CINE

“Me interesa Latinoamérica, en Europa no pasa nada”: Nicolas Azalbert, de 'Cahiers du cinéma'

Hablamos con el francés Nicolas Azalbert, de la revista de crítica de cine más prestigiosa del mundo: 'Cahiers du cinéma'. Entre el 10 y el 16 de octubre estará en el Bogota International Film Festival.

Pedro Adrián Zuluaga*
1 de octubre de 2019
Azalbert conoce el cine colombiano, y el latinoamericano. Y ha contribuido a airear la discusión sobre cines periféricos en 'Cahiers du cinéma'. Foto: Cortesía.

Este artículo forma parte de la edición 167 de ARCADIA. Haga clic aquí para leer todo el contenido de la revista.

Fundada en 1951 por un grupo del que formaban parte, entre otros, el crítico y teórico André Bazin, la revista Cahiers du cinéma tuvo una primera década meteórica. Entonces sirvió de base para el lanzamiento de la nouvelle vague, el movimiento de directores que trastocó los cimientos del cine francés a partir de títulos como Sin aliento, de Jean-Luc Godard, y Los cuatrocientos golpes, de François Truffaut. Hasta hoy, la revista ha tenido una existencia tormentosa, agitada por debates de los que es posible extraer una historia intelectual, política y económica.

A ella llegó Nicolas Azalbert en 2000, justo cuando la había adquirido, en medio de gran polémica, el grupo del diario Le Monde. Luego la compró Phaidon Press, y hoy es propiedad del dueño de esta editorial.

Azalbert conoce el cine colombiano –y latinoamericano en general–, del cual escribe con frecuencia en la revista. Con ello ha contribuido a airear la discusión sobre cines periféricos en los Cahiers. Ha sido jurado del Festival de Cine de Cali y del Fondo para el Desarrollo Cinematográfico (FDC), y conferencista en eventos como la Midbo y el Festival de Cine de Santa Fe de Antioquia. También forma parte del comité de selección del Festival de Biarritz, especializado en cine latinoamericano.

En sus textos sobre películas colombianas manifiesta una preocupación recurrente por cómo funciona la tradición. En efecto, su acercamiento al cine del Grupo de Cali o a las películas de Víctor Gaviria le ha permitido verlos como una gran influencia para los directores más jóvenes, en cuyas obras encuentra una actualización de los caminos abiertos por esos antecesores. La siguiente conversación ocurrió como antesala de un taller de crítica en el Bogota International Film Festival (BIFF), que conducirá Azalbert.

Cuando usted llegó a los Cahiers existían pocos antecedentes de textos sobre cine latinoamericano. Usted aportó esa mirada en un momento en que florecía el Nuevo Cine Argentino. Empecemos por hablar de cómo se incorporó esta nueva fase del cine latinoamericano a la revista.

Antes de esta nueva época, Sylvie Pierre fue de las pocas que escribió de cine latinoamericano, sobre todo de Glauber Rocha y el cine brasileño. En los años setenta se hablaba un poco de cine latinoamericano, pero siempre desde un punto de vista político, cuando los Cahiers atravesaban su periodo maoísta. Todo el Tercer Cine que se hizo y teorizó en esos años gustaba mucho a la revista, pero había poco interés por las culturas cinematográficas de cada país. Yo tuve la suerte de llegar a vivir a Argentina en 2003, en pleno auge del Nuevo Cine Argentino, y después conocí Colombia y otros países. Fue un enriquecimiento para la revista abrirse a otro continente y a otra manera de hacer cine, y sobre todo proponer a los lectores europeos una mirada diferente sobre lo que ellos suponían del cine latinoamericano.

Usted dice que el cine argentino (y el latinoamericano) tuvo en la primera década del siglo XXI una gran capacidad de innovar y ser fresco, y que hoy existe una pérdida de frescura, que los directores están más preocupados por ser productores. ¿Puede ampliar esta idea?

Siempre se necesita una ley de cine para que las cinematografías latinoamericanas florezcan. Al principio son jóvenes los que hacen las películas, con una necesidad de expresarse y una urgencia de contar algo de lo que pasa en sus países. La situación latinoamericana es mucho más interesante que la europea. En Europa, en el momento de la Segunda Guerra Mundial, y unos años después de esta, hubo mucha exaltación creativa; pero desde entonces no pasa nada, ni en términos políticos ni cinematográficos. Por eso me interesa tanto el continente latinoamericano, porque hay un deseo de experimentar y contar cosas necesarias. Y eso se pierde un poco cuando los directores se plantean sobrevivir de lo que hacen y hacer una carrera.

En el caso del cine colombiano, contrario a lo que ve en otros cines de la región, usted nota en los nuevos cineastas menos unos rompimientos con la tradición y más unos vínculos, una continuidad de lo que ya estaba presente en las obras, por ejemplo, de Víctor Gaviria y Luis Ospina.

Sí, fue algo que se vio en el Festival de Biarritz en 2017, cuando hicimos una retrospectiva e invitamos a Víctor Gaviria, Ciro Guerra, Luis Ospina y Óscar Ruiz Navia; me pareció muy verdadero el vínculo que los jóvenes tenían con los directores mayores, y estos directores a su vez tenían mucha ternura y respeto por el cine de Ruiz Navia o de Guerra. Ruiz Navia estudió en la Universidad del Valle, donde Luis Ospina daba clase, y hay algo en el uso de actores no profesionales que vemos en el cine de Gaviria, que también está en el de Ciro Guerra y Óscar Ruiz Navia; así como la mezcla de documental y ficción. Por eso me parece que hay un reconocimiento de un cine del pasado que no hubo en Argentina. Quizá tenga que ver con que allá toda una generación desapareció durante la dictadura, entonces no es una relación entre hijos y padres, sino entre hijos y abuelos (como Leonardo Favio, por ejemplo), con algo roto en el medio.

Recuerdo bien la foto de los cuatro directores en Biarritz. Fue el polémico año del intercambio Colombia-Francia, y se criticó mucho que en esa retrospectiva todos fueran hombres. Las mujeres han ocupado otros lugares en el cine colombiano –la producción o la gestión cultural–, no tanto la dirección, pero hay casos como los de Marta Rodríguez o Gabriela Samper, y muchas nuevas directoras mujeres. Estas muestras parecen entonces crear y reproducir cánones y exclusiones.

Sí, es un debate que ahora se da mucho y que me fastidia un poco. Hay grandes cineastas mujeres, como Lucrecia Martel, pero cuando no hay, no hay. Cuando diseñamos el foco con esos cuatro directores, pensamos en invitar a una cineasta mujer. Pero ¿quién había? Catalina Villar hubiera podido ser muy interesante, no obstante me parecía que no se integraba bien, ni en términos de lo generacional ni por su tipo de cine, pero no porque fuera mujer.

Estaba Marta Rodríguez, por poner un ejemplo, una cineasta con una obra continua en el tiempo y con un documental como Chircales, que es un referente latinoamericano. Más allá de cuestionar una muestra puntual resultan problemáticas estas lecturas de los cines nacionales en que no se contemplan los puntos intermedios; suponer por ejemplo que cuando aparece la ley del cine no había nada en el cine colombiano. Eso es inexacto, siempre hubo continuidad y esfuerzos por hacer películas aun en medio de muchísimas dificultades.

Obviamente. En algunos textos hablo de eso, de que siempre hubo intentos de cineastas, y programas estatales que apoyaron para que sucediera algo, pero la diferencia sí es notable frente a lo que ocurre hoy en día con el cine colombiano. Antes se podía decir que existía un cineasta, o una tentativa o un intento. Ahora se hacen películas de manera continuada y estable en Colombia.

Lo urbano fue central en el cine del Grupo de Cali y en el de Víctor Gaviria, pero hay un cine contemporáneo que busca las fronteras y las periferias rurales. ¿Cree que esto se explica por la historia colombiana y las condiciones de producción, o es más bien una tendencia internacional en que nuevos cineastas del país dialogan con cines del sur?

Me dirás si estás de acuerdo o no, pero en el caso de Colombia me parece que tiene mucho que ver con la posibilidad de ir a filmar en lugares a los que antes no se podía ir.

Sí, y a la existencia de recursos económicos para salir de la ciudad.

Esto no lo tenía tan claro. Y sí, hay una tendencia no sé si mundial pero sí de algunas cinematografías, y es el deseo de filmar en los márgenes, cerca de las fronteras y las provincias; alejarse de las grandes ciudades que, aun teniendo cosas específicas, se parecen todas. Tal vez es una manera de dialogar con raíces más fuertes, con algo más propio.

Es inevitable que esta tendencia dispare la discusión sobre si se trata de un consumo de exotismos: una cierta mirada eurocentrista sobre estos espacios periféricos, aprobada por una institucionalidad de la que formamos parte los críticos de cine y los festivales.

No lo pienso así. Creo, y lo he mencionado varias veces, que los fondos europeos pueden influir mucho en la producción latinoamericana en cuanto a temáticas y locaciones. Pero veo como algo auténtico de parte de los cineastas el deseo de mostrar realidades que no se veían antes. Por ejemplo, cuando Jhonny Hendrix Hinestroza va a filmar Chocó, veo más una necesidad propia de filmar esta región que algo para la mirada europea.

¿Está de acuerdo conmigo en que las películas están saliendo de esa tendencia y que las miradas van cambiando hacia direcciones nuevas? Pasados los años de obras emblemáticas recientes como La tierra y la sombra, La sirga o El vuelco del cangrejo, ¿cómo ve este momento particular?

Pasó lo mismo en Argentina y en otros países. En una primera película hay algo de expresión un poco salvaje, una necesidad de poner algo muy auténtico; después los directores se enfrentan a las dificultades de producir filmes con regularidad, quizá con un poco menos de inspiración. También la tentación de repetirse, porque eso tal vez facilita conseguir fondos, o asumir el riesgo de hacer un cine diferente al que se espera. Hay casos como el de Pablo Trapero en Argentina, cuya meta desde el principio fue ir a Hollywood a filmar una película de acción; no quiere hacer más cine independiente.

¿Cómo ve el caso de Ciro Guerra, un cineasta que empieza en un formato de producción pequeña y que marca un derrotero con La sombra del caminante, y a quien ahora vemos trabajando en el cine internacional con películas en inglés o en series para Netflix? ¿Terminará perdiendo eso que –y en todo caso me parece una palabra complicada– llama autenticidad?

Ciro Guerra es un caso particular. Él abrió las puertas al nuevo cine colombiano, mostró que se podían hacer películas sin mucha plata. Es un poco el Pablo Trapero colombiano. En Pájaros de verano veo un manifiesto claro de ese giro: hacer todavía una película en Colombia, pero narrada como si quisiera filmar su Padrino. Es un cineasta muy consciente y sabe a dónde va. No intenta engañar.

Ya que usted trabaja mucho en sus textos el asunto de las herencias, ¿qué piensa del cine de Rubén Mendoza, cuya visión personal está muy entrelazada con el legado de directores como Luis Ospina, al que alude directamente en sus películas?

El cine de Mendoza lo veo como algo demasiado visceral. Es como un vómito. Creo que falta un poco de armazón en sus películas y que le cuesta estructurar toda esta rabia contenida. Tal vez por eso pasa mucho tiempo en el proceso de edición y sus películas tienen muchas versiones.

Supongo que en el taller de crítica del BIFF encontrará estudiantes muy jóvenes. Entonces me interesa pensar también la crítica en relación con la tradición. Los críticos, como los cineastas, tenemos que enfrentar el problema de los referentes y las influencias. Usted ha manifestado reconocerse en la tradición de Serge Daney, y defiende un acercamiento ético y moral a las películas y su punto de vista. ¿Cómo se puede transmitir esta visión sobre el cine a estudiantes con preocupaciones muy distintas?

Hice un taller en Venezuela hace como cinco años y seguro que sí voy a notar una diferencia todavía más grande entre los jóvenes de ahora. Este acercamiento ético al cine lo enseño a partir del controvertido plano final de Kapò, de Gillo Pontecorvo [donde el director reencuadra en un travelling a una mujer que se lanza contra el alambrado de un campo de concentración] y de la argumentación que sobre la abyección o inmoralidad de ese plano hacen primero Jacques Rivette en los años sesenta y luego Serge Daney unas décadas después. Son ejemplos muy básicos, pero espero que todavía funcionen entre los jóvenes para entender un tipo de razonamiento ético sobre el cine. ¡Ojalá!

¿Cómo lidia un crítico con las películas de cineastas con miradas muy incorrectas sobre la violencia y las cuestiones de género, como Tarantino o Lars von Trier? En sus películas hay una tensión permanente entre autonomía estética y valores éticos.

La casa de Jack, de Von Trier, fue portada de los Cahiers, pero creó bastante polémica dentro del comité de redacción. A mí no me gusta la película, sin embargo creo que el director juega con esa tensión entre estética y ética, y eso me parece respetable. Para mí, no lo resuelve de manera pertinente, pero por lo menos lo plantea. Otros directores, como el mexicano Amat Escalante, ni siquiera se lo cuestionan.

Veo mucho pesimismo en su mirada sobre el cine del presente, entonces quisiera terminar con unas preguntas muy puntuales. ¿Qué cineastas actuales le interesan, tanto de Francia como de América Latina?

De Francia es muy fácil porque hay pocas cosas interesantes. Me interesan Bruno Dumont y  Alain Guiraudie. Para mí no hay más, son los dos únicos. En Argentina, me encanta lo que hace Mariano Llinás, lo que hizo en La flor, y en general lo que hacen en una productora como El Pampero.

De cine colombiano, ¿le ha sorprendido algo recientemente?

Me gustó mucho Tantas almas, la primera película de ficción del documentalista Nicolás Rincón Gille, que aún no se ha estrenado.

¿Cómo se ubica su revista frente a las series? Muchos críticos y espectadores creen que ahí está la renovación del lenguaje audiovisual y otros ven el fenómeno con mucha resistencia.

Hablar o no de las series fue un debate importante dentro de la revista. Hicimos tres portadas sobre Twin Peaks, que es una serie, pero es Lynch. Y hubo un número solamente sobre las series, aunque ya hace tiempo, en la época de Mad Men. Al principio hubo mucho entusiasmo; pensábamos que las series iban a ser más interesantes que las películas porque tenían más tiempo para experimentar y desarrollar mejor a los personajes. Creo que mucha gente tuvo esa expectativa, pero al final no fue lo que sucedió.

*Zuluaga es escritor, periodista y crítico de cine de ARCADIA.