Patrimonio
Del campo a los bares: así se ha popularizado esta bebida del Pacífico colombiano
El viche ha recorrido un largo camino desde las comunidades del Pacífico hasta los bares y restaurantes de las grandes ciudades. Su historia es la de una práctica excluida que hoy se reivindica como símbolo de identidad y resistencia afrocolombiana.
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Cada vez es más común encontrar viche en distintos rincones del país. Su consumo ya no se limita al Festival Petronio Álvarez de Cali, aparece en bares y restaurantes de las principales ciudades y en pequeños municipios andinos donde antes era impensable. Lo que fue una bebida clandestina elaborada en los palenques del litoral, hoy gana reconocimiento como símbolo de identidad afrocolombiana y orgullo del Valle del Cauca.
Su creciente presencia en el mercado y en espacios gastronómicos –además de convertirse en una fuente de sustento para las comunidades productoras, especialmente las mujeres– sugiere que podría llegar a ser uno de los destilados más representativos de Colombia. Este auge ha impulsado su valoración cultural y jurídica: su producción artesanal, transmitida por generaciones, fue protegida por ley como Patrimonio Cultural Inmaterial.
En medio de su auge actual y del reconocimiento como bebida alcohólica, sigue siendo ante todo una expresión de la cosmogonía afro-pacífica: integra medicina tradicional, celebraciones y pensamiento mágico-religioso. Su elaboración responde a un conocimiento ancestral transmitido por generaciones, con vicheros que hoy alcanzan hasta la sexta generación.
De acuerdo con el Plan Especial de Salvaguardia del Viche, los nodos vicheros se encuentran en 44 municipios de Chocó, Valle del Cauca, Cauca, Nariño y Antioquia. La zona rural de Buenaventura concentra la mayor producción, y a su casco urbano llega buena parte del viche elaborado, incluso desde municipios caucanos como Guapi y Timbiquí. Desde allí se comercializa principalmente hacia Cali y otras regiones del país. Tanto la producción como la distribución del viche están ligadas al agua: los ríos nutren los cañaduzales y, a su vez, conducen el destilado que nace de sus orillas.
Guardianas del viche
Milacy Montaño Granja, vichera de cuarta generación, recuerda que en su natal San Bernardo, corregimiento de Timbiquí, sus padres, abuelos y antepasados siempre cultivaron caña de azúcar a orillas del río Saija. Dice que su vínculo con el viche empezó antes de nacer: “Todos los días mi mamá, embarazada, iba al campo a cortar caña, y creo que desde ese instante uno empieza a tener conexión con esa planta y con esta tradición tan importante para nosotros, los afrocolombianos. Después de parirme me ponía en su espalda y se iba a rozar caña”.
Sofía Arroyo, también vichera de cuarta generación, evoca su infancia a orillas del río Cajambre, en la vereda Silva, Buenaventura, donde aún cultiva caña para su viche. Observaba a su madre, abuela y bisabuela cortar caña, y desde los 6 años se levantaba a las tres de la mañana para molerla hasta la una o dos de la tarde. “Era un trabajo duro –contó–, no entendía por qué tenía que madrugar tanto, pero hoy agradezco esa disciplina de mi mamá, porque gracias a ella aprendí bien el oficio y me convertí en vichera”.
Al igual que Montaño y Arroyo, hay decenas de mujeres expertas vicheras que han tenido que luchar contra viento y marea para mantener viva una tradición que, por la prohibición, el conflicto armado y la migración, ha estado en riesgo de desaparecer. En el caso de Montaño, a los 13 años las Franciscanas Misioneras de María le otorgaron una beca para estudiar el bachillerato. Lejos de dejarse deslumbrar por la comodidad de la ciudad, extrañaba el trabajo en la parcela familiar y regresaba en las vacaciones con entusiasmo para seguir aprendiendo el arte del viche. Cuando terminó sus estudios, volvió a su tierra y asumió la elaboración de la bebida con orgullo: “La ciudad nunca me hizo perder el amor al viche; al contrario, lo extrañaba, y cuando pude devolverme no lo pensé ni un solo minuto”, contó.
Arroyo no permitió que la violencia ni el conflicto armado rompieran su vínculo ancestral con la tierra y con el viche. “Como en el 95 o 99 mi hermano se llevó a mi mamá a Cali y yo me quedé en el río destilando. Como ella era vichera, me pidió que le mandara una prueba para ver si allá se podía vender, y así empezó el negocio”, recordó. Poco después su madre falleció y, años más tarde, el desplazamiento forzado la alcanzó. “Tuve que huir del río, pensé que me iba a quedar en Buenaventura, pero en 2005 o 2006 hubo una masacre y tuve que salir hacia Cali. Imagínese, yo con mis hijos pequeños, sin trabajo, sin nada. Entonces empecé a vender viche”. Tiempo después conoció a Sonia y Eduardo y se asoció con ellos para comercializar su viche, Doña Sofi, que llegó a manos de la reconocida sommelier Laura Hernández Espinosa.
Una bebida con tradición
Esta bebida ancestral empezó a ganar popularidad con las festividades tradicionales de pueblos como Timbiquí, donde los habitantes se reúnen para celebrar cumpleaños o fiestas patronales. En esos encuentros, los visitantes de otras veredas llegaban con sus grupos musicales, se hospedaban en casas de familia y compartían el viche que se preparaba para la ocasión. Al principio, la bebida se ofrecía como obsequio, pero con el tiempo, quienes la probaban comenzaron a pedirla para llevar. “Ya no pedían que se les regalara una botella, sino que querían comprar un galón para contribuir a la fiesta o tener en sus casas”, recordó Montaño.
Pero el verdadero impulso llegó con el Festival Petronio Álvarez. La primera edición fue en Cali en 1997. Entonces el viche comenzó a ser degustado por turistas que compraban botellas para llevar a sus familiares y amigos de otros lugares del país. Con la popularidad vinieron los problemas. Al ser una bebida artesanal sin los registros sanitarios exigidos por la ley colombiana, los decomisos se volvieron frecuentes. A esta persecución se sumó que, en 2018, una empresa registró ante la Superintendencia de Industria y Comercio el nombre ‘viche’ como marca, lo que implicaba que las comunidades del Pacífico no podrían usarlo libremente. Vinieron las protestas y las comunidades afrocolombianas lograron que la Superintendencia revocara la medida.
Esta situación encendió las alarmas y motivó la creación de espacios de defensa del saber ancestral, como la Primera Cumbre Vichera y la Mesa Nacional del Viche. Gracias a esa movilización, en 2019 el Consejo Nacional de Patrimonio aprobó la inclusión de los ‘Saberes y tradiciones asociadas a la producción del viche’ en la Lista Representativa de Patrimonio Cultural Inmaterial, lo que permitió avanzar en la formulación del Plan Especial de Salvaguardia. Finalmente, en 2021 se sancionó la Ley del Viche, que reconoció su valor cultural y ancestral, y la definió como una preparación artesanal y propia de las comunidades negras del Pacífico.
Sin embargo, la ausencia de un decreto reglamentario prolongó las dificultades para su comercialización. Los decomisos continuaron y algunos intermediarios aprovecharon el vacío legal para crear un mercado informal en el que pagaban precios irrisorios a los productores. Luego de tres años de trabajo conjunto con el Ministerio de las Culturas, las Artes y los Saberes, en diciembre de 2024 se firmó finalmente el decreto reglamentario. Este documento establece medidas para garantizar la preservación, difusión y reconocimiento cultural y territorial del viche, además de fijar los criterios que rigen su producción y comercialización.
Tras una historia de ires y venires, de persecución y hasta de intentos de apropiación comercial, pero también de resistencia y triunfos, ¿por qué el viche ha cobrado tanta popularidad? Según la sommelier Laura Hernández Espinosa, la respuesta está en su carácter “versátil y noble”. Esta bebida conserva “atisbos ahumados de la leña, una salinidad que le aporta el mar y una dulzura de la caña que la hacen muy agradable dentro del espectro organoléptico”. Además, el viche tiene algo más que sabor: cuenta una historia, la de las comunidades afrocolombianas del litoral, y esa narrativa también seduce a los consumidores.
En una región donde las oportunidades económicas son escasas, el viche se ha convertido en un verdadero pilar para las comunidades afro del Pacífico. A pesar de las trabas, la falta de apoyo institucional y los intentos de algunos por apropiarse de esta bebida ancestral o comprarla a precios irrisorios, las comunidades vicheras han resistido y se han organizado. Hoy muchas de ellas se han capacitado y comenzado a comercializar sus propias marcas, que empiezan a ganar reconocimiento no solo en el litoral Pacífico y en Cali, sino también en otras regiones del país.
Montaño, por ejemplo, creó su marca San Viche y se ha consolidado como una de las lideresas del movimiento vichero. Participó en la creación de la Asociación de Embajadores Vicheros del Pacífico Colombiano (ASEMVIP), una organización que busca salvaguardar la tradición y proteger a los productores del territorio y de los ríos, “para que tengan todas las garantías en la producción y se les pague lo justo”, afirmó. Por su parte, la sociedad que Arroyo conformó con Sonia y Eduardo ya empieza a dar frutos económicos. Además de venderle a la sommelier Hernández, distribuye su marca Doña Sofi a chefs de Cartagena, Cali y Medellín. Aunque su producción no es industrial, su nombre se ha vuelto cada vez más reconocido en el circuito gastronómico nacional.
Mucho más que licor
En cada destilado se resguarda una forma de pensamiento y una cosmogonía propias de las comunidades afrocolombianas. No se trata solo de una bebida alcohólica, sino de una herencia que comenzó con los primeros africanos esclavizados que llegaron al territorio colombiano y con los que huyeron y fundaron palenques en el litoral Pacífico. En las comunidades, donde no había médicos ni centros de salud, los mayores recurrían a sus saberes para tratar enfermedades: sembraban plantas medicinales y preparaban macerados, pero pronto notaron que estos se dañaban rápido y perdían su efecto. En su intento por conservarlos, comenzaron a mezclarlos con el destilado de caña y descubrieron que las propiedades se mantenían e incluso se fortalecían. Con el tiempo, esta práctica permitió crear remedios para cólicos, gripas, asma o dolores menstruales, usados tanto de forma tópica como oral.
