Novela de José Eustasio Rivera

‘La vorágine’: séptima y última parte

"Jamás, en ningún país, se vio tirano con tanto dominio en la vida y fortunas como el que atormenta la inconmensurable zona cauchera cuyas dos salidas están cerradas: en el Orinoco, por los chorros de Atures y de Maipures; y en el Guainía, por la aduana de Amanadona".

José Eustasio Rivera
17 de marzo de 2017
La selva llanera en Colombia.

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—Desde días atrás —me refiere Ramiro Estévanez— advertí los preparativos del ominoso acontecimiento. Ya se decía, a boca tapada, que varios sujetos habían logrado infundirle a Funes la creencia de que era apto para adueñarse de la región y hasta para ser Presidente de la república cuando quisiera. No resultaron falsos profetas los de aquel augurio: porque jamás, en ningún país, se vio tirano con tanto dominio en la vida y fortunas como el que atormenta la inconmensurable zona cauchera cuyas dos salidas están cerradas: en el Orinoco, por los chorros de Atures y de Maipures; y en el Guainía, por la aduana de Amanadona.

«Un día acudí a la casa del coronel, a tiempo que éste ajustaba la puerta del patio. Aunque intentó cerrarla rápidamente, alcancé a ver que en el interior había considerable número de caucheros sentados en los pretiles y en los poyos de la cocina, limpiando sus armas. Estos hombres fueron traídos de las barracas del Pasimoni, como después se dijo, y llegaron a medianoche a la población, en compañía de otros barranqueros pertenecientes al personal de distintos patrones, que los ocultaron con cautela.

»Funes alarmóse al notar que yo había observado a los gomeros y, buscando mi oído, secreteó con patibularia amabilidad:

»—¡No los dejo salir porque se emborrachan! ¡Son de los nuestros! ¿Qué se le ofrece?

»—Le debo mil bolívares a Espinosa y me tiene fundido a cobros. Si usted quisiera prestármelos...

»—¡Yo nací para los amigos! Espinosa nunca volverá a cobrarle. Usted con sus propias manos tendrá ocasión de saldar esa deuda. Esperemos que llegue el gobernador.

»Y Pulido llegó al atardecer, de regreso del Casiquiare, en una lancha de petróleo llamada “Yasaná”. En compañía de varios empleados, recogióse pronto porque venía enfermo de fiebre. Mientras tanto, sus enemigos, que habían limpiado de embarcaciones la costa para evitar fugas posibles, quitáronle el timón a la lancha y lo escondieron en la trastienda del coronel, cuyas tapias dan sobre el Atabapo.

»Vino a poco la noche, una noche medrosa y relampagueante. De la casa de Funes salieron grupos armados de winchesters, embozados en bayetones para que nadie los conociera, tambaleantes por el influjo del ron que les enardecía la amabilidad. Por las tres callejas solitarias se distribuyeron para el asalto, recordando los nombres de las personas que debían sacrificar. Algunos, mentalmente, incluyeron en esa lista a cuanto individuo les inspiraba antipatías o resentimientos: a sus acreedores, a sus rivales, a sus patrones. Marchaban recostados a las paredes, tropezando con los cerdos que dormitaban en la acera: ‘¡Marrano maldito, me hace caer!’.

»—¡Chist! ¡Silencio! ¡Silencio!

»En el estanco de Cappecci, gente indefensa jugaba a los naipes, acaballada en el mostrador. Cinco hombres, entre ellos Funes, quedaron acechándola en lo oscuro, para cuando se abriera fuego en la esquina próxima. Allá, en la alcoba del sentenciado, ardía una lámpara que lanzaba contra la lluvia lívidas claridades. El grupo de López, felonamente, se acercó a la ventana abierta. Adentro, Pulido, abrigado entre su chinchorro, sorbía la porción preparada por los enfermeros. De repente, volviendo los ojos hacia la noche, alcanzó a sentarse. ‘¿Quiénes están ahí?’ ¡Y las bocas de veinte rifles le contestaron, llenando la estancia de humo y sangre!

»Ésta fue la señal terrible, el comienzo de la hecatombe. En las tiendas, en las calles, en los solares reventaban los tiros. ¡Confusión, fogonazos, lamentaciones, sombras corriendo en la oscuridad! A tal punto cundía la matazón, que hasta los asesinos se asesinaron. A veces, hacia el río, una procesión consternaba el pasmo de las tinieblas, arrastrando cadáveres que pendían de los miembros y de las ropas, atropellándose sobre ellos, como las hormigas cuando transportan provisiones pesadas. ¿Por dónde escapar, a dónde acudir? Mujeres y chicuelos, desorbitados por un refugio, daban con la pandilla que los baleaba antes de llegar: ‘¡Viva el Coronel Funes! ¡Abajo los impuestos! ¡Viva el comercio libre!’.

»Como una saeta, como una ráfaga, empezó a correr una voz: ‘¡A la casa del Coronel! ¡A la casa del Coronel!’ Mientras tanto, en el puerto lóbrego tableteaba el motor de la Yasaná. ‘¡A dejar el pueblo! ¡A embarcarse! ¡A la casa del Coronel!’.

»Cesaron los tiros. En su sala, en su tienda, trajinaba Funes, recibiendo a las gentes incautas, separando con sonrisitas a los que pronto serían asesinados en el solar. ‘¡Usted, a la lancha! ¡Usted, conmigo!’ En breves minutos colmóse el patio de rostros pavóricos. Tras la puerta del muro que da sobre el río se situó González con el machete. ‘¡A bordo, muchachos!’ Y el que iba saliendo, rodaba decapitado, entre los hoyos que dieron tierra para levantar la edificación.

»¡Ni un grito, ni una queja!

»¡La noche, el motor, la tempestad!».

* * *

«Asomándome a la ventana del corredor, donde parpadeaba una lamparilla, vi arremolinarse en la oscuridad el rebaño de detenidos, recelosos de desfilar por la hórrida puerta, escalofriados por la intuición del peligro cruento, erizados como los toros que perciben sobre la yerba olor de sangre.

»—¡A bordo, muchachos!» —repetía la voz cavernosa, desde el otro lado del quicio feral. Nadie salía. Entonces la voz pronunciaba nombres.

»Los de adentro intentaron una tímida resistencia: ‘¡Salga primero!’ ‘¡Al que llaman es a usted!’ ‘¿Pero por qué me acosan a mí?’ ¡Y ellos mismos se empujaban hacia la muerte!

»En la pieza donde estaba yo comenzaron a descargar bultos y más bultos: caucho, mercancías, baúles, mañocos, el botín de los muertos, la causa material de su sacrificio. Unos murieron porque la codicia de sus rivales estaba clamando por el despojo; otros fueron sacrificados por ser peones en la cuadrilla de algún patrón a quien convenía mermarle la gente, para poner coto a la competencia; contra éstos fue ejecutado el fatal designio, pues debían fuertes avances, y dándoles muerte se aseguraba la ruina de sus empresarios; aquéllos cayeron, estrangulado el grito agónico, porque eran del tren gubernamental, empleados, amigos o familiares del aborrecido gobernador. Los demás, por celos, inquinas, enemistades.

»—¿Cómo es posible que lo encuentre sin carabina? —preguntóme Funes—. Usted no ha querido ayudarnos en nada. ¡Y eso que ya cubrí su deuda! ¡En este machete se lee el recibo!

»Y enseñaba contra el farol la hoja sanguinolenta y mellada.

»—No se exponga —agregó— a que el pueblo lo considere enemigo de sus derechos y su libertad. Es preciso adquirir credenciales: una cabeza, un brazo, lo que se pueda. ¡Tome este winchester y “rebúsquese»! ¡Ojalá se topara con Dellipiani o con Baldomero!

»Y cogiéndome por el hombro, muy amablemente, me puso en la calle.

»Por un lado del puerto, hacia la laja de Maracoa, se agruparon unas linternas y descendieron a lo largo de la orilla, alumbrando las aguas y el arenal. Eran unas mujeres que gimoteaban al través de los pañolones, buscando los cadáveres de sus deudos.

»—¡Ay! ¡Aquí le arrancaron los intestinos! ¡Lo tirarían a la resaca, pero ha de flotar al amanecer!

»En tanto, en los solares, tipos enmascarados movían sus velas, con afán de esconder entre los hoyos llenos de basuras los cuerpos de las víctimas y la responsabilidad de los matadores.

»—¡Bótenlos al río! No me los dejen en este patio, que no tardan en ponerse hediondos.

»Así clamaba una vejezuela, y, al verse desobedecida, amontonó ceniza caliente en las improvisadas sepulturas.

»A veces ambulaba por las esquinas alguna ronda de hombres protervos, que se atisbaban con desconfianza recíproca, disfrazando sus estaturas y sus movimientos por hacer imposible la identidad. Algunos se acercaban para tentarse la manga de la camisa, que debía estar remangada en el brazo izquierdo, pero nadie supo de fijo con quién andaba ni a quien perseguía su acompañante y se separaban sin interrogarse ni reconocerse. Pasó la lluvia, desaparecieron los cadáveres insepultos, y, sin embargo, el alba indolente se retrasaba en ponerle fin a tan nefanda noche de pesadilla. Cuando el pelotón iba a disgregarse, un hombre inclinó la cara sobre el vecino, alumbrándolo con la brasa del tabaco.

»—¿Vácares?

»—¡Sí!

»Y, en oyendo la voz gangosa, le infirió profunda facada en el ancho pómulo.

»Hoy me asegura el Váquiro que el mismo Funes fue quien le anduvo por el carrillo queriendo sajarle la yugular. Sólo que en San Fernando no se atrevía a revelar el nombre de su agresor, por miedo a las reincidencias del Coronel, ante quien daba pábulo a la leyenda de que su herida fue ocasionada en osado duelo, al abatir en la oscuridad a diez contendores apandillados.

»Y hubieras visto a qué extremos tan deplorables se abajaron los fernandinos por salvar su débil pellejo, haciéndose gratos al déspota y a sus áulicos. ¡Qué adhesiones, qué aplausos, qué intimidades! La delación fue planta parásita que enredaba a vivos y a muertos, y el chisme y la calumnia progresaron como peste. Los que sobrevivieron a la catástrofe, perdieron el derecho de lamentarse y comentar, so riesgo de que por siempre los silenciaran. Cada cual tornóse en espía, y tras de cerraduras y rendijas, hay ojos y oídos. Nadie puede salir del pueblo, ni averiguar por el deudo desaparecido, ni inquirir por el paradero del coterráneo, sin exponerse a ser denunciado como traidor y enterrado vivo hasta la tetilla, en la excavación que, forzadamente, lo obligan a hacer en un arenal, donde el calor lo vaya soasando y los zamuros le piquen los ojos.

»Mas no solo a los aledaños del caserío se circunscriben estas tropelías: por selvas, ríos y estradas va creciendo la onda del sobresalto, de la conquista, del exterminio. Cada cual mata por cuenta propia, mientras que muere, y ampara sus crímenes bajo supuestas órdenes del tirano, quien les da su aprobación tácita, para deshacerse de los autores, que deja entregados a su mutua ferocidad.

»La especie de que Pulido prosperaba adquiriendo caucho, es inicua farsa. Bien saben los gomeros que el oro vegetal no enriquece a nadie. Los potentados de la floresta no tienen más que créditos en los libros, contra peones que nunca pagan, si no es con la vida, contra indígenas que se merman, contra bongueros que se roban lo que transportan. La servidumbre en estas comarcas se hace vitalicia para esclavo y dueño... uno y otro deben morir aquí. Un sino de fracaso y maldición persigue a cuantos explotan la mina verde. La selva los aniquila, la selva los retiene, la selva los llama para tragárselos. Los que escapan, aunque se refugien en las ciudades, llevan ya el maleficio en cuerpo y alma. Mustios, envejecidos, decepcionados, no tienen más que una aspiración: volver, volver, a sabiendas de que si vuelven perecerán. Y los que se quedan, los que desoyen el llamamiento de la montaña, siempre declinan en la miseria, víctimas de dolencias desconocidas, siendo carne palúdica de hospital, entregándose a la cuchilla que les recorta el hígado por pedazos, como en pena de algo sacrílego que cometieron contra los indios, contra los árboles.

»¿Cuál podrá ser la suerte de los caucheros de San Fernando? Causa pavura considerarla. Pasado el primer acto de la tragedia, palidecieron; pero el caudillo que improvisaron ya tenía fuerza, ya tenía nombre. Le dieron a probar sangre y aún tiene sed. ¡Venga acá la Gobernación! Él mató como comerciante, como gomero, sólo por suprimir la competencia; mas como le quedan competidores en siringales y en barracas, ha resuelto exterminarlos con igual fin y por eso va asesinando a sus mismos cómplices.

»—¡La lógica triunfa!

»—¡Que viva la lógica!».

* * *

Calamidades físicas y morales se han aliado contra mi existencia en el sopor de estos días viciosos. Mi decaimiento y mi escepticismo tienen por causa el cansancio lúbrico, la astenia del vigor físico, succionado por los besos de la madona. Cual se agota una esperma invertida sobre su llama, acabó presto con mi ardentía esta loba insaciable, que oxida con su aliento mi virilidad.

Y la odio y la detesto por calurosa, por mercenaria, por incitante, por sus pulpas tiranas, por sus senos trágicos. Hoy, como nunca, siento nostalgia de la mujer ideal y pura, cuyos brazos rinden serenidad para la inquietud, frescura para el ardor, olvido para los vicios y las pasiones. Hoy, como nunca, añoro lo que perdí en tantas doncellas ilusionadas, que me miraron con simpatía y que en el secreto de su pudor halagaron la idea de hacerme feliz.

La misma Alicia, con todos los caprichos de la inexperiencia, jamás traicionó su índole aseñorada y sabía ser digna hasta en las mayores intimidades. Mi encono irascible, mi rencor perenne, el enojo que siento al recordarla, no alcanzan a deslucir esa honestidad que, por fuerza, debo reconocerle y abonarle, aunque hoy la repudie por degradada y pérfida. ¡Cuánta diferencia entre ella y la turca, a quien vence en todo, en gracia como en juventud! Porque esta jamona indecorosa alcanza los límites de la marchitez y de la obesidad. Así lo noté desde que la vi. Aunque pasa de los cuarenta, no se le descubre ni una «cana blanca», por milagro de sus cosméticos: ¡pero yo se las adivino!

¡Oh, fatiga de la presencia que disgusta! ¡Oh, asco de los besos que no se piden! Estaba obligado a disimular, en provecho de nuestros planes, esa repulsión que la madona me produce, y a no tener descanso en mi desabrimiento, pues ninguno de mis amigos ha podido sustituirme en el ruin oficio de tenerla propicia. Ella los rechaza porque sabe que el del saldo en la casa Rosas sólo soy yo. Ensayé, para libertarme, el gesto cansado, la frase dura, el desprecio que levanta ampolla. Por fin rompí con ella violentamente. Y hoy no hallo qué hacer para reconquistarla.

Sucede que estas noches los siringueros han invadido el zarzo de las mujeres, para gozarlas como premio de su semana, según vieja costumbre. Hediondos a humo y a mugre, apenas acaban de fumigar, se le presentan al centinela y con gesto lascivo encargan el turno. Los menos rijosos cambian su derecho a los impacientes por tabacos, por goma o por píldoras de quinina. Anoche, dos niñas montubias lloraban a gritos en lo alto de la escalera, porque todos los hombres las preferían y les era imposible resistir más. El Váquiro, amenazándolas con el foete, las insultó. Una de ellas, desesperada, se tiró al suelo y se astilló un brazo. Acudimos con luces a recogerla y la guarecí en mi chinchorro.

—¡Infames, infames! ¡Basta de abusos con estas mujeres, desgraciados! ¡La que no tenga hombre que la defienda, aquí me tiene!

Silencio. Algunos indígenas se me acercaron. En el otro caney sonrieron unos jayanes que estimulaban su sensualidad con chistes obscenos. Y, mirándome, continuaron su ocupación, encendidos en la trémula llamarada de los fogones, sobre cuyo humo hacían voltear —como un asador— el palo en que se cuajaba el bolón de goma, bañándolo en leche a cada instante con la «tigelina» o con la cuchara.

—Oiga —me dijo uno— si tanto le duele lo sucedido, hagamos un cambio: préstenos la madona pa probarla.

Y la madona se enfureció porque no castigué al atrevido.

—¿Te quedas manicruzado ante lo que oíste? ¿Para mí sí no habrá respeto? ¿Quieres decir que no tengo hombre? ¡Alá!

—¡Los tienes a todos!

—¡Pues entonces me paga lo que me debe!

—¡Nada te debo!

Y esta mañana, cuando por consejo de mis amigos fui a darle satisfacciones y a reconocerme deudor, la encontré ataviada, energúmena, lacrimosa.

—¡Ingrato, decirme que no cumple sus compromisos!

Cogile la mejilla, sin saber en dónde besarla, cuando, de pronto, retrocedí descolorido de emoción y gané la puerta.

—¡Franco, Franco, por Dios! ¡La madona con los zarcillos de tu mujer! ¡Con las esmeraldas de la niña Griselda!

* * *

¿Cómo pintar la impresión penosa que fue ensombreciendo el rostro de Franco al escuchar mis exclamaciones? Sentado en la barbacoa, en compañía de Ramiro Estévanez, miraba tejer mapires de palma al Catire Mesa, quien les explicaba el modo sencillo de urdir la tramazón. Con denuedo instintivo apenas pronunció el nombre de su mujer, apretó los puños como apercibiéndose para defenderla; pero luego inclinó la frente, encendida por el rubor de la honra agraviada.

—¿Qué me importa la suerte de esa señora? —afirmó rabioso.

Y, destejiendo la canastilla, aparentaba tranquilidad.

De repente dijo con tono brusco, como una cuchillada en nuestro silencio:

—¡Quiero ver los zarcillos, quiero convencerme! ¿Dónde está la turca ladrona?

—Cállate, que nos pierdes —le suplicamos— porque Zoraida venía hacia nosotros, trayendo en la boca un cigarrillo sin encender. Franco, taimado, le brindó fósforos, y cuando la madona se inclinó hacia la llama, lo vi dominar el impulso de agarrarla por las orejas.

—¡Ésos son, ésos son! —repetía al volver. Y se echó boca abajo en el chinchorro, sin decir más.

Definitivamente, desde ese momento, me abandonó la paz de espíritu. ¡Matar a un hombre! ¡He aquí mi programa, mi obligación!

Siento en mi rostro el hálito frío, anuncio de las tempestades. A mal tiempo llega la hora tan calculada, tan perseguida. Lo que pedí al futuro es presente ya. Mientras avancé sobre la venganza, el conflicto final me parecía pequeño, por lo remoto; mas hoy, al ver de cerca el desenlace, hallo desmesurada esta aventura, cuando estoy sin salud y sin energías para engallarme y arremeter.

Pero no me verán buscarle la curva al peligro. Iré de frente, contrariando la reflexión, sordo al oscuro aviso que se eleva desde el fondo de mi conciencia: ¡morir, morir!

Lo que más me agrava el aturdimiento es la opinión unánime de mis amigos sobre el modo de rematar la situación:

—Si Barrera está por aquí, ¿cuál es mi deber?

—¡Matarlo, matarlo!

Y tú mismo, Ramiro Estévanez, sostienes el fatal consejo, a tiempo que yo, tal vez por cobardía, esperaba de tu cordura, fórmulas piadosas. Seré inexorable, pues lo queréis. ¡Gracias a vosotros, vendrá la tragedia!

¡Que conste!

* * *

¡La niña Griselda, la niña Griselda!

Franco y Helí la vieron anoche, sobre el puente de un batelón que ha dado en venir al rebalse próximo a embarcar el siringa robado. Alumbraba con una lámpara la faena contrabandista, y si no distinguió a mis compañeros, al menos ya sabe que la buscamos, porque Martel y Dólar se lanzaron a agasajarla, y ella, al partir el barco, se llevó los perros.

Fue Ramiro Estévanez quien primero supo que los indios trasponían la goma de los depósitos, cargándola, entre las tinieblas, hacia embarcaderos insospechados. Dióle el denuncio mi protegida, cierta noche que le vendaba el brazo enfermo; y, enterados de la ocurrencia, nos apostó la india en un escondite para que viéramos sucederse la línea de bultos por entre la maleza encubridora. Diez, quince, veinte nativos de los que sólo entienden la lengua yeral, pasaban con sus cargas, pisando en el silencio como en una alfombra. Para mayor sorpresa cerraba el desfile la madona Zoraida Ayram.

«¡Cogerla! ¡Secuestrarla! ¡Impedir el viaje!». Así cuchicheábamos viéndola fundirse en la oscuridad. Sin tiempo de echar mano a las carabinas, ocultas desde nuestra llegada, corrimos al tambo de la mujer. La lamparilla de encandilar murciélagos latía como una víscera. El equipaje, intacto. La hamaca, aún tibia, estaba repleta de mantas y cojines, para simular bajo el mosquitero un cuerpo dormido; aquí las chinelas de piel de tigre; allá la colilla del último cigarrillo, humeando todavía en el rincón. Estos detalles nos permitían respirar con sosiego. La madona no había salido para escaparse. Pero debíamos vigilar.

En la noche siguiente dimos comienzo a nuestros planes: Franco y Helí, con taparrabos y con fardos al hombro, entraron desnudos en la fila de los cargadores, por conocer la ruta del incógnito puerto y atisbar las maniobras de los aborígenes. Mientras tanto, Ramiro entretuvo al Váquiro en su caney y yo pasé la noche con Zoraida. Sobrevino una imprevisión adversa o propicia: los perros, viéndose solos, cogieron el rastro de mis compañeros y encontraron a su antigua dueña, que, mañosamente, se los llevó, sin decir palabra.

—A no haber sido por los cachorros —me declaraba Franco al amanecer— no la hubiera reconocido. ¡Tan espectral, tan anémica, tan consumida! Grave error cometimos al desertar de los indígenas cuando columbramos las luces del barco. Abiertos de la fila, en la oscuridad, observamos a corto trecho lo que pasaba. Pero si hubieran descubierto nuestra presencia, nos habrían asesinado. La pobre mujer, alzando una luz, miraba angustiosa a todas partes; y en breve desatracaron y se fueron.

—¡Qué desgracia! ¡Corremos el peligro de que ya no vuelva!

Entonces el Catire afirmó:

—Desenterradas nuestras carabinas y en achaques de salir a cauchar, rondaremos estas lagunas desde hoy. Fácil cosa es hallar la guarida del bongo. Si la niña Griselda está con los perros, bastará silbarlos.

¡Hace cinco días que se hallan ausentes, y la incertidumbre me vuelve loco!

* * *

La madona está cavilosa. Su disimulo es incompatible con mi paciencia. A ratos he querido reducirla con amenazas, hablarle de Barrera y de los enganchados, obligarla a revelar todo. Otras veces, desligado de la esperanza, intento resignarme a los caprichos del destino, a la fatalidad de los sucesos sobrevivientes, dándoles la espalda, por sentirlos llegar sin palidecer.

¿En quién esperar? ¿En el anciano Silva? ¡Sábelo Dios si la tal curiara habrá perecido! De juro que si bajan hasta Manaos, nuestro Cónsul, al leer mi carta, replicará que su valimiento y jurisdicción no alcanzan a estas latitudes, o lo que es lo mismo, que no es colombiano sino para contados sitios del país. Tal vez, al escuchar la relación de don Clemente extienda sobre la mesa aquel mapa costoso, aparatoso, mentiroso y deficientísimo que trazó la Oficina de Longitudes de Bogotá, y le responda tras de prolija indagación: «¡Aquí no figuran ríos de esos nombres! Quizás pertenezcan a Venezuela. Diríjase usted a Ciudad Bolívar».

Y, muy campante, seguirá atrincherado en su estupidez, porque a esta pobre patria no la conocen sus propios hijos, ni siquiera sus geógrafos.

Ante la madona, mientras tanto, es preciso vivir alerta. Odié su idiosincrasia menesterosa, que tiene dos antenas, como los cangrejos; torpeza en el amor y astucia en el lucro. Hoy, más que eso, me desazona su hipocresía, apenas inferior a mi sagacidad. Pero su habilidoso fingimiento data de pocos días.

¿Acaso como piensa Ramiro, le llegó algún aviso contra mí? ¿Qué será de Barrera, qué del Petardo Lesmes y del Cayeno?

—Zoraida, el que dijera que has cambiado conmigo, tendría razón.

—¡Alá! Como tú prefieres las indias...

—Harto convencida debes estar de lo contrario... Tu desvío tiene por causa el arrebato aquél... ¡Y hasta me reprochaste que no te pagaba! ¿Qué testimonio puedo aducir como garantía de mi honradez? Sólo un hombre, con quien tuve negocios en pasadas épocas y reside en este desierto, podría darte informes de mi rectitud. Cuando regrese la curiara que bajó a Manaos, iré a buscarlo a Yaguanarí, porque le debo varios contos. ¡Se llama Ba–rre–ra!

La madona cambió de postura en el catrecillo y pestañeaba abriendo los labios.

—¿Narciso? ¿Tu compatriota?

—Sí, que tiene negocios con un tal Pezil. Sin conocerme hízome el honor de enviarme dinero al alto Vaupés para que le enganchara indios y peones. Más tarde, recibí orden de suspender aquella gestión porque él mismo pensaba contratarlos en Casanare. ¡Hombre raro y emprendedor, de audaces ideas! Me ofrecía, a última hora, cederme a bajo precio cuantos siringueros le sobraran. ¡Sin reparar en que ya le debía las sumas que me confió! Iré a verlo, a devolvérselas y a hacer un buen trato, porque hoy a los caucheros se les gana mucho en el Vaupés. Si pudiera, no negociaría en goma sino en gomeros.

Al oír esto, la madona, poniéndome sus palmas en las rodillas, hizo la emocionante revelación:

—¡Los peones de Barrera no valen nada! ¡Todos con hambre, todos con peste! A lo largo del río Guainía desembarcaban en las casas de los «caboclos», a robarse cuanto encontraban, a tragarse lo que podían: gallinas, cerdos, fariña cruda, cáscaras de bananas. Tosiendo como demonios, devorando como langostas. En algunos sitios era indispensable hacerles disparos para obligarlos a embarcarse. Pezil subió a encontrarlos hasta su fundación en San Marcelino. Allí estaban enfermas varias colombianas y me dio una a precio de costo.

—¿Cómo se llama?

—¡No sé! ¿Te importa saberlo?

—Sí... No... Si hubiera venido hablaría con ella, primero para pedirle datos de esa gente, y, segundo, para encarecerle absoluta reserva y circunspección.

—¿En qué asunto? ¿Por qué?

—No daré mi confianza a quien me la quita.

—¡Dime! ¡Dime! ¿Cuándo tuve secretos para ti?

Entonces aboqué el problema de lleno:

—Zoraida, quiero ser generoso con la mujer que me hizo erótica dádiva de su cuerpo. Pero en ningún caso toleraré que se comprometa, imprudentemente, confiada en mí. Zoraida, aquí todos saben que de noche transportas el caucho de los depósitos de Cayeno a tu batelón.

—¡Mentira! ¡Mentira de tus amigos, que no me quieren!

—Y que una mujer llamada Griselda les ha escrito cartas a mis compañeros.

—¡Mentira! ¡Mentira!

—Y que al Cayeno se le avisó lo que está pasando.

—¡Tus amigos! ¡En eso andan! ¡Tú permitiste!

—¡Y que algunos gomeros encontraron el escondrijo de tu barco pirata!

—¡Alá! ¿Qué hago? ¡Me roban todo!

Entonces yo, esquivo a la mano que me imploraba, salí del tambo repitiendo con sardónica displicencia:

—¡Mentira! ¡Mentira!

* * *

Acabo de ver al Váquiro, tendido en su hamaca del caney, donde lo consume una fiebre alcohólica. A su redor, denunciando el soborno de la turca, hay desocupada botillería, cuyos capachos despiden aún el olor a brea, peculiar de los barcos recién arribados. Ramiro Estévanez, quien debe a la condescendencia del capataz su actual descanso, sospechó las repentinas intimidades de la pareja, que a solas se encerraba en el depósito a cambiar palabras de miel: «¡Mi señora!», «¡Mi general!». Por orden de éste vino a llamarme, advertido del disgusto con que todos ven la desaparición de mis compañeros. El Váquiro, baboso y amodorrado, parecía dormitar con hipo anhelante, sin admitir otro remedio que la cachaza.

—No lo dejes beber —dije a Ramiro— porque revienta.

Y el enfermo, clavando en mí sus ojillos idiotizados, me respondió:

—¡Nada le importa! ¡Basta de abusos! ¡Basta de abusos!

—Mi general, respetuosamente pido permiso para explicarle...

—¡Entréguese preso! ¡O me presenta sus compañeros, o queda preso!

Entonces Zoraida le confesó a Estévanez que el Petardo Lesmes llegaría con el Cayeno en hora imprevista, y que pesaban sobre nosotros no sé qué sospechas.

—¿Cómo cuál? —respondí con reposo fingido—. ¿Es que me calumnia el Petardo por mi adhesión al general Vácares? Pues si así fuere, vengan sobre mí las calamidades, porque tengo el valor de reconocer el mérito ajeno y seguiré proclamando que el hombre de espada está siempre por encima de los demás. ¡Aquí y donde quiera!

El Váquiro dijo, levantándose del chinchorro:

—¡Eso sí es verdá!

—Sí es —agregué—, porque mis amigos les comunicaron mis ideas a varios peones y éstos inducen que conspiro contra el Cayeno, la culpa no está en lo que bien se dice sino en lo que mal se entiende. Si es porque despaché a mis camaradas a trabajar en la cuadrilla que escogieran, por el pudor de verlos ociosos, por el deseo de corresponder en cualquier forma a la protección generosa de quien me hospeda, por compensar con algún esfuerzo el descanso que el general le ha concedido a Ramiro Estévanez, castíguese en mí la omisión de no haber pedido permiso previo a quien lo concede, si alguna vez necesitó la delicadeza autorización de manifestarse.

—¡Eso sí es verdá!

—Si es porque tú, Zoraida, andas repitiendo que jamás estuve en Manaos, según has colegido de mis respuestas a tus preguntas sobre edificios, plazas, bancos y calles, te enredas en tu desconfianza, porque nunca he dicho que conocí esa capital. Para ser cliente de la Casa Rosas no es indispensable pasar el umbral de sus almacenes; al menos yo no necesité de tal requisito. Le debo al cónsul de mi país el honor de ser afiliado a tan rica firma. Al Cónsul ¿oyes? Al Cónsul, quien a la fecha surca el Río Negro y viene a corregir con su autoridad no sé qué desmanes, como me lo anuncia en la última carta que recibí.

La madona y el Váquiro repitieron a dúo:

—¡El Cónsul! ¡El Cónsul!

—¡Sí, el Cónsul amigo mío, que al saber mi viaje a San Fernando del Atabapo me recomendó tomar, con sigilo, informes de los abusos y asesinatos que en tierras colombianas ha cometido Funes!

Así dije, y cuando salí haciendo campear mi falso orgullo de hombre influyente, el Váquiro y la madona no cesaban de barbotear:

—¡El Cónsul! ¡Y son amigos!

* * *

—¿Podría decirme busté —me rogaba el Váquiro—, si en estas cosas del indio Funes habrá de resultarme complicación alguna?

—¿Pero acaso mi General tomó parte activa en la noche aciaga?...

—¡Obligao! ¡Obligao!

Y la madona nos interrumpía:

—¿El señor Cónsul podría ayudarme a cobrar mis créditos? Ya ves, el Cayeno niega la deuda y se fue del tambo para no pagarme. Descríbeme en tu libro de cuentas.

—Acaso el caucho que sacaste de los depósitos...

—Es un «sernambí» de pésima clase. Por fuera, el bolón duro y pulido; por dentro, arenas, trapo y basuras. Perdí el transporte de esa goma porque no resistió la prueba: al ponerla en el agua se hundía. Si escuchara mis quejas el Cónsul...

—Habría que ir a donde está él.

—Y si no ha venido...

—Viene, viene, y ha llegado a Yaguanarí. Esa mujer llamada Griselda dice en sus cartas no sé cuántas cosas. Hay que interrogarla.

—Le tengo recelos. Es de malos hígados. Entre ella y la «otra» le cortaron la cara al pobre Barrera.

—¡Al pobre Barrera!

—Por eso no le permito andar conmigo.

—Conviene interrogarla inmediatamente.

—¿Te atreverías?

—¡Sí!

Y la niña Griselda vino.

* * *

Jamás en la vida volveré a sentir tan asfixiadora expectación como la que embargó mi ánimo aquella tarde, al oscurecer, cuando la madona Zoraida Ayram colgó su linterna en la puerta del cuarto que domina el río. Era la señal. Sobre la linfa trémula del Isana corrían los reflejos, ordenando el arribo del batelón, en cuya proa se alistarían los tripulantes para la medianoche.

Con certeza no puedo decir en qué momento convencí a la madona de que debíamos fugarnos juntos. Mi cerebro ardía más que la lámpara del dintel, fulgía como el faro que convida las naves a entrar en el puerto. Una frase, una sola frase zumbaba frenética en mis oídos, proyectando en mis ojos imágenes lúcidas. «Entre ella y la otra le cortaron la cara al pobre Barrera». La otra, la otra, ¿quién podía ser? ¿Y por qué motivo? ¿Por celos, por venganza, por escaparse? ¿Alicia, era Alicia? ¿Cuál de las dos se había anticipado con mano débil a marcar el trazo mortífero que mi encono másculo debía ensanchar? Y mientras me agobiaba la agitación, bailaba ante mis retinas la mueca de un rostro herido, que no era rostro, ni era mueca, sino la mandíbula de Millán, partida por el golpe de la cornada, que se reía injuriosamente, con risa enigmática y dolorosa como la de Barrera, ¡como la de Barrera!

¡Bebí, bebí, bebí y no me embriagué! Mis nervios resistían la acción maléfica del alcohol. Le arrebataba la copa al Váquiro, y, al apurarla, veía que el farol le prestaba al vidrio tonalidades lívidas de puñal. Impaciente por la tardanza del bongo, iba del tambo al río y avizoraba en el cielo claro la hora de la medianoche, viendo viajar la estrella tardía, calculando su llegada al cenit. Seguíame por doquiera el Váquiro tambaleante, acosándome con chismes y preguntas:

Le entregó a la madona el caucho de los depósitos por saber que yo respondería de su valor.

—«¡Muy bien, muy bien!».

Ella había instigado a Petardo Lesmes a montar resguardo en el rápido de Santa Bárbara para que detuviera la embarcación de Clemente Silva: ¡pero la curiara pasó!

—«¿Verdad, verdad?».

Si el Cayeno notaba las mermas en el caucho del almacén, indicaría a Zoraida como ladrona.

—«¡Muy bien, muy bien!».

¿Había maliciado yo que la madona intentaba fugarse? Pues pondría guarniciones para cerrar el río, a menos que el Cónsul pensara subir hasta el Guaracú y yo garantizara que él no intentaría...

«Pierda cuidado, que sólo viene a recoger informes para acogotar al tirano Funes».

¿Por qué les avisaba el Petardo Lesmes que exhibiría testimonios de que no éramos gomeros sino bandidos?

«¡Calumnias, calumnias! ¡Somos amigos del señor cónsul, y eso basta!».

—¡Zoraida, Zoraida —decíale yo, apartándome del borracho—, cuando mis camaradas regresen, abandonaremos este presidio!

Y ella insistía:

—¿Pero de veras no los has mandado a indisponerme con el Cayeno? ¿Me quieres, me quieres?

—¡Sí, sí!

Y cogiéndola por los brazos, la apretaba nervioso, hasta hacerla gritar, y la miraba con ojos alucinados, y la figura de la mujer borrábase de mi presencia, quedando sólo un paño sangriento sobre el busto lascivo que la sien de Luciano Silva empapó de cálida púrpura.

La noche era azul y los barracones estaban desiertos. Ramiro Estévanez, que no se apartaba de la orilla, vino a avisar que por el río bajaban ramas. El batelón debía hallarse arriba, en el atracadero desconocido, enviando señales.

Al oír esta nueva, operóse en mí un fenómeno orgánico: mis plantas se enfriaban, mis pulsaciones se moderaron y empecé a sentir un vago reposo que me llenaba de indolencia, a pesar de la fiebre súbita que prestaba a mi piel ardores de brasa. ¿Emocionarme yo porque una aventurera llegaba al tambo? ¡Ya no tenía interés en verla, ni en saber de nadie! ¡Si quería protección, que me buscara! ¡Y me embocé en un desdén irónico!

—¡No me invites al puerto, Zoraida, porque no voy! ¡Si aún insistes en que interrogue a tu sirvienta, ha de ser a solas y en ese caney!

Minutos más tarde, cuando advertí que las dos mujeres llegaban, quise moverme a velar la llama del farol. Di algunos pasos, y el pie derecho se me resistía: un leve hormigueo, una especie de parálisis cosquillosa me estremeció. Lerdamente avancé, sin sentir el suelo, como si pisara algodones. ¡La niña Griselda corrió a abrazarme! Rechazándola con el gesto, le dije a secas ante la madona:

—¡Salud!

* * *

Hoy escribo estas páginas en el Río Negro, río sugestivo que los naturales llaman Guainía. Desde hace tres semanas, en el batelón de la turca, huimos de las barracas del Guaracú. Sobre la cresta de estas ondas retintas que nos van acercando a Yaguanarí, frente a estas orillas, que vieron bajar a mis compatriotas esclavizados, sobre estos remolinos que venció la curiara de Clemente Silva, hago memoria de los sucesos aterradores que antevinieron a la fuga, inconforme con mi destino, que me obligó a dejar un rastro de sangre.

Aquí va la niña Griselda, de sabrosa palabra y espíritu enérgico, cuyo rostro desgastado por el dolor aprendió a sonreír entre lágrimas. Cariño y coraje infúndeme al par esta desgraciada, que no se inmuta ante el peligro y supo desarmar mi cólera estúpida la noche en que nos hallamos, frente a frente, solos en el caney de la madona.

—¡Salud! —repetí— haciendo ademán de salir del cuarto.

—Espérate, desconocío. ¡Aquí me han treído a garlar con vos!

—¿Conmigo? ¿De qué? ¿Viene usted a contarme cómo le ha ido?

—Lo mismo que a vos. ¡Fregaíta, pero contenta!

—¿Y su negocio? ¿Cómo va la asistencia de las peonadas? ¿A cómo tiene amasijo fresco?

—Pa vos no tengo, porque no fío. Pero como te veo la necesidá, vení y arreglamos. Conmovido al verla taparse el rostro con el pañuelo, le pregunté:

—¿Te enseñó a llorar el «niño» Barrera?

—¿Yorar? ¿Y por qué? Es que desde el día que me pegaron un pescozón quedé resabiáa a tarme limpiando.

Reprochándome de esta suerte la brutal escena de La Maporita, intentó reír, pero, de repente, convulsionada por los sollozos, cayó a mis pies:

—¡Déjate de burlas, mirá que somos tan desgraciaos!

Casi maquinalmente inclinéme para levantarla, con secreta satisfacción de verla rendida. Sentíame anonadado ante aquel dolor, pero mi orgullo se irguió como una esfinge, y enmudecí: ¿Preguntar por Alicia, averiguar por su paradero, demostrar interés por saber de ella? ¡Jamás! Sin embargo, creo que inconscientemente balbucí alguna pregunta, porque Griselda, sonriendo entre su llanto, replicó:

—¿A cuál de eyas te referís, a tu Clarita?

—¡Sí!

—Pues recibíme el pésame má sentío, porque ahora la tiene don Funes. Barrera se la dio en pago del permiso pa transitá por el Orinoco y el Casiquiare. De ver su suerte, yoraba la pobre, y nosotras también yorábamos, pero, metía entre una canoa, sin entregarle ni la ropita, ni el baulito, se la yevaron pa San Fernando del Atabapo, con una carta y algunos presentes.

—¿Y la otra, la otra, cuál fue la de la cortada?...

—¡Ah, descarriao! ¡Con que al fin preguntás por eya! Confesáme primero que la Clarita fue concubina tuya cuando tabas en Hato Grande. ¡Si nosotras supimos tóo!

—¡Nunca! Pero dime, aquel miserable...

—Personalmente nos yevó ese cuento, y toas las noches mandaba a Mauco a afligí a la niña Alicia: ¡que te pasabas enchinchorrao con la tal mujé, que la yevabas pa Venezuela y no sé qué má! Decí, pue, si la otra tuvo razón en desesperarse. ¡Por eso se vino! ¡Por eso me la traje, porque yo también queaba en el viento! ¡Fidel quería desenyugarse! ¡Me trataba mal!...

—¡Te advierto que no me importan esas fábulas! ¡Cada cual merece su sino! ¡Lo que no acepto es que compliques a Barrera en esa intriga, queriendo dártelas de inocente! ¿Y los paseítos en la curiara? ¿Y las entrevistas a la medianoche?

—¡Pero no eran pa náa malo! ¡Tenés razón en juzgarme así, por haberme chanceao con vos! ¡Ése fue mi pecao, pero ha sío más grave la penitencia! ¡Yo necesitaba de alguna ayúa, y como la niña Alicia quería volverse pa su casa de Bogotá con don Rafael, me sobrevino la tentación! ¡Pero harto me pesa! ¡Jamás de los jamases le falté a Franco!

—¡Ah, si hablara el espectro del capitán!...

—¡No me lo recordés! ¡La pagó caro por atrevío! ¡Pregúntale a Fidel, si querés detalles, pero no me lo recordés! ¡He sufrío tanto! ¡Imaginá lo que fue pa mí tenderlo boqueando al pie de mi honra! ¡Y dejá que Fidel se lo echara encima pa salvarme, pa defenderme! Y luego, el suplicio de ve a mi hombre, triste, desamorao, arrepentío, dejándome sola en La Maporita días y semanas pa no mirarme, pa no tené que darme la mano, repitiéndome que deseaba largarse lejos, a otros países, onde nadie supiera lo suceío y no tuviera que tar de peón jugándose la vida con las toráas. En ésas el tal Barrera se presentó, y Franco me daba rienda pal entusiasmo, como queriendo salir de mí, diciéndome unas veces que nos veníamos, otras que él se queaba; hasta que Barrera, pa obligarme a cogé otro camino, me cobró los regalos que me había hecho, ¡y yo no tenía con qué pagá, y me amenazaba con demandá al pobre Fidel! ¡Ésas eran las entrevistas! ¡Eso es lo que vos suponés de malo!

—¿Y quisiste saldar esa cuenta entregando a la «niña» Alicia?

—¡Ponéle conciencia a lo que decís! ¡Cómo me vas a hacer ese cargo! Yo le di al Barrera cuanto era mío, sortijas, zarciyos, ¡y hasta quise vendé mi máquina pa pagale! Despué de tóo, volvió a decirme que vos eras rico, que te pidiera plata prestáa. La niña Alicia, que me sentía yorá de noche, ofreció ayudarme hablando con él, pa conseguir que me rebajara siquiera el saldo. En ésas, me pegaste y querías matarnos, y te fuiste pa onde Clarita, y Barrera me fue a advertir que no esperara a Franco, porque vos le ibas a meté no sé cuántos chismes y me podía molé a palos. ¡Y huyendo, ella de vos y yo de Fidel, nos vinimos solas donde pudimos: a buscá la vida en el Vichada!

—El cariño y el viento soplan de cualquier lado.

—Hice mal en decirte eso. Como vos me gustabas y la niña Alicia quería regresá... Pero ya ves qué viento tan inhumano, tan espantoso: cayó sobre tóos y nos ha dispersao que ni basuras, lejos de nuestra tierra y de nuestro cariño.

La infeliz mujer principió a llorar y una ternura desbordante inundó mi pecho:

—¡Griselda, Griselda! ¿Dónde está Alicia?

—Tras la camorra con el Barrera, me separaron de ella y me vendieron. ¡Debe tar en Yaguanarí! Afortunadamente la enseñé a amarrarse las naguas, a sabé portarse. No la desemparaba en tóo el camino: si salíamos del bongo, salíamos juntas; si dormíamos en la playa, una contra otra, bien tapáas con la cobija. El Barrera taba chocao, pero sin atreverse a ser abusivo. Una noche, entre el bongo, destapó boteya por emborracharnos. Como náa le recibíamos, les mandó a los bogas sacarme a empellones, y se lanzó a forzá a la niña Alicia; ¡pero ésta desfondó la boteya contra la borda, y le hizo al bellaco, de un golpe, ocho sajaduras en plena cara!

Cuando la mujer acabó de hablar, había partido yo mis uñas contra la mesa, creyendo que mis dedos eran puñales. Fue entonces cuando noté que mi mano derecha estaba insensible. ¡Ocho sajaduras! ¡Y con llameantes ojos buscaba al infame en la habitación, para ultimarlo, para morderlo, para mascarlo!

La niña Griselda me suplicaba:

—¡Cálmate, cálmate! Vámonos por ella a Yaguanarí. ¡Ésa es una mujé honráa! ¡Te juro que no la han comprao, porque no sirve pa los trabajos, porque ta encinta!

Al oír esto, ya no supe de mí. Como eco lejano llegaba a mis oídos la voz de la patrona, que decía:

—¡Vámonos, vámonos! ¡Fidel y el Catire me toparon esta mañana y tán en el bongo! ¡Tóos reconciliaos!

Indudablemente, di alarmantes quejidos, porque aparecieron en el umbral Ramiro Estévanez y la madona.

—¿Qué pasa? ¿Qué pasa?

Y la niña Griselda, viéndome afónico, les repetía:

—¡Nos vamos! ¡Nos vamos! ¡Dijeron los bogas que el Cayeno puée yegá!

Afanosa, Zoraida empezó a arreglar los bártulos, abrumando a su sierva con órdenes perentorias de ama gruñona. Ramiro, desconcertado, se acercó a tomarme el pulso. Las mujeres trajinaban haciendo envoltorios, y en breve, la madona, bajo su gran sombrero me preguntó:

—¿Tienes alguna cosa que llevar?

Señalando difícilmente el libro desplegado en la mesa, el libro de esta historia fútil y montaraz, sobre cuyos folios tiembla mi mano, acerté a decir:

—¡Eso! ¡Eso!

Y la niña Griselda se lo llevó.

—Dime, ¿alcanzaste a poner en claro la cuenta que te pedí? ¿La detallaste bien para mostrársela al señor Cónsul? Ya ves que Barrera todavía me debe, pues me engañó dándome joyas ordinarias. Entrégame las sumas que le tienes. ¡Podías firmarme una obligación! ¿Qué te dijo la mujerzuela? ¡Vámonos, tengo miedo!

Y Ramiro advirtió, haciendo una seña:

—¡El Váquiro está despierto en el corredor!

No acierto a describir lo que fui sintiendo en esos instantes: me parecía que estaba muerto y que estaba vivo. Evidentemente, sólo la zona del corazón y gran parte del lado izquierdo daban señales de perfecta vitalidad; lo demás no era mío, ni la pierna, ni el brazo, ni la muñeca; era algo postizo, horrible, estorboso a la par ausente y presente, que me producía un fastidio único, como el que puede sentir el árbol que ve pegada en su parte viva una rama seca. Sin embargo, el cerebro cumplía admirablemente sus facultades. Reflexioné. ¿Era alguna alucinación? ¡Imposible! ¿Los síntomas de otro sueño de catalepsia? Tampoco. Hablaba, hablaba, me oía la voz y era oído, pero me sentía sembrado en el suelo, y por mi pierna hinchada, fofa y deforme, como las raíces de ciertas palmeras, ascendía una savia caliente, petrificante. Quise moverme y la tierra no me soltaba. ¡Un grito de espanto! ¡Vacilé! ¡Caí!

Ramiro exclamó, inclinándose presuroso:

—¡Déjate sangrar!

—¡Hemiplejía! ¡Hemiplejía! —le repetía desesperado.

—¡No! ¡El primer ataque de beriberi!

* * *

Toda la madrugada estuve llorando, sin más compañía que la de Ramiro, quien, sentado a mi diestra en el chinchorro, no profería palabra. El hálito fresquísimo de la aurora me restauraba el cuerpo y por la heridilla que la lanceta hizo en mi brazo escapó la fiebre. Probé a caminar y la pierna torpe se retrasaba, desnivelándome, pues en realidad voluminosa, era en apariencia menos pesada que una pluma. Ahora sí comprendía por qué algunos gomeros, al sufrir los síntomas del beriberi, bregan enloquecidos, por amputarse de un hachuelazo el tobillo insensible, y corren, desangrándose, hacia la barraca, donde mueren comidos por la gangrena.

—No permito que nadie salga de aquí —recalcaba el Váquiro en el caney próximo, donde altercaba con la madona—. Aunque esté borracho me doy cuenta de lo que pasa. ¡Busté me conoce!

—¿Oyes? —decía Ramiro—. Es aventurado pensar en fugas. ¡Al menos, yo no lo intentaré!

—¡Cómo! ¿Piensas quedarte aquí, donde la timidez te remachó cadenas?

—La timidez y la reflexión, es decir, lo que tú no tienes. Y puedes añadir estas otras causas: el fracaso, la decepción.

—¿Pero no te entusiasma la libertad?

—Ella no me bastó para ser feliz. ¿Volver yo a las ciudades, desmedrado, pobre y enfermo? El que dejó sus lares por conquistar a la fortuna no debe tornar pidiendo limosna. Por aquí siquiera nadie conoce mis vicisitudes, y la miseria toma aspectos de obligatoria renunciación. Vete, la vida nos amasó con sustancias disímiles. No podemos seguir el mismo camino. Si algún día ves a mis padres, cúrate de decirles dónde estoy. ¡Caiga el olvido sobre el que nunca puede olvidar!

Estas frases con que Ramiro se despedía de la ilusión y de la juventud nos hicieron llorar otra vez. ¡Todo por el amor de aquella Marina, cuyo dulce nombre le escribió el destino entre dos palabras!: ¡Siempre! ¡Jamás!

* * *

—¿Por qué discuten? —le pregunté a Ramiro cuando volvía al amanecer.

—Por el caucho de los depósitos. El Váquiro sostiene que faltan más de ciento cincuenta arrobas, y afirma que le fueron robadas, porque las embarcaron sin su venia. La madona promete que tú responderás.

—¿Qué hago, Ramiro?

—Es una terrible complicación.

—Aconsejémosle a la madona que lo devuelva y nos fugaremos. ¡O si no, prendamos al Váquiro! ¡Llama a Fidel y a Helí que están en el bongo! ¡Diles que traigan las carabinas!

—El bongo está encostado en la orilla opuesta. Los que llegaron venían en canoa.

—¿Qué hago, Ramiro?

—Esperemos a que el Váquiro duerma la siesta.

—Pero te irás conmigo, ¿verdad? ¡A seguir mi suerte! ¡A encontrarnos en el Brasil! ¡Trabajaremos como peones, donde no nos conozcan ni persigan! ¡Con Alicia y nuestros amigos! ¡Esa varona es buena y yo la perdí! ¡Yo la salvaré! ¡No me reproches este propósito, este anhelo, esta decisión! No tomes a mal que sea mi querida; hoy es sólo una madre en espera de su propio milagro. ¡Tantos en el mundo se resignan a convivir con una mujer que no es la soñada, y, sin embargo, es la consentida, porque la maternidad la santificó! ¡Piensa que Alicia no ha delinquido; y que yo, despechado, la denigré! ¡Ven, sobre el cadáver de mi rival habrás de vernos reconciliados! Vamos a buscarla a Yaguanarí. Nadie la compra porque está encinta. ¡Desde el vientre materno mi hijo la ampara!

De repente, Ramiro, desencajado, exclamó alejándose:

—¡El Cayeno! ¡El Cayeno!

* * *

Aún me estremezco ante la visión de aquel hombre rechoncho y rubio, de rubicunda calva y bigotes lacios, que apercollando al General Vácares lo trincó sobre el polvo, urgiendo que lo colgaran de los pies y le pusieran humo bajo la cara.

—¡Rediablos! —repetía marcando las erres—. ¡Rediablos! ¿No mandé que montaras guarniciones en el raudal? ¿Quién despachó canoa para el Brasil?

Y mientras los verdugos ejecutaban el suplicio, rugió rapándole a la madona su fresco sombrero:

—¡Cocota! ¿No te descubres? ¿Qué haces aquí? ¿No te probé que nada te debo? ¿Dónde tienes el caucho que me robaste?

Y como la madona me señalaba, el gabacho alevoso marchó contra mí:

—¡Bandido! ¿Sigues alebrestándome los gomeros? ¡Ponte de pie! ¿Dónde se hallan tus dos amigos?

Intenté levantarme y resistirle, pero la pierna hinchada me lo impidió. Entonces el hombre, a patada y foete, me cayó encima, llamándome ladrón, llamándome aliado del indio Funes hasta dejarme exánime en el suelo.

Cuando me enderecé, cubierto de sangre, sentí que el Cayeno andaba en los depósitos. A la sazón, la antigua peonada invadió el patio, donde había una patrulla de indios prisioneros, con los puños engusanados bajo las sogas. Por entre ellos zanganeaba el Petardo Lesmes, apresurando a los capataces, que examinaban el rebaño recién cogido para distribuirlo entre sus cuadrillas. Sorda algarabía llenaba el ámbito, cuando vi sacar del montón de hombres, con las manos atadas, al Pipa, al Pipa que venía a identificarme de acuerdo con instrucciones del Petardo. Acercose a mí, y afirmando sobre mi pecho su pie inmundo, gritó:

—¡Éste es el espía de San Fernando!

—¡Y vos, animal —replicóle el cauchero corpulentísimo que lo seguía— sos el Chispita de la Chorrera, el que tantas veces me echaba rejo! ¡Préstame las uñas pa examinártelas!

Y tirándolo con la coyunda lo llevaba de rastra, entre las rechiflas de los gomeros, hasta que, furibundo, le cercenó los brazos con el machete, de un solo mandoble, y boleó en el aire, cual racimo lívido y sanguinoso, el par de manos amoratadas. El Pipa, atolondrado, levantóse del polvo como buscándolas, y agitaba a la altura de la cabeza a los muñones, que llovían sangre sobre el rastrojo, como surtidorcillos de algún jardín bárbaro.

Apenas el Cayeno reapareció, quedaron en silencio los barracones del Guaracú.

—¡Colombiano! ¡A decirme dónde está el bongo! ¡A devolverme el caucho escondido! ¡A entregarme tus compañeros!

Y cuando me metieron en la canoa y cruzábamos el río hacia el batelón, vi por última vez a Ramiro Estévanez y la madona Zoraida Ayram, sobre la barranca del puertecito, llorosos, trémulos, espantados.

* * *

La niña Griselda, al verme contuso, adivinó lo que había pasado y salió a recibirnos en la borda. El Cayeno, apagando la pipa contra la suela del zapato, pareció vacilar ante repentina sospecha, porque ordenó a los bogas de la curiara que costearan el bongo. Los perros, iracundos, defendían el puente a grandes ladridos.

—Mujer —prorrumpí—, encadena tus animales, que el señor viene a requisar esa embarcación.

—Explícale al amo que aquí no tenemos má que la mercancía. Toa la goma queó tapáa en los rebalses. ¡Si el amo quiere, vamos ayá!

El Cayeno, de un salto, se instaló en proa y mandó que desatracaran, apenas logré subir yo.

—¿Cuánta gente tienen aquí? ¿Dónde están los otros bribones?

—Mi amo, yo toy solita con los tres indios: dos pa los canaletes y el del timón.

El tirano gritó a los marineros de la canoa:

—¡Upa! ¡Vuélvanse a las barracas a traer cargueros!

Mientras tanto, el bongo seguía agua abajo y la niña Griselda vino a colocarse ante el Cayeno, barbullando contritas explicaciones, para impedirle reparar en los fardos de mercancía. Allí estaban ocultos mis compañeros, mal tapados con un costal, bajo cuyos extremos les salían los pies. Por mi cara corría un sudor de muerte. El Cayeno los vio, y, montando el revólver, bajó hacia ellos.

—¡Señor! —balbucí—. ¡Son dos muchachos que están con fiebres!

El déspota inclinóse para descubrirlos, y, súbito, Fidel le agarró el arma con ambas manos, mientras el Catire lo sujetaba por la cintura. Salté como pude para arracimármeles, pero el ex presidiario, liso como un pez, se nos zafó repentinamente, lanzándose al río. La niña Griselda le alcanzó a dar en la cabeza un canaletazo. Sobre las burbujas que el fugitivo provocó en el agua cayeron los perros. El Cayeno se sumergió. Listas, en las bandas, acechaban las carabinas. «¡Aquí está, aquí está, prendido al timón!». ¡Uno, dos, diez disparos! El hombre se puso a flote, haciéndose el muerto, mientras se alejaba de los fusiles, y después los cachorros no podían alcanzarlo. «¡Allí, allí, no lo dejen tomar respiro!». Bogábamos en el bongo furiosamente, y la cabeza desaparecía, rápida como pato zambullidor, para emerger en punto impensado, y Martel y Dólar seguían la ruta en la onda carmínea, aullando presurosos en pos de la presa, hasta que presenciamos sobre la costa el cuadro crispante: ¡uno de los perros cabestreaba el cadáver por el remanso, al extremo del intestino, que se desenrollaba como una cinta larga y siniestra!

¡Así murió aquel extranjero, aquel invasor, que en los lindes patrios taló las selvas, mató los indios, que esclavizó a mis compatriotas!

* * *

El domingo tocamos en el villorrio de San Joaquín, frente a la boca del Vaupés, y nos permitieron desembarcar. Nos creen apestados, nos ven hambrientos, temen que les robemos víveres y gallinas. Mezclando el castellano al portugués nos ordenó el alcalde salir del puerto, en tanto que la gente agrupada en la arena, viejos, mujeres, niños, nos amenazaban blandiendo escopetas, escobas y palos.

—¡Colombianos no, colombianos no!

Y lanzaban maldiciones sobre Barrera, que les llevó al Río Negro tan dañina plaga.

Y en San Gabriel, pueblo edificado sobre el congosto por donde el río gigante se precipita, hubimos de abandonar el bongo para no arriesgar en el raudal. El Prefecto Apostólico, Monseñor Massa, nos acogió benévolamente y nos ha ofrecido la gasolina de la Misión para seguir a Umarituba. Él me dio la noticia que nos ha llenado de júbilo: don Clemente bajó hace tiempos, y el Cónsul de Colombia subirá, a fines de la semana, en el vapor «Inca», que hace el recorrido entre Manaos y Santa Isabel.

* * *

¡Umarituba! ¡Umarituba! Jao Castanheira Fontes, no contento con regalarnos ropa, mosquiteros y provisiones, está equipándonos una canoa para el viaje a Yaguanarí. El martes seguiremos por el Río Negro, radiantes de esperanza, trémulos de ansiedad. El beriberi me dejó la pierna dormida, insensible, como de caucho. Pero el alma rebrilla en mis ojos, poderosos como una llama. ¡Yo no sé lo que va a pasar!

¡Hoy, agua abajo! Aquí está el solemne cerro cuya base lame el río Curí–Curiarí, el río que buscaron Clemente Silva y los siringueros cuando andaban perdidos en la floresta.

* * *

—¡Santa Isabel! En la agencia de los vapores dejé una carta para el Cónsul. En ella invoco sus sentimientos humanitarios en alivio de mis compatriotas, víctimas del pillaje y la esclavitud, que gimen en la selva, lejos de hogar y patria, mezclando al jugo del caucho su propia sangre. En ella me despido de lo que fui, de lo que anhelé, de lo que en otro ambiente pude haber sido. ¡Tengo el presentimiento de que mi senda toca a su fin... y, cual sordo zumbido de ramajes en la tormenta, percibo la amenaza de la vorágine!

* * *

—¡Animo! ¡Animo! Hoy llegaremos a Yaguanarí y bogamos a todo músculo porque supimos que mi rival sale para Barcelos. Es posible que se lleve a Alicia.

Aquí el río se divide en inmensos brazos, para estrechar mejor las islas incultas. En esa península del lado derecho, se ve el caney de los apestados, detenidos en cuarentena. Por detrás desemboca el Yurubaxi.

—Catire, algún capataz puede reconocerte. ¡Toma mi revólver! Guárdalo en la pretina.

¡Vamos a llegar!

* * *

Esto lo escribo aquí en el barracón de Manuel Cardoso, donde vendrá a buscarnos don Clemente Silva. Ya libré a mi patria del hijo infame. Ya no existe el enganchador. ¡Lo maté! ¡Lo maté!

Aún me veo saltando de la curiara sobre el escueto patio que precede al caney de Yaguanarí. Circundados por hogueras medicinales, tosían los apestados entre el humo, sin darme razón de mi enemigo, por quien yo preguntaba anheloso, antes que me viera. En tal momento me había olvidado de buscar a Alicia. La niña Griselda la tenía abrazada al cuello. Yo me detuve sin saludarla: ¡sólo quería mirarle el vientre!

No sé quién me dijo que Barrera estaba en el baño, y corrí inerme entre el gramalote hacia el río Yurubaxi. Hallábase desnudo sobre una tabla junto a la margen, desprendiéndose los vendajes de las heridas, ante un espejo. Al verme, abalanzóse sobre la ropa, a coger el arma. Yo me interpuse. Y empezó entre los dos la lucha tremenda, muda, titánica.

Aquel hombre era fuerte, y, aunque mi estatura lo aventajaba, me derribó. Pataleando, convulsos, arábamos la maleza y el arenal en nudo apretado, trocándonos el aliento de boca a boca, él debajo unas veces, otras encima. Trenzábamos los cuerpos como sierpes, nuestros pies chapoteaban la orilla, y volvíamos sobre la ropa, y rodábamos otra vez, hasta que yo, casi desmayado, en supremo ímpetu, le agrandé con mis dientes las sajaduras, lo ensangrenté, y, rabiosamente, lo sumergí bajo la linfa para asfixiarlo como a un pichón.

Entonces, descoyuntado por la fatiga, presencié el espectáculo más terrible, más pavoroso, más detestable: millones de caribes acudieron sobre el herido, entre un temblor de aletas y centelleos, y aunque él manoteaba y se defendía, lo descarnaron en un segundo, arrancando la pulpa a cada mordisco con la celeridad de pollada hambrienta que le quita granos a una mazorca. Burbujeaba la onda con hervor dantesco, sanguinosa, túrbida, trágica; y, cual se ve sobre el negativo la armazón del cuerpo radiografiado, fue emergiendo en la móvil lámina el esqueleto mondo, blancuzco, semihundido por un extremo al peso del cráneo, ¡y temblaba contra los juncos de la ribera como en un estertor de misericordia!

¡Allí quedó, allí estaba cuando corrí a buscar a Alicia, y alzándola en mis brazos, se lo mostré!

Lívida, exánime, la acostamos en el fondo de la curiara, con los síntomas del aborto.

* * *

Anteanoche, entre la miseria, la oscuridad y el desamparo nació el pequeñuelo sietemesino. Su primera queja, su primer grito, su primer llanto fueron para las selvas inhumanas. ¡Vivirá! ¡Me lo llevaré en una canoa por estos ríos, en pos de mi tierra, lejos del dolor y la esclavitud, como el cauchero del Putumayo, como Julio Sánchez!

* * *

Ayer aconteció lo que preveíamos: la lancha de Naranjal vino a tirotearnos, a someternos. Pero le opusimos fuerza a la fuerza. Mañana volverá. ¡Si viniera también la del Cónsul!

Franco y Helí vigilan sobre la peña para impedir que encosten las «montarías» de los apestados. Allá escucho toser la flotilla mendiga, que me clama ayuda, pretendiendo alojarse aquí. ¡Imposible! En otra circunstancia me sacrificaría para aliviar a mis coterráneos. ¡Hoy no! ¡Peligraría la salud de Alicia! ¡Pueden contagiar a mi hijo!

* * *

Es imposible convencer a estos importunos, que me apellidan su «redentor». Hablé con ellos, exponiéndome al contagio, y están resistidos a regresar. Ya les repetí que no tengo víveres. Si me acosan, nos obligarían a tomar el monte. ¿Por qué no se van al caney de Yaguanarí en espera del vapor «Inca»? De hoy a mañana arribará.

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Sí, es mejor dejar este rancho y guarecernos en la selva, dando tiempo a que llegue el viejo Silva. Improvisaremos algún refugio a corta distancia de aquí donde sea fácil a nuestro amigo encontrarnos y se consiga leche de seje para el niño.

¡Que preparen la parihuela donde vaya acostada la joven madre! La llevarán en peso Franco y Helí. La niña Griselda portará la escasa ración. Yo marcharé adelante, con mi primogénito bajo la ruana.

¡Y Martel y Dólar, detrás!

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Don Clemente: Sentimos no esperarlo en el barracón de Manuel Cardoso, porque los apestados desembarcan. Aquí, desplegado en la barbacoa, le dejo este libro, para que en él se entere de nuestra ruta por medio del croquis, imaginado, que dibujé. Cuide mucho esos manuscritos y póngalos en manos del Cónsul. Son la historia nuestra, la desolada historia de los caucheros. ¡Cuánta página en blanco, cuánta cosa que no se dijo!

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Viejo Silva: Nos situaremos a media hora de esta barraca, buscando la dirección del caño Marié, por la trocha antigua. Caso de encontrar imprevistas dificultades, le dejaremos en nuestro rumbo grandes fogones. ¡No se tarde! ¡Sólo tenemos víveres para seis días! ¡Acuérdese de Coutinho y de Souza Machado! ¡Nos vamos, pues!

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¡En nombre de Dios!

Epílogo

El último cable de nuestro Cónsul, dirigido al señor ministro y relacionado con la suerte de Arturo Cova y sus compañeros, dice textualmente:

Hace cinco meses búscalos en vano Clemente Silva.

Ni rastros de ellos.

¡Los devoró la selva!

-Fin-