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Artistas y gestores culturales hablan de lo difícil que es sostener sus proyectos en Colombia
Más allá de los debates teóricos, en su día a día, los artistas y gestores hacen cultura e intentan construir su vida en torno a ella, en medio de una realidad desafiante. Una cineasta, un maestro vichero, una mánager musical, un colectivo artístico y un poeta dan su testimonio.
Contracorriente
Si se miran las cifras, hoy el sector cultural colombiano vive cierta efervescencia. Según un reciente estudio de Confecámaras, entre 2014 y 2018 se registró un incremento del 21 % en el número de empresas formales de economía naranja, lo que trajo un aumento del 28 % en las empresas de ese tipo que generan empleo. Por su parte, el Ministerio de Cultura amplió este año en un 69 % el presupuesto del Programa Nacional de Estímulos y de Concertación Cultural, con una bolsa de veinticinco mil millones de pesos para creadores, gestores e investigadores.
Sin embargo, el mismo estudio muestra que un emprendimiento creativo no está libre de riesgos. De cada cien empresas creadas en 2013, cinco años después solo sobreviven treinta y ocho; y al examinar su evolución, cerca de la mitad de las empresas desaparece en los primeros tres años de operación.
Por su parte, los artistas dicen que hacen lo que les gusta, pero que les toca dedicar gran parte de su tiempo a otras actividades porque no les alcanza para vivir.
¿Qué implica que creadores y emprendedores se estén desdoblando para hacer sostenibles sus proyectos culturales? Cinco voces con trayectoria en el sector responden.
“NECESITABA TIEMPO MUERTO”
Laura Mora, cineasta
Medellín
Laura Mora es una cineasta paisa de treinta y ocho años que lleva buena parte de su vida dedicada a su oficio, pero que es ampliamente reconocida desde que en 2018 su película Matar a Jesús se llevó ovaciones en Colombia y el exterior. Hoy se dedica a dos cosas: a buscar la forma de sacar tiempo para terminar de escribir su próximo largometraje, Los reyes del mundo, y a cumplir con un contrato que firmó para codirigir una miniserie durante dos meses. Haber tomado este trabajo ha significado para ella dejar de pensar en su obra, pero a la vez le permitirá costear su vida durante 2020 y así meterse de lleno a producir la película.
Mora dice que todavía no ha podido acostumbrarse a vivir así. “Cuando estoy en silencio y pienso en todo el mierdero interno que he armado, gracias a mi capacidad de autosabotaje, me doy cuenta de que la responsable he sido yo, solo yo, por lo nefasto de mis decisiones”, dice. Sin embargo, también sabe que todo podría ser mucho más arduo. Por ejemplo, el proceso de creación de Matar a Jesús: doce años le costó madurarla y por poco acaba emocionalmente con ella. (La película se basa en el asesinato de su padre a plena luz del día en Medellín en 2002.)
Antes de empezar su carrera, Mora vivió cinco años en Australia, donde financió sus estudios de Cine trabajando como mesera. En 2008 regresó a Colombia. Dos cosas la abrumaban: que sus compañeros de generación –Ciro Guerra, Rubén Mendoza, entre otros– hubieran producido su primer largo antes de los treinta años, y la idea de volver a vivir en Medellín, escenario del crimen de su padre.
Con apenas dos cortometrajes universitarios, logró trabajar como script en El cartel de los sapos (2011), candidata a mejor película extranjera en los Óscar en 2012. Ahí supo por primera vez que ser cineasta significa muchas veces saber responder a la necesidad de poder vivir de algo, de generar ingresos, sin que esto satisfaga necesariamente sus ambiciones artísticas. En 2012 entró a lo que ella llama “el servicio militar”: los diez meses que pasó dirigiendo, junto con Carlos Moreno, Escobar, el patrón del mal. Fueron jornadas de catorce horas en las que dice haber entendido “que ese modelo hiperproductivo me llevó a sacrificar mi visión narrativa y estética del relato”.
Cuando terminó su trabajo en Escobar, rechazó las propuestas comerciales que le llegaron y usó la plata que recibió para financiar unas sesiones de escritura en Cali con Alonso Torres, coguionista de Matar a Jesús, y viajar a San Antonio de los Baños, en Cuba, para participar en un taller de reescritura de guion. “Allá supe lo que necesitaba: tiempo muerto –dice–. ¡En Colombia me sentía tan domesticada! En Cuba la vida era sentarme en una esquina a tomarme una cerveza y fumar un cigarrillo, mirar la gente pasar y volver a escribir. En Cuba estaba a punto de llorar a cada rato, porque estaba en carne viva, y así es como uno tiene que estar cuando va a crear”.
Allá en la isla desapareció una primera versión grandilocuente del guion de Matar a Jesús, y surgió una marcada por la visceralidad de las conversaciones que Mora sostenía en sueños con el sicario de su padre. También en Cuba emergió la abstracción poética que desactivó la venganza que amenazaba el sentido de la historia. Con un nuevo guion en mano –y tras dos años sin conseguir financiación de fondos internacionales– volvió a Colombia y consiguió estímulos para rodar la película, por la cual recibió trece premios en festivales nacionales e internacionales.
Mora dice que, sin embargo, las ventas de la película no le dejaron mayores ingresos. Casi todas las ganancias quedaron en manos de productores y agentes de venta, y los honorarios por escribir el guion y dirigir solo le sirvieron para sostenerse durante el rodaje y la posproducción. “No tenía con qué pagar el arriendo. Entonces busqué a una amiga que hace publicidad y le dije: ‘Soltame un par de comerciales’”.
Hoy, convencida de que debe poder tener más control sobre sus ingresos, tiene junto con otros cineastas una productora propia, La Selva Cine, que coproducirá su próxima película. Mora dice que dirigir una serie le permitirá no tener que “meseriar” más, hacer publicidad, ni participar en narcoseries. A la pregunta sobre si considera que ese paréntesis podría afectar su proceso creativo, responde: “Yo quiero pensar que no, pero es probable que esté sacrificando tiempo valioso para reescribir el guion y para alimentarme, que es leer y ver cine”. Hace una pausa, mira a un punto ciego, luego vuelve y concluye: “No debería hacer ese ejercicio mental. ¿Sabés por qué? Esa es mi realidad ahora y será mi realidad durante los próximos años”.
“HAY QUE EMPUJAR LOS LÍMITES”
Onésimo González, vichero
Tumaco
Desde que cumplió siete años, Onésimo González ha estado involucrado en los procesos que permiten la producción de viche. Hoy tiene sesenta y, además de mantener su rol como representante de ese oficio ancestral y portador de un patrimonio cultural inmaterial, es líder comunitario en la vereda Soledad Curay, a una hora de Tumaco.
El viche ha existido durante más de cuatro siglos entre las comunidades de la costa Pacífica colombiana, y ha servido no solo para animar fiestas populares y aliviar velorios, sino también para curar dolores y mordeduras de culebras, para tratar enfermedades y resolver conflictos. A pesar de la prohibición, y de los obstáculos que históricamente le han puesto a su circulación, hoy los esfuerzos por lograr su reconocimiento, certificación y salvaguarda avanzan con firmeza. Sería un logro justo y, visto desde el punto de vista competitivo, muy merecido, pues, junto a sus derivados, el líquido cristalino y aromático es la bebida oficial del Festival de Música del Pacífico Petronio Álvarez, consumida y admirada por su calidad por locales y turistas.
A González la producción de viche le permitió estudiar Administración Agropecuaria y pagar la universidad de sus dos hijos. Esto último para él es importante, pues el nuevo boom de la bebida se ha convertido en un incentivo para que muchos jóvenes decidan no irse a raspar o cultivar coca. “Nosotros sabemos que dos generaciones se perdieron en la coca –dice–. Por eso los viejos entre cincuenta y setenta años que lideramos la actividad agrícola hoy nos damos la pela porque los niños recuperen la tradición. Si no hacemos empatía con ellos, el deseo de cambiar caña por coca en el Pacífico será un fracaso”.
La bonanza actual, sin embargo, no es para él una razón para estar tranquilo. La sobreproducción de viche en los años ochenta hizo que los precios se estancaran y que el mercado alcanzara un techo. Muchos pobladores se volcaran a la pesca de camarón y luego, entrados los años noventa, al negocio de la coca. Por eso su rol en su comunidad es naturalmente doble: producir viche hoy implica ser a la vez un líder, y ser un líder significa tener preocupaciones y dar luchas muchas veces incómodas. González cuenta que muchos jóvenes tumaqueños no ven por qué someterse al extenuante trabajo de producir viche –cortar la caña, cargarla al hombro, molerla en trapiches, separar residuos sólidos, fermentar el jugo y destilarlo– por cincuenta mil pesos diarios. Y dice que algunos lo ven a él incluso como “un frustrado y muerto de hambre por querer regresar al monte a tirar machete”.
La falta de mano de obra es el principal cuello de botella que, según González, enfrentan hoy los emprendimientos vicheros. A esto se suman otros problemas. La bebida todavía es ilegal y las autoridades pueden decomisarla. Como el oficio también es ilegal, no puede constituir empresa ante la Cámara de Comercio. Sin ese respaldo no puede solicitar créditos bancarios, y sin estos se ve obligado a pagar de contado la materia prima y la mano de obra diaria.
Sin embargo, como cientos de vicheros, él ha encontrado estrategias para seguir haciendo lo que hace. González cuenta con orgullo que el viche que prepara con sus cuatro hermanos ha logrado penetrar mercados en el interior del país y hoy se ofrece en los mejores restaurantes del Valle del Cauca. “Yo me cuido de no mencionar los sitios donde lo comercializo y cómo llego a ellos, pues mi papá me enseñó: ‘Si tú quieres mantener vigilado a tu enemigo, nunca le demuestres que eres su enemigo, y así lo vas a mantener en la palma de tu mano y sabrás cómo moverte’. Yo le pago al sistema como él me ha pagado a mí. Imagínese lo que nos toca hacer. Acudimos a nuestros clientes y les proponemos: ‘Préstennos tanta plata y la descontamos del viche que les mandamos’. ¡Esos son los bancos que tenemos, y no nos cobran intereses!”.
Hoy González ha logrado conseguir equipos que liberan la bebida de carburantes, al punto de que el Invima contempla su alambique como modelo base para el resto de emprendimientos.
Antes de morir, Onésimo González padre confesaba el terror que sentía al pensar en la desaparición de la cultura vichera. Hoy su hijo empuja los límites y ha liderado la creación de La Mesa del Viche, un espacio comunitario que, junto con otras instituciones, busca conseguir recursos para montar unidades de producción que cumplan, por fin, con las exigencias del Invima.
“MI LUCHA ES RESCATAR LO HUMANO”
Alejandra Gómez, productora musical
Bogotá
“Hola. No sé si te sirva de algo, pero ayer decidí cerrar la oficina porque no tengo cómo pagarla. Así que, mientras escribes tu artículo, Biche regresa a la sala de mi casa”. Eso me escribió hace pocos días Alejandra Gómez, una caleña de treintaiún años aficionada a la música latina alternativa, mánager de Frente Cumbiero y fundadora de Biche, una productora con seis años de vida que ha puesto a girar por América Latina y Europa a bandas neotropicales colombianas como Los Pirañas, Meridian Brothers y Mitú. Gómez, además, participó en la producción ejecutiva de la grabación de Elegancia tropical (2012), de Bomba Estéreo, y Hecho a mano (2012), de Monsieur Periné. Poco antes del cierre de esta edición, se alistaba para viajar a Finlandia por su trabajo como curadora de Womex, una de las ferias comerciales de músicas del mundo más tradicionales.
La oficina de Biche estaba ubicada en el segundo piso de una casa compartida en el barrio Teusaquillo, en Bogotá, y Gómez decidió cerrarla porque los ingresos del mes no alcanzaron para pagar su salario y porque se vienen, según dice, meses muertos para agendar conciertos de las bandas que representa. La situación, además, hace que Biche tampoco tenga plata para invertir en material promocional de sus bandas. “No nos alcanzó ni para unas postales. Eso quiere decir que los potenciales compradores solo van a tener una tarjeta de contacto entre doscientas tarjetas de contacto. Tendremos que hacer uso de los recursos de siempre: sonreír y caer bien, y esperar que eso sea suficiente”.
Mientras habla de la inestabilidad que vive, Gómez evita, sin embargo, quejarse. Dice: “Nosotros parimos micos y lo disfrutamos un montón. Nadie nos puso en esta situación. Nadie nos pidió ofrecer una alternativa musical en Colombia. Nosotros nos pusimos aquí. Podremos ser precarios económicamente, pero no somos precarios en amigos y aliados”. Además, considera que debe pagar un precio por “sacar el machete para abrir un camino desconocido”, como lo es activar circuitos de circulación en Asia y América Latina sin más asesoría que el olfato y la experiencia.
Ella y su equipo de tres personas ponen a girar bandas en el exterior cada verano. “La gente jura que estamos en un yate tomando mojitos, porque eso es lo que uno muestra en las fotos. Pero uno no muestra la cargada de cables, la barrida de camerinos y la pintada de techos. Girar es cabronsísimo. Uno come mal, duerme mal y como todos acá somos rumberos, más voltaje”, cuenta. Gómez no le teme a una fuga de talentos por falta de estabilidad económica. Dice más bien que, a falta de una oficina propia, de una disquera o de una bodega llena de backline, lo que está en riesgo es el cuerpo, la salud mental, la vida privada: “A veces uno toma decisiones necias y se da en la mula por años porque no tiene un segundo para parar; si para, se cae la vuelta”.
Hace un año decidió empacar maletas para irse del país y cortó su relación con los grupos The Kitsch y Los Pirañas. “Necesitaba que mis bandas dejaran de verme como un puto robot respondiendo mails, y yo necesitaba oírlos, entender sus tiempos vitales”. Entender los tiempos vitales significa, por ejemplo, percatarse de que, si el músico se convirtió en papá, lo último que anhelará es irse de tour, por más de que esté en el apogeo de su carrera. “Suena muy Minuto de Dios, pero mi lora de este año es pelear por rescatar lo humano en una escena con mucho ego y poca plata. Si no rescato lo humano, no habrá lucha estética ni política, porque las luchas no provienen de las máquinas”.
“NO BUSCAMOS EL PUNTO DE EQUILIBRIO”
La Usurpadora, colectivo artístico
Barranquilla
Pocos proyectos artísticos son tan escurridizos a las definiciones como La Usurpadora. En 2011, María Isabel Rueda, una artista cartagenera de cuarenta y ocho años, y Mario Llanos, un fotógrafo barranquillero de treinta y uno, empezaron a difundir la obra de creadores emergentes del Caribe usurpando lugares emblemáticos de Puerto Colombia, Atlántico. En 2012, cuando consiguieron una casa rodeada de vegetación, cercana al mar, la plataforma mutó a un programa de residencias que ha acogido a artistas colombianos, brasileños, canadienses y franceses. En 2015 se convirtió en un proyecto de investigación curatorial que ha rescatado del olvido cuatro pilares del arte caribeño y los ha conectado con las nuevas generaciones. La Usurpadora ha sido muchas cosas, pero nunca ha renunciado a su vocación de ser puente, túnel, agujero. “Somos una idea que siempre reacciona al contexto”, dice Rueda.
El reconocimiento de La Usurpadora en la escena artística colombiana está atado a su labor curatorial en dos eventos recientes: el Salón Regional de Artistas Zona Caribe de 2018 y el 45 Salón Nacional de Artistas de este año en Bogotá. Su nombre también ha cogido vuelo por dos hechos más locales, poco comentados: la presión que lideró hace tres años para que la Secretaría de Cultura de Barranquilla abriera un portafolio de becas para artistas, y las pesquisas que ha hecho para construir una memoria no oficial del arte caribeño. En una ciudad cuya movida artística depende en gran parte del Museo de Arte Moderno de Barranquilla, que también lucha por sobrevivir, y cuyos espacios alternativos se extinguieron a mediados de los años ochenta, ¿cómo se las arregla La Usurpadora para hacer lo que hace?
Si hay un caso, me cuenta Llanos, que encarne las turbulencias que atraviesan y el método que aplican es la recuperación que hicieron de la obra del momposino Alfonso Suárez, pionero del performance en los años ochenta. En 2014, aprovechando que hacía veinte años él había ganado el Salón Nacional de Artistas con Visitas y apariciones (1993), una acción de aura esotérica que rinde homenaje al médico venezolano José Gregorio Hernández, decidieron recopilar su obra y estudiarla. Durante seis meses visitaron el cuarto donde reposa su archivo en Barranquilla, acumularon horas de entrevistas y consiguieron recursos, por medio de la Secretaría de Cultura de la Gobernación del Atlántico, para montar nuevamente el performance en el Museo del Atlántico. Eso implicaba reparar el vetusto guacal desde donde Suárez hace la aparición, montar una escenografía con veladoras, improntas, goteros y otros elementos, y transportar varias decenas de fotografías y dibujos que se derivaron de la acción años después.
“Nosotros llegamos a él en un momento vital de su vida: tenía cáncer –cuenta Llanos–. A partir de ese proyecto, en el que Alfonso fue a la vez enfermo y sanador, levantó su energía y pasó por un proceso de recuperación vertiginoso. Nunca se lo dijimos, pero teníamos la ilusión de que eso ocurriera. Entendimos que el arte no solo es intelecto, sino que tiene un impacto corpóreo, en el mundo real”.
Motivados por ese hecho, Rueda y Llanos llevaron el trabajo ambiental de Suárez, aquel que toma el río Magdalena para denunciar la pulsión devastadora del hombre, al Salón Nacional de Artistas de Pereira en 2016, y lo pusieron a dialogar con la obra del también olvidado Álvaro Herazo. Paradójicamente, aunque lograron restaurar y reimprimir las fotografías de ambos artistas y las donaron al Museo de Arte Moderno de Barranquilla, la muestra nunca ha sido expuesta en el Caribe. Nunca consiguieron presupuesto para hacerlo.
Por el trabajo sobre la obra de Suárez La Usurpadora no recibió un peso. ¿Cómo aguantaban el diario? Rueda dictaba la clase de cultura visual en una universidad barranquillera y Llanos trabajaba como asistente de curaduría en el Museo de Arte Moderno. Sobre los estímulos que reciben del Ministerio de Cultura, dice Rueda: “El dinero alcanza para producir una muestra, no para recibir unos honorarios. Todos los meses son algo desconocido para nosotros”.
En su voz no hay asomo de impotencia ni de agobio, y es porque ellos no están persiguiendo un punto de equilibrio económico. En últimas, siempre han logrado costear sus proyectos, sea con aportes de instituciones, sea con apoyos familiares, sea con los pesos que les regalan amigos o entusiastas. “La pregunta diaria no es cómo nos vamos a sostener. La pregunta diaria es cómo vamos a materializar lo que alucinamos”, aclara Llanos entre risas.
La Usurpadora le resta importancia al producto. Por eso es que en su residencia no siempre nace una obra o una muestra. Si la inmersión solo sirve como envión conceptual o anímico, basta, porque así impulsan el ritmo orgánico del pensamiento artístico y arman comunidad. Hacer arte para ellos es, en el fondo, tejer redes de apoyo sentimentales y físicas. En esa misma senda avanza su reciente objetivo de conectarse con la escena independiente de las islas del Caribe. “Lo que siempre hemos buscado es encontrar gente que nos proponga otras formas de habitar el mundo”, concluye Rueda.
“LA POESÍA NO ES UN TRABAJO”
Horacio Benavides, poeta
Cali
Son contados los poetas de región que han logrado tener un editor, recibir plata por sus libros y alzar premios nacionales en Colombia. Horacio Benavides, nacido hace setenta años en Bolívar, Cauca, es uno de ellos. Por su libro La serena hierba (2011), que obtuvo el Premio Nacional de Poesía del Ministerio de Cultura en 2013, recibió cuarenta millones de pesos. Por su libro de adivinanzas Ábrete grano pequeño (2015), del que el Ministerio hizo setecientos cincuenta mil ejemplares, recibió pago por derechos de autor. Sin embargo, Benavides no vive de la poesía. Y no porque perciba muros institucionales o culturales que se lo impidan. Para él, todo se debe a algo bastante más simple: la poesía no es un trabajo.
Benavides vive en una casa antigua en el tradicional barrio San Cayetano de Cali, y desde allá me explica por teléfono su visión de las cosas: si en un trabajo hay un objeto sobre el que se trabaja, un horario, un resultado, un jefe y un salario, en la poesía lo que hay es un vacío, la página en blanco y, si el poeta tiene suerte, un chispazo; algo pasa en el cerebro, chocan dos cuerdas y producen luz. “El poema llega cuando quiere, si es que llega; lo más seguro es el fracaso. Por andar en este juego no te van a pagar. En el mejor de los casos, descubres que te has quedado dándole vueltas a un deseo infantil y no sabes cuál es”.
Benavides cree que una sobrecarga de trabajo puede ser mortal para el juego de crear, y tener todo el tiempo libre también puede serlo. Él no habla de hacer poesía, sino de vivir la experiencia poética, que busca contactos entre las partes que somos: cuerpo y espíritu, consciente e inconsciente. “Somos seres separados, éramos animales y en un momento nos inventamos, nos creamos personas; la experiencia poética busca reunirnos. Para hacerlo, desde mi manera de ver, debemos utilizar el mejor momento del día, un estado de agotamiento no sería conveniente. Trato de evitar todo lo que me impida tener este instante”.
Por eso, desde los años ochenta, y apoyado por entidades culturales del Valle del Cauca, hace un trabajo lejano al mundo oficinista y cercano al juego: dicta talleres de poesía para niños. “Los niños pueden ser terribles, pero se inclinan del lado de la poesía y de la ciencia; creen, como yo, en fantasmas y en seres extraordinarios”, me explica. Este semestre ha realizado el Taller de Seres Imaginarios en una escuela de Palmira, al que van treinta niños de estratos uno y dos, llegados con sus padres sobre todo del litoral Pacífico. Inspirado en los montajes teatrales de Jairo Aníbal Niño, construye el guion de la obra con los estudiantes, que narran, actúan, dibujan, cantan… se fugan en el juego.
¿Por qué pelea Benavides? ¿Por conseguir qué o en contra de qué? Me responde que él no lucha, porque luchar está en el campo de la voluntad, y en la poesía la voluntad tiene una incidencia estéril. Deja que las cosas sucedan, separa una parte del día para concentrarse, para estar en torno a la poesía, aunque esta no llegue. “A esta altura de mi vida, el trabajo me busca. Como trabajador independiente, pago las retenciones estipuladas, dejo gran parte de lo que me imaginaba ganar en el bolsillo de otros, pero ya no me muero de hambre”.