrapa a los viajeros desde los folletos.
“A mi papá lo secuestraron en el 99”, recordó Daniela Chaparro, directora de la reserva. “Lo retuvieron junto a mi mamá. A él lo soltaron primero y a ella la dejaron como garantía por dos meses”. En ese entonces, don César era un empresario reconocido en Florencia, dueño de varios restaurantes. A su regreso, la finca quedó en pausa. No se vendió, no se trabajó y tampoco se abandonó del todo: la montaña empezó a cerrar el camino sola.
Cuando el clima de seguridad permitió regresar, lo hicieron. Empezaron a hacer paseos, a visitar la cascada. “Mi papá tenía la opción de irse a otro país, de empezar de nuevo, y eligió quedarse. Siempre dijo que esta era su tierra”. Fue entonces cuando apareció un antiguo miembro del grupo armado, uno de los responsables del secuestro, a pedirle perdón. Don César lo escuchó y lo contrató.
Entonces la finca se volvió el escenario de una reconciliación silenciosa, sin discursos. En paralelo, abrió sus puertas a visitantes que subieron videos a redes y que hicieron que la cascada se volviera viral. Sin embargo, el turismo masivo trajo problemas como basura, ruido y contaminación. “La gente se nos metía hasta la cocina”, señaló Daniela, por lo que decidieron formalizar el proyecto. Lo inscribieron, buscaron apoyo, capacitaron guías y aprendieron a nombrar lo que antes no sabían cómo hacerlo.
Luis Miguel Murcia, biólogo de Cartagena del Chairá y hoy pareja de Daniela, fue una de las piezas clave para esa transición. “Al principio, esto parecía un lote abandonado. Sin embargo, cuando miramos de cerca entendimos que era selva regenerándose”, y aprovecharon para hacer un inventario florístico con el que identificaron especies endémicas, trazaron senderos, convirtieron el monte en aula y entendieron que el valor del lugar estaba en su proceso.
En ese sentido, Julián Guerrero Orozco, exviceministro de Turismo, explicó que los territorios que han vivido el conflicto suelen encontrar en el turismo una forma de resignificarse. “Cuando las comunidades empiezan a recibir visitantes que valoran lo que tienen, reaprenden a ver sus paisajes. Es como prestarles otros ojos”. En el caso de La Avispa, esa mirada externa sirvió para reconstituir el vínculo interno y lo que era dolor se volvió relato, y lo que era estigma, oportunidad.
A diferencia del turismo sostenible -que busca mitigar impactos negativos-, el turismo regenerativo plantea una regeneración activa de los ecosistemas y los vínculos comunitarios. En La Avispa eso se ha traducido en prácticas concretas: capacidad de carga limitada, senderos interpretativos, alianzas con biólogos y universidades, protocolos de residuos y una narrativa de hospitalidad basada en la memoria. “A la gente le gusta que uno les hable desde lo vivido”, dijo Daniela, y tiene razón porque es en esas conversaciones, mientras se seca el sudor bajo el bosque húmedo, donde los visitantes entienden que están pisando un camino por el que la violencia pasó y fue transformada.
Desde 2015, la reserva opera con estándares de calidad certificados. Participó en convocatorias como Fondo Emprender, recibió apoyo de Corpoamazonia, adaptó su infraestructura con baños, puentes y caminos. Su mayor logro, sin embargo, ha sido hablar en voz alta del pasado sin que duela como antes. “Nosotros queremos que quienes vengan aquí se conviertan en embajadores del Caquetá. Que hablen bien de esto, que se lo lleven en el cuerpo”, aseguró Daniela.

En el Santuario de Surikí
Otros procesos en regiones distintas comparten ese impulso de sanación con la tierra. En el Urabá antioqueño, por ejemplo, una familia desplazada por la violencia encontró en la restauración del bosque y en la convivencia con los jaguares una forma de romper la lógica de la guerra.
“Nosotros volvimos porque queríamos sanar”. Así resumió Enilda Luz Jiménez el inicio de un proceso que partió de la decisión ineludible de no avivar la violencia. Todo esto lo contó mientras caminaba por un trozo de bosque restaurado en la Reserva Natural Surikí, un santuario que nació del despojo y el perdón en el Urabá antioqueño, una región golpeada por la guerra.
La historia comenzó en los años sesenta, cuando su padre llegó al corregimiento de Nueva Colonia, en Turbo. Compró tierras, crio ganado, sembró banano. Fue ganadero y cazador, y fundó una familia de 21 hijos. “Somos 100 entre sobrinos y sobrinos nietos”, contó Enilda. Pero la violencia, primero de la guerrilla y luego de los paramilitares, desbordó todo y en 1986 fueron desplazados bajo amenaza. Luego, su padre fue secuestrado, y en 1995 asesinado. Mucho tiempo después supieron la verdad: “Fue HH, en persona, quien reconoció haber comandado el operativo”, advirtió.
La familia se fragmentó, se dispersó por distintos pueblos mientras las tierras quedaron vedadas por el miedo, pues no hubo entierro ni retorno. Hasta que, un par de décadas más tarde, empezaron a volver. Primero en silencio, luego con herramientas. En 2015 levantaron ahí mismo un cambuche. En 2017 volvieron con intención. Para 2021 ya existía oficialmente la reserva, pero el retorno no fue simplemente físico, también implicó renunciar a la lógica con la que habían sido criados.
“Trajimos las primeras vacas y un jaguar se comió una. Luego otra. Y otra”, recordó Enilda. Y ahí estalló el dilema. Algunos hermanos querían ir a cazarlo. Uno, incluso, salió armado. Ella lo detuvo. Le dijo, mirándolo fijamente: “Si le disparás al jaguar, le disparás a todo esto”. Esa escena marcó el nacimiento de Surikí como proyecto regenerativo.
A diferencia del turismo sostenible, el turismo regenerativo propone sanar el daño ya causado. Restaurar, devolver, reverdecer. Surikí lo hace desde la práctica, sin haberlo aprendido en manuales. “Nos dimos cuenta de que tumbar el bosque para hacer potrero era hacerle a la selva lo mismo que nos hicieron a nosotros -recordó Enilda-. Quitarle su casa, su derecho a existir”.
Por eso, en lugar de deforestar, se les metió en la cabeza la idea de estudiar el ecosistema, y con el apoyo de biólogos y ecólogos locales hicieron un inventario de fauna con el que encontraron 16 especies en riesgo de extinción, entre ellas jaguares, manatíes, titíes, ranas, aves y reptiles. Luego empezaron a monitorear con cámaras trampa, a usar tecnología como iNaturalist y a capacitar jóvenes de la región. Hoy, muchos de ellos, antiguos cazadores, son guías de avistamiento.
¿Y el turismo? Llegó hace poco sin ser planeado como negocio, se adhirió como el resultado natural de esa otra forma de habitar. La gente empezó a oír del lugar y se tejieron alianzas con el puerto cercano, con universidades, con otras reservas. Las vacas siguieron allí y ya no pastan en campo raso, hacen parte de un modelo de ganadería regenerativa, con cercas vivas, campanas, árboles nativos y ciclos de pastoreo rotacional.
Enilda insistió en que “aquí todo lo que hacemos está basado en el cuidado de la vida”. Se refería a que incluso los ingresos del turismo y la producción de leche se reinvierten en restauración, tanto que han formado un banco de hábitats que tiene por objetivo participar en esquemas de compensación por biodiversidad. Es decir, convertir el cuidado en economía, sin que deje de ser cuidado.
Surikí se volvió, sin buscarlo, un referente en el Eje Bananero porque ahora las familias vecinas piden asesoría para no dejar que el jaguar se acerque a sus vacas, para dejar de canalizar ríos o secar humedales. Cuando eso sucede Enilda les responde con una lógica que mezcla ancestralidad y ecología: “Si el jaguar tiene qué comer en el bosque, no va a venir por tu ganado, y si el bosque está sano, el agua se regula sola. No hay que encerrarla”.
La reserva está enclavada en un corredor biológico entre el Parque Regional de los Manatíes y Puerto Antioquia. Es un lugar, como lo reconoce Enilda, en el que “sanamos en la tierra, sanamos con ella”.

Ecoturismo en Casanare
Si en Caquetá la montaña se convirtió en consuelo y en Urabá el bosque se defendió con convicción, en Casanare el pacto con la vida se teje a cielo abierto, entre llanuras que respiran y caballos que marcan el ritmo del día. Allí, a orillas del río Ariporo, una casona construida en palma y madera comienza a recibir pasos lentos y voces quedas. Es el ecolodge Juan Solito, donde los viajeros duermen con la selva y despiertan con otra mirada.
“Yo crecí con prejuicios”, admitió Santiago Barragán, actual gestor del proyecto e hijo del fundador. “Pensaba que el campo era atraso, que la ciudad era el lugar del conocimiento, y me equivoqué. Aquí encontré la verdadera sabiduría”. La historia de Juan Solito no comienza con Santiago, sino con su abuelo Armando, quien compró el Hato La Aurora en 1974 y, sin saberlo, sentó las bases de lo que hoy es la reserva natural de la sociedad civil más grande del país: 17.000 hectáreas protegidas sin caza, sin deforestación, con ganadería extensiva en equilibrio con el bosque y las sabanas inundables, ya que en 1999, Nelson Barragán -padre de Santiago y poeta de campo- fundó el ecolodge Juan Solito y creyó en la conservación como un modelo de turismo de naturaleza, en una apuesta pionera para los Llanos Orientales.
En ese entonces, hablar de ecoturismo en Casanare parecía un desvarío. La región era dominada por arrozales industriales, palma africana, ganadería extensiva con pastos artificiales. Pero don Nelson persistió. Recibió a los primeros viajeros, adaptó las primeras habitaciones junto al río, diseñó las rutas de avistamiento de fauna. Y con el tiempo, demostró que cuidar la tierra es rentable.
El ecolodge hoy opera con una arquitectura coherente con el paisaje: techos de palma, corredores de madera, baños rústicos con vista al monte, habitaciones construidas en casonas llaneras; y no se limita a dejar dormir a sus visitantes bajo las estrellas; la experiencia incluye caminatas silenciosas para ver monos aulladores, paseos en canoa al amanecer, observación de aves, rastreo de felinos y noches de arpa criolla bajo los mangos.
“Una vez vi un jaguar a dos metros -contó Santiago-. Me miró sin parpadear. Fue como si la selva entera me pidiera permiso para existir”. Este tipo de encuentros, que se recuerdan como milagros, son el resultado de años de trabajo sostenido. La familia Barragán logró integrar la tradición ganadera con prácticas regenerativas: forraje natural, rotación de potreros, corredores biológicos, y actualmente parte de la reserva está destinada a un banco de hábitats, una figura legal que facilita la compensación ambiental a quienes transforman el ecosistema para explotarlo. La actividad turística financia, en parte, el monitoreo de especies como el oso hormiguero gigante, el jaguar, la anaconda y casi 300 aves residentes.
Desde esa perspectiva, como subrayaron en WWF Colombia, consolidar un turismo regenerativo exige alianzas, gobernanza comunitaria, conocimiento técnico y una ética compartida de respeto por el territorio. Ese entramado también se refleja en Juan Solito, un punto de encuentro entre ciencia, cultura, economía y espiritualidad, que además de transformar la relación de una familia con su tierra, permitió que cientos de visitantes experimenten una forma distinta de habitar el país.