Ensayo

Por qué leer los clásicos (infantiles)

Empleando recursos propios del género, los clásicos infantiles indagan por las grandes preguntas de la literatura con igual o más profundidad que las obras para adultos.

Catalina Navas*
15 de octubre de 2019
Ilustración de 'Tengo miedo', de Ivar Da Coll.

Hay un lugar común que los lectores aceptamos con ligereza: la literatura para adultos es una sofisticación de la literatura infantil. Eso explica las frecuentes listas de recomendaciones literarias con títulos como “Diez libros infantiles que todo adulto debe leer”, o “Clásicos de la infancia que los adultos todavía encuentran fascinantes”. 

Bajo estos títulos inquietantes se oculta la suposición de que la literatura para niños es un género menor, algo a lo que los lectores adultos pueden acercarse como una excepción, como quien hace una concesión generosa; que son libros que se leen en la adultez a pesar de su simplicidad, de su extensión breve, de que un buen número de ellos ofrezcan la ilustración como otro camino de lectura. 

Sin embargo, es justamente por esas particularidades que la buena literatura infantil tiene la misma estatura que los clásicos memorables. Empleando recursos propios del género, los clásicos infantiles indagan por las grandes preguntas de la literatura con igual o más profundidad que las obras para adultos.

Revisemos por ejemplo la obra de la escritora inglesa Emily Gravett. En ¡Otra vez! (2011), editado en español por Ediciones Obelisco, Gravett llama la atención sobre el uso de estructuras literarias complejas. Allí desarrolla la historia de un dragón que antes de irse a dormir le pide a su mamá que le cuente siempre la misma historia. La madre, cansada por un día de trabajo incendiando cosas, va quedándose dormida e introduciendo variaciones en la historia original hasta que el pequeño dragón pierde la paciencia y ocasiona una catástrofe flamígera. ¡Otra vez! retoma la estructura tradicional de un tema con variaciones, de una serie de aventuras que mantienen una estructura similar que le da al lector seguridad frente a la variación episódica. Es en parte eso lo que nos deleita de la estructura de El Quijote, donde él y Sancho transitan por variaciones de un mismo episodio: una pareja para la que la realidad en la que se empeñan no corresponde a la realidad de los lectores. Don Quijote toma molinos de viento por gigantes, una venta por un castillo y un armatoste de madera por un caballo fantástico que lo eleva en el aire. Un tema con variaciones que intercala la premisa conocida con las particularidades de cada episodio.

Ilustración de ¡Otra vez!, de Emily Gravett.

No solo en temas estructurales Gravett retoma los motivos clásicos de la literatura: su obra se pregunta con recurrencia por un asunto que desarrolló Aristóteles en la Poética. Lobos, ganador en 2005 del premio Kate Greenaway Medal, cuenta la historia de un conejo que decide hacer frente a su miedo a los lobos investigando en su biblioteca local. En este libro, que retoma la rivalidad clásica entre depredadores y víctimas, la línea entre el texto que lee el conejo, el propio libro que el lector tiene entre manos y la historia central es difusa. Se diluye el límite entre lo representado y su representación. La autora le propone a la lectora, no importa que esta tenga ocho años o ya sufra de presbicia, un juego sofisticado: le permite que sea ella la que defina y se pregunte por la condición de realidad del texto que lee, lo que es en últimas una interrogación de la ficción de su propia realidad. Este no es un procedimiento cognitivo simple. Al aceptar la propuesta de la autora ahondamos en una de las preguntas fundamentales del quehacer literario: cuál es la relación entre naturaleza y el arte que la imita, y de qué manera habría que imitar la realidad para que el arte sea legítimo.  

Con Gravett nos encontramos ante una obra que retoma estructuras y cuestionamientos atemporales y los desarrolla en tramas que los niños disfrutan y reconocen de historias previas. Gravett no inventa nada: retoma con maestría.

Así como la obra de Gravett ahonda en las preguntas literarias de todos los tiempos, el colombiano Ivar Da Coll, autor de la entrañable serie Chigüiro, atiende asuntos que son relevantes para lectores de todas las edades.

En su libro Tengo miedo (1990), Da Coll hace un recorrido por los miedos de Eusebio, uno de sus personajes recurrentes. En este libro, ilustrado y escrito por el autor, Eusebio no puede dormir y se atormenta con imágenes mentales que se transforman en monstruos. El libro trata sobre los miedos infantiles que duermen en el armario durante la noche, pero también sobre los terrores de quienes vivimos en un país en el que la paz es frágil y parece habitar bajo el dominio de quienes se benefician de la guerra. Mientras el texto de Tengo miedo aparenta ser una historia que resuena únicamente en el imaginario infantil, las ilustraciones nos llevan al horror del desplazamiento, el secuestro y los atentados contra el medio ambiente. Tengo miedo es un libro que conmueve a quien aún le asustan los fantasmas, pero también a quien sabe que los espantos que más han de temerse son los que desplazan comunidades, desaparecen civiles poniéndoles botas de caucho y atacan estaciones de policía con pipetas de gas. 

En la misma clave siniestra resuena en adultos y niños El pato y la muerte (2008) de Wolf Erlbuch. En él se cuenta la historia de un pato que es seguido de cerca por la muerte. Ave y muerte se hacen amigos, nadan en el estanque, se sientan en la hierba y a veces el pato hace preguntas cuya respuesta tiene miedo de oír. Como adultos, leemos el libro y nos conmovemos de esa amistad improbable que surge entre dos oponentes naturales; nos conmueve el cuidado con el que la muerte responde a las preguntas del pato y el miedo apenas entrevisto que le tiene el animal a su amiga peligrosa. Los niños, en cambio, gozan con la línea narrativa tratando de adivinar cuándo y de qué manera la muerte cumplirá con su labor de siempre y si la amistad entre ambos personajes será capaz de alterar el desenlace tradicional. Al final de la lectura, idealmente compartida, la niña preguntará buscando en la falsa autoridad de la lectora adulta: ¿la muerte existe? ¿Cómo es la muerte? ¿Cómo es morir? ¿Qué hay después de la muerte?

Y es ahí cuando el clásico ofrece toda su belleza: en las preguntas que nos hace y en nuestra imposibilidad de contestarlas, tengamos cinco años o treinta y cuatro. 

Ilustración de El pato y la muerte, de Wolf Erlbuch.

El clásico es una obra que interroga al lector sobre todo cuando la lectura ha concluido y lo confronta con asuntos que exceden la historia y el universo literario. Sucede así con El pato y la muerte, con Tengo miedo y con los libros álbum de Emily Gravett. 

Se ha dicho que los clásicos son aquellos libros que pueden hablar de la condición humana sin importar el contexto en el que han sido escritos. Don Quijote cobra relevancia cada vez que un lector reconoce en la empresa inútil de convertirse en caballero la belleza poética que hay en establecer los propios límites e imponerse tareas que solo tienen valor para uno mismo. Sin embargo, los autores recogidos aquí nos lanzan a una nueva definición: un clásico es aquel que sobre todo, encuentra en emoción y estímulo intelectual a lectores que aún no decodifican el lenguaje escrito y a quienes ya han leído los otros clásicos.

Hay, además, un asunto donde los clásicos infantiles desbordan a los clásicos para adultos: la lectura de cualquiera de estos libros resulta más provechosa cuando es compartida con otros. Leer en conjunto las imágenes y leer en voz alta los textos, para quien no lee aún, es un descubrimiento para quienes habíamos entendido la lectura primordialmente como un acto solitario. Los clásicos infantiles nos dan a quienes los encontramos en la adultez un último regalo: encontrar compañeros de lectura en quienes todavía no leen como nosotros.

*Navas es profesora de Kinder y escritora. En 2019 publicará tres libros para niños y jóvenes: Mujeres de la Independencia (Planeta Junior), Camino del hielo (Planetalector), y una adaptación de Doctor Jekyll y Mister Hyde.