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'Aún el agua', un adelanto de lo nuevo de Juan Álvarez

ARCADIA comparte el primer capítulo de la más reciente novela del escritor colombiano que, en un universo posapocalíptico, sigue a un grupo de mujeres cuyo objetivo es restaurar el ciclo hidrológico donde escasea el agua, tras un cataclismo tectónico que ha transformado la Tierra y ha dejado a la mitad de la población sobreviviente en riesgo de ser desahuciada.

Juan Álvarez
10 de septiembre de 2019
Este es el primer capítulo de 'Aún el agua', de Juan Álvarez, publicado por Seix Barral (2019).

LA HABILIDAD DEL SUEÑO EN EL AIRE

Dormir flotando.

Dormir como los vertebrados del pasado desearon hacerlo.

Dormir hasta desacelerar el intercambio celular y propagar la consciencia.

Suspender las moléculas de agua del cuerpo entre los vientos hebrosos de la montaña protectora y absorberse en el apaciguamiento del núcleo externo terráqueo.

Meditar y vibrar.

Alterar la velocidad del temblor fisiológico.

Modular las frecuencias eléctricas de las ondas cerebrales.

Acompasar el sistema nervioso central con los ritmos removidos de la corteza oceánica y abstraerse del primer nivel de intensidad del campo gravitatorio terrestre.

Casi detenerse adentro. Apaciguarse adentro.

Pedir en las noches el sosiego de la Tierra.

No recuerdo cuándo alcanzamos la habilidad del sueño en el aire. Recuerdo, en cambio, el tránsito de dejar de experimentar nuestro cuerpo en los órganos y empezar a hacerlo a nivel celular: la piel y los huesos seguían ahí, pero no era eso ya lo que sentíamos.

Lo que empezábamos a advertir eran ondas expansivas sin centro; señales eléctricas recorriendo los tejidos celulares; contracciones muy lentas que hinchaban nuestras membranas plasmáticas recostadas unas en otras en cientos de billones y nos agitaban como cosquilleos que no entiendes dónde ocurren: espasmos extracelulares, los bautizó TH.

Teníamos trece calendarios.

Lo hablamos porque habíamos empezado a hacerlo respecto a cada rincón de nuestros cuerpos biodiseñados. Lo hablamos desaforadamente porque fue la soberanía que inventamos luego de enterarnos de una intimidad nuestra que los adultos del sector ya conocían: no éramos iguales a todos nuestros cosectorianos. Éramos, somos, expresión de la ingeniería genética; éramos, somos, en cierto sentido, tecnología, que es lo que nos entrega, desde el principio de los tiempos poscataclísmicos, el cratón norte en crisis.

Nos gestamos en los úteros subrogados de dos hijas de Abuela, comandante emocional nuestra y jefa operativa de Sector 12, nuestro territorio aquí en el cratón sur. A la hora del parto, sin embargo, terminada la dilatación y dado el tamaño de nuestros huesos y la fuerza ya constituida de nuestros movimientos, las hijas de Abuela fueron sedadas, abiertas de par en par y deslizadas sin dolor al espacio de la muerte.

Era el paso tajante en esta misión que es nuestra existencia. La abnegación originaria.

Respecto a la misión, la idea de una solución mecánica fue la primera en descartarse. No sería una represa gigante, o una megatubería, lo que ejecutaríamos para hacer llegar el agua modular al cratón norte, del otro lado del océano denso y la cortinatóxica, donde malviven, desamparados, nuestros coterrícolas. Vinieron más ideas y frustraciones. Eran parte de un trayecto que, nos costó entender, siempre tuvo ataduras definidas: seríamos nosotras mismas, los organismos que crecíamos y descubríamos fascinadas, quienes tendríamos que encarnar aquella misión de reencuentro de la especia humana.

Amparar exponiendo nuestros propios cuerpos.

Escapan también a mi memoria los detalles del primer sueño lúcido que me fue emitido. Ese día me sorprendió descubrir que TH había sido alertada, y que descendía y despertaba ansiosa por conocer los pormenores.

—Habla, VH —me dijo.

Pero yo no podía articular palabra. Era una nulidad intensa; como fatiga en los líquidos de mi plasticidad sináptica. Por un instante, que en cambio recuerdo en todo su ancho, ni siquiera entendí la naturaleza del ruido que salía de la boca de TH, a quien aun así reconocía como hermana de vida y compañera de misión.

—Ey, cuhubaxie, abre la boca.

Desde que tuvimos uso de razón y tareas en granjas y laboratorios, Abuela nos habló del Algoritmo Narrativo Inorgánico que un día empezaría a emitirnos relato sobre el pasado cataclísmico por intermedio exclusivo de las cortezas cerebrales de nosotras las VH. Emisiones en forma de sueños lúcidos recibidas a la salida de nuestras levitaciones nocturnas. A medida que creciéramos, esas emisiones se asentarían y se convertirían en el circuito de comunicación y gestión de nuestra existencia.

TH supo de algún modo que la primera emisión había empezado, y supo también, al notar mi descenso torpe y tenso, al registrar el cuidado penoso con que apoyé la palma en el tejido de quitina de la litera, que eso que empezaba había estado cerca de achicharrarme la cabeza.

—Descansa. Traigo el cántaro.

Me arrodillé en el piso de paja y humedecí mi rostro con las manos en forma de cuenco siguiendo mecánicamente el gesto de instrucción que TH se vio obligada a hacerme. Desde los seis, algunos años antes de alcanzar el privilegio de la levitación, habíamos aprendido aquel ritual de acercamiento meditado al agua, síansucaxie qasquamuê: olerla plena, tan despacio como nos fuera posible, hasta acompasar nuestras moléculas adormecidas y luego sí honrarnos con su contacto.

—Maldito Algoritmo Narrativo Inorgánico, casi te tuesta el cocuyo.

Paradojas bioquímicas: era yo, como estaba previsto para todas las VH del cratón sur nuestro, quien había conectado con las emisiones del Algoritmo Narrativo Inorgánico (ANI); pero fue TH, en aquel momento después de mi primer sueño lúcido, cerca de cumplir nuestros catorce calendarios, quien pudo comprender, en la espesura de mis pupilas agrisadas, la magnitud de lo que empezaba a ocurrir.

* * *

Bajar del sueño en el aire demanda cierta rutina de concentración física intensa. Esta necesidad fisiológica la hemos convertido en el hábito madrugador de cuatro horas de trabajo agrícola: colaborar con poner en marcha, cada sol záca, cuando reactivamos nuestras funciones vitales, el ciclo de la energía vegetal y animal para la alimentación mutua del sector. Sudar a chorros; esforzar los músculos. Demanda aplicarse al desgaste de las palmas de las manos. Desde niñas nos inculcaron el valor de las tareas de ensanchamiento orgánico. Las odiábamos; no entendíamos por qué, habiendo tanta colego kipú al servicio de Abuela y del sector, nosotras teníamos que invertir tiempo en algo distinto a los laboratorios de mapeo de la corteza y la tropósfera. Allí nos sentíamos plenas, aferradas a los riesgos corporales y a las demandas de inteligencia analítica y alerta azarosa implicadas en el trabajo de reconstituir, para el futuro de nuestro cratón floreciente, el conocimiento biogeoquímico de este mundo partido en dos en que ha quedado convertida la Tierra.

Empiezo por las hortalizas: reviso cualquier aparición de pulgones o larvas. Luego tomo muestras de flora microbiana. Dependiendo de los resultados invierto tiempo en estimular ciertas zonas de la siembra a partir del riego lento meditado, síansucaxie qasquamuê. Para el resto enciendo el sistema de irrigación por goteo en nanotubos y se acabó.

Así hasta cubrir las ochenta parcelas de suelo biorremediado del antiguo valle de Tenza, nuestra cápsula alimentaria más grande y exitosa, aislada y conservada a partir de domos inmensos hechos de polímeros inteligentes. Luego los árboles frutales; después los corrales de animales de proximidad. Al final del recorrido de ciento cincuenta kilómetros reporto datos mientras la esfera de titanio me vuela de regreso por el camino de los vientos bajos.

TH también estuvo a cargo de una cápsula alimentaria al sur del sector, por la antigua Cueva de los Guácharos, donde cortan la entrada terrestre a la Amazonía los vaciamientos mayores, gargantas breves y semirrectas de kilómetros de profundidad al final de las faldas interiores de las cadenas montañosas circundantes.

TH laboraba esa cápsula, pero era un desastre. Ella no entiende por qué cuidamos plantas ineficientes o árboles delicados. Si dependiera de su voluntad nos alimentaríamos de rábanos, zanahorias, acelgas y apios; aquello que sepa sobrevivir sin monitoreo. Hace dos años la trasladaron a la gestión diurna de corrales: limpiarlos y aprovisionarlos de alimentos; allí los animales de proximidad sólo pasan la noche. Todos en el sector nos resguardamos en la noche como precaución ante las tormentas, eléctricas o de polvo, ambas frecuentes. De niñas disfrutábamos como cotorras en banda la exploración de ruinas. Se nos iba la vida cuando la inteligencia artificial al mando, la ai de rastreo geoquímico, identificaba un espacio valioso pero de alto riesgo y quedábamos excluidas de la excursión. Montar las esferas de titanio, esforzar sus propulsores de iones, portar inyecciones de paralización, respirar los aires inhóspitos de las devastaciones, descolgar los sensores de actividad de gases subterráneos por los hoyos residuales kilométricos con diámetros del tamaño de una pelota o de una cúpula de iglesia. Ganar, para nuestra causa de recomposición del cratón sur, cada metro construido reutilizable.

A excepción de las supraestaciones de energías limpias y los bancos de órganos y tejidos crioconservados, no reparamos nada. Tal como hicimos con los suelos que empezamos a tratar, muchos de los antiguos espacios destruidos los aislamos y descontaminamos levantando sobre ellos mantos gigantes hechos de polímeros estructurados y autosuficientes. A través de esos polímeros activamos esquemas básicos de monitoreo de la actividad tectónica, térmica, acuosa, electromagnética, bacteriana y plasmática. Luego conectamos el lugar a la matriz de gestión física y esperamos la señal de salida de la ai.

Hemos convertido rellenos sanitarios en bancos de biogases, antiguos pozos petroleros en cavidades para sepultar basura radioactiva, las montañas de escombros de las antiguas capitales en depósitos de metales y recodos de estos en templos fríos para recordar lo ocurrido.

Es la muerte de la arquitectura. Somos la era del reciclaje extremo.

* * *

Regresamos a Aldea Central, al lado de Abuela, hace dos semanas, justo para los bailes previos a las fiestas de solsticio.

Corren los últimos de este 2232, zocam zyta. Venimos de once meses de vida nómada, concentradas en conocer los modos y recursos de cada uno de los treinta y siete sectores en que se divide esta masa continental nuestra, cercada por un conjunto de cadenas montañosas como recogidas en sí mismas y de cumbres agrestes capaces de quitarle el aliento a cualquiera.

Venimos, sobre todo, de conocer a cada una de las otras parejas de misión; cuhubaxies nuestras en la Tierra. Nos preparamos así para las acciones por ejecutar a partir de los primeros vientos del venidero 2233, zocam xie, cuando TH y yo y todas las parejas del cratón sur cumpliremos veinte calendarios y nos lanzaremos a restaurar el ciclo del agua del otro lado de la cortinatóxica. El orden de la misión indica que luego intentaremos cruzar para entrar en contacto físico con el cratón norte. En ese contacto podremos transmitir la experiencia de modulación necesaria para oscilar las frecuencias eléctricas cerebrales. Será la oportunidad para que nuestros coterrícolas entren en comunicación con el agua y la hagan modular, síansucaxie qasquamuê.

Los once meses de vida nómada debían alimentar nuestra confianza. Eso habíamos entendido. Yo sigo experimentando determinación, pero desde que regresamos a nuestro Sector 12, TH me trae seca con su comportamiento errático. Escaneé su sistema límbico y descarté que fuera miedo. Hay un factor oscuro de duda que en parte me expone y en parte permanece oculto a ella misma.

—Los humanos modernos lo llamaban instinto —me dijo.

Ay sí, dije. Luego tuve que escucharla y tuve que preocuparme: ha empezado a cargar actividad nubosa, visual y sonora, a la salida de sus levitaciones. Me habla de rechinares de mandíbula; de clamores domésticos. Revisamos y no son sueños lúcidos, como los míos; no es actividad eléctrica proveniente del ANI, fáctica y sobre el pasado cataclísmico.

—Se hubieran quedado más tiempo de viaje. Lo que es aquí, volvieron distraídas.

La lengua tutora de Abuela hace parte del código humano empático que hemos interiorizado. Lo que no ajusto, lo que esta mañana soleada me cuesta, es el plural frecuente a la hora de encarrilar a TH.

—Distraídas nos gustan nuestras mañanas soleadas. TH insolente.

Llevo días haciéndome la desentendida de tal modo que Abuela no caiga en cuenta de lo que sea que se está cocinando en el cerebro de TH. TH claramente tiene otros planes, y no incluyen dejarme afuera.

—No necesito escanear las glándulas de la gente para olerles la pereza.

TH se le acerca y la abraza. Abuela se le despega, le cubre los cachetes con ambas manos terrosas y le indaga los ojos.

—La pereza es la madre del bienestar, Abuela.

—Hágase.

Nos cuenta entonces de una tormenta identificada para el final de la tarde. Las colegos kipú del transporte de alimentos tuvieron que adelantar el cargue. La veintena de recolectores de fruta de Parcela 7 a Parcela 9 no van a terminar a tiempo.

TH empieza a quitarse el overol y me hace gesto de Vamos. Abro la boca: con ustedes, la mata de la colaboración.

Abuela me oye, gira las arrugas finas de su cuello y su mirada me clava contra el arrayán en el que he estado recostada tratando de tomar el maldito sol záca.

Las colegos kipú son encantadoras hasta que intensean con la admiración por nuestros rangos ampliados o empiezan a pedir que las llevemos a las fronteras del sector. Componen canemas: practican sus ángulos de articulación; repasan sus sonidos frecuentes. Dicen que para hermosear esos canemas necesitan acercarse a los rincones del mundo. Las vemos venir caminando; su transparencia emocional es casi la de un animal de proximidad. No les importa que podamos olerlas y saber que nos adoran. A TH esto le fastidia más que a mí. Y sin embargo las trata con indulgencia.

—¡Dale, TH! ¡Aguanta el aire quince minutos!, ¡este pendejo no me cree que eres cinco veces lo que fueron los sherpas!

EG-131, la kipú de pelo blanco rizado, es quien habla casi todo el tiempo. ¿Cómo andan las cosas en el ruinaje?, pregunto. TH chifla para llamar a los perros y que su llegada nos distraiga.

EG-131 se aseria. Pide silencio a sus otras tres colegos. Nos cuenta de un nuevo periodo de reparación de fisuras. Se queja porque los intervalos entre un cargue y otro son larguísimos; viven desperdiciando tiempos muertos en los que podrían estar acercándose a los bosques aledaños. Quiere impresionarnos, mostrarse adulta. Acaba de cumplir quince años pc.

—Nuestra ai de gobierno de alimentos tiene más de idiota que de inteligencia —termina.

TH suelta una carcajada.

Las colegos kipú descienden de sobrevivientes de un tipo particular: gente que antes del cataclismo cumplía oficios callejeros en los márgenes hipercontaminados de ciudades de altura; personas que desarrollaron en sus pulmones membranas protectoras de bacterias anaerobias facultativas. Mensajeras, recicladores de basura, vendedoras ambulantes. Luego del cataclismo fueron los primeros en lograr salir al aire libre por periodos prolongados.

La población kipú tiende a la intersexualidad. Todas siguen siendo muy jóvenes. Ningún cosectoriano ha tenido tiempo o energía para ocuparse de conversar, con cada una, sobre sus ambigüedades genéticas. Ni ellas mismas, entre colegos, han tenido espacio para reflexionar sobre sus configuraciones sexuales. Quizá pronto empiecen a reproducirse. O quizá no, quién sabe. EG-131 saluda a los perros y se tira al suelo para revolcarse junto a ellos. Abuela va camino a los corrales. La escuchamos chiflar. Miramos: gira y se toca el intercomunicador de su oído izquierdo; nos apura con una seña de su mano derecha mutilada en tres dedos.

La tormenta ha acelerado.

Aún el agua
Juan Álvarez
Seix Barral, 2019