Arte y medioambiente

Arte y crisis climática: cuatro artistas que exploran esta relación en Colombia

Los artistas contemporáneos y los demás actores del arte –teóricos, curadores, galeristas– se aproximan a la emergencia ambiental desde diferentes miradas. Aquí algunos ejemplos.

Ana Mustafá*
29 de octubre de 2019
'Autoboy' (2018), de Juan Manuel Parra.

En los años noventa, el historiador y crítico de arte Hal Foster escribió que la institución del arte ya no podía definirse en términos espaciales. Gracias al surgimiento del performance y el arte conceptual –además de la presión de movimientos sociales como el feminismo o el psicoanálisis–, el arte se volvió una red discursiva que acepta e incluye subjetividades y comunidades. La redefinición de la institucionalidad del arte de Foster, que él llama el giro etnográfico, sirve para comprender que pensar la crisis ambiental desde el arte contemporáneo abarca necesariamente una red discursiva conformada por artistas, teóricos, curadores, galeristas, coleccionistas y museólogos que se aproximan a la problemática ambiental desde diferentes lugares, y esas aproximaciones abren diversas posibilidades.

Si partimos de la pregunta sobre qué puede hacer el arte por el medioambiente, lo más eficiente para generar un cambio concreto tendría que venir de las instituciones públicas y privadas, y el alcance dependería del fomento e implementación de políticas ecológicas. Por eso, ya existen iniciativas institucionales que solo financian proyectos con responsabilidad ecológica. Por ejemplo, Nicholas Serota, exdirector de la Tate Gallery de Londres, enfoca ahora su labor como director del Arts Council de Inglaterra en reducir de manera sustancial el impacto ambiental: “Nos convertimos en el primer organismo cultural del mundo en incluir informes y acciones ambientales en nuestros acuerdos de financiación a largo plazo con organizaciones artísticas”.

Aunque esto todavía no ha ocurrido en Colombia, desde el ejercicio curatorial hay cada vez más propuestas relacionadas con la crisis climática, y también ha habido algunas que se han preocupado por preguntarse por la ecología de las exposiciones; es decir, por que estas no solo se centren en abordar conceptualmente el tema, sino que también evidencien algo, en relación con la crisis, que vaya más allá de las piezas mismas. Por ejemplo, en la exposición Energ(ética) de Flora Ars+Natura y el espacio Plataforma de Idartes en 2017, que revisaba la relación entre arte y energía, se calculó el peso de cada obra en huella de carbono y se agregó esta información a las fichas técnicas de las piezas para crear conciencia por otra vía.

En la academia es célebre la crítica del pensador alemán Boris Groys al activismo en el arte. Él asegura que mientras los artistas activistas quieren cambiar el mundo no quieren dejar de ser artistas y, por ende, no quieren dejar de usar ciertos materiales y recursos que van en contra de su discurso teórico. Eso, según Groys, es un problema evidente en cuanto a lo conceptual, lo político y lo práctico.

Aún así, los artistas contemporáneos están cada vez más preocupados por hablar de la crisis climática desde el arte, y lo están no solo por la inminencia y pertinencia de dicha crisis, o por su dimensión y la creciente cobertura mediática, sino también porque siempre ha existido una correspondencia entre la necesidad del ser humano de crear y la reflexión sobre su hábitat.

ARCADIA quiso, entonces, buscar algunos proyectos –muy nuevos, coyunturales y de arte contemporáneo– de artistas colombianos, o relacionados con el contexto colombiano, que trabajan esa relación, y contar de qué manera lo están haciendo.

Bañando un escombro, de la artista Daniela Sáenz.

El arte del desperdicio

El artista bogotano Carlos Bonil participa en el X Premio Luis Caballero. Su obra está hecha con desperdicios u objetos viejos que encuentra y resignifica. Cuando era estudiante de Arte empezó a buscar cosas en los cajones, a desbaratarlas y a volverlas a armar. Dice que estamos regidos por un sistema métrico que casi siempre es en pulgadas y que entonces es fácil encontrar medidas que coincidan y hacer encajar objetos entre sí.

El interés central de Bonil es formal y conceptual. Está en la carga que trae cada objeto, dada por quién lo usó  y cómo lo usó. Al trabajar con desperdicios, Bonil no pretende hacer una denuncia, y le interesa más reciclar color y forma que material, problemáticas más cercanas a la dimensión estética del desperdicio.

Suelo turboso es el nombre de la obra que presenta en el Premio Luis Caballero, que se inaugurará este 28 de noviembre en el espacio El Parqueadero del Museo de Arte Miguel Ángel Urrutia (Mamu). “Un suelo turboso está compuesto principalmente de materia orgánica muerta en un lugar húmedo. Los gases expedidos en esta condición vician el oxígeno y hacen lenta la descomposición”, me dice. Pero no es precisamente la materia orgánica lo que le interesa, sino entender la ciudad como un espacio en lenta descomposición. “No solo pienso en los microorganismos muertos, vegetales, animales y humanos; también en los modos de pensar, las jerarquías y las posiciones políticas y religiosas. La única industria que sobrevive es la de la muerte”.

Para hacer Suelo turboso, Bonil usó materiales que tiene hace mucho tiempo en su casa-taller relacionados con su quehacer. Al usar estas piezas viejas, busca reciclar objetos e ideas. Y cuando termine la exposición, quiere reubicar y “preciclar” ciertos materiales, porque si bien no hace una labor ecológica con ello, desea ser consciente del ciclo de lo que usa y de que ese ciclo termina en el desperdicio. En su forma de relacionarse con los objetos subutilizados les da una vida útil nueva, más larga. Ahora, sin embargo, es más escéptico ante la crisis ambiental que cuando empezó a recolectar objetos, porque dice haber empezado a dimensionar su verdadera magnitud.

Incrustaciones en azul catódico (2017). Carlos Bonil. Videoinstalación

Arte, activismo y ecología

Naziha Mestaoui, una artista belga, usa la tecnología como herramienta para hacer activismo ecológico. Su obra Un latido, un árbol forma parte de la exposición Montes de María. El Caribe que no es costa, es bosque, cocurada por Flora Ars+Natura y Crepes & Waffles.

Esta muestra, que estará hasta el 31 de enero en la Zona T en Bogotá (carrera 12 n.° 83-61), revisa los Montes de María como una comunidad que ha resistido a la violencia y el desplazamiento sistemáticos, causados principalmente por la lucha por la tenencia de la tierra. Este espacio pretende visibilizar las problemáticas de esta región enfocándose en la conservación del bosque seco tropical, uno de los ecosistemas más amenazados del mundo.

La obra de Mestaoui consiste de una gran pantalla LED que proyecta un bosque virtual. Al frente, en todo el centro, se para el espectador. Si mueve los brazos hacia afuera, la pieza capta el latido del corazón al hacer ese movimiento y planta un árbol. Luego la pantalla muestra un número correspondiente al árbol recién plantado.

Esta acción, además de conceptual, tiene una incidencia directa en el bosque seco tropical de Montes de María, ya que por cada árbol virtual que aparezca en la interacción de los espectadores con la obra se plantará un árbol real en esa zona. Un latido, un árbol forma parte de un proyecto de reforestación global en que Mestaoui ha plantado más de un millón de árboles en los cinco continentes. Su trabajo, basado en instalaciones de luz y mapping a gran escala, se enfoca en la relación del hombre y la naturaleza mediante la tecnología, vista como una herramienta que posibilita cambios reales.

Esta creación interactiva condensa el objetivo del proyecto al que pertenece, que es llevar a cabo acciones concretas y sistemáticas, poniéndolas en diálogo con obras de artistas, en su mayoría de la región. Además, la exposición da cuenta del proceso que lleva la cadena de restaurantes Crepes & Waffles con los cultivadores locales –la compra de fríjol rojo cuarentano y miel, con el compromiso de que ellos dediquen un porcentaje de sus fincas a la conservación de la flora y la fauna locales–, y es también un espacio donde quien asista puede comprarles directamente sus productos.

Lo que se exhibe, entonces, es la suma de acciones de distinta naturaleza: artistas que piensan el territorio desde lo político, lo artesanal o la memoria, y la comercialización local y sostenible.

Transformar en vez de producir

Daniela Sáenz-Escombrazo empezó a recoger escombros de Bogotá, entendiéndolos, al principio, como testigos de la transformación que ella veía en el paisaje cotidiano. Luego de recolectarlos, se acercó a ellos: los lavó, los cepilló, los acarició.

La mayoría de los restos proviene de los edificios viejos que compulsivamente se tumban para construir en su lugar otros inmensos. En el ejercicio de notar los escombros, recolectarlos y cuidarlos hay entonces una nostalgia ante la destrucción, pero la aceptación de su estado presente.

Eso llevó a la artista a buscar su origen material. Encontró que la gran mayoría de los escombros que ha recogido son cemento y cemento pigmentado, y que su base es principalmente la piedra caliza, una roca sedimentaria compuesta por un mineral abundante llamado carbonato de calcio. Este se extrae de partículas diminutas del agua, y los animales marinos lo necesitan para la formación y el desarrollo de su esqueleto y su exoesqueleto. Donde existen grandes cantidades de piedras calizas hubo grandes océanos, porque la mayoría del carbonato de calcio son fósiles marinos presionados por la tierra durante miles de años. Esa presión formó las montañas de donde se extrae la piedra caliza.

Escombros, de la artista Daniela Sáenz

En la segunda década del siglo XX, en Colombia se dejó de importar cemento para extraerlo de Chingaza. Los escombros, entonces, son montaña y son páramo. Al encontrar que su materia prima se extrae de las montañas, y que es un recurso no renovable, Sáenz comprendió que el interés por el pasado no estaba solo en la forma del cemento al devenir escombro, sino en el pasado del cemento, en su origen. Y el interés por el pasado venía de quererse identificar con su entorno para saber cómo cuidarlo.

El trabajo de esta artista emergente se centra así en señalar y exaltar la montaña con gestos poéticos como colocar escombros limpios sobre almohadas en la calle.

Para el Laboratorio Cano, un proyecto de la Universidad Nacional para la formación de artistas y curadores emergentes, la artista quiso explorar la relación entre la ropa y la arquitectura, y diseñó trajes para los escombros. Al vestirlos los visibilizó; también a cada pieza como una sola.

Hoy Sáenz experimenta con cómo se comportan los escombros al llevarlos otra vez a la montaña. De alguna manera, sus acciones no son solo simbólicas: transportar el material a su lugar de origen es también devolverle a la montaña lo que era.

“No es trabajo, pero cansa”

Juan Manuel Parra trabaja la relación entre el campo y la ciudad desde su propia experiencia. Creció en una finca lechera, pero estudió en Bogotá, y su obra revisa las tensiones entre esos dos lugares, o las nociones asociadas a cada uno –lo natural versus lo artificial, lo físico versus lo virtual–.

Su obra Sin medir distancias (que formará parte de The Wrong Biennale, la bienal web de arte más grande del mundo, curada por Juan Covelli) se basa en la temporalidad, la representación y la producción en el campo, todo esto pensado desde la ciudad. Este proyecto, que implicó una movilización permanente entre el contexto rural y el urbano, fue hecho desde la buseta que lo transportaba, y desde la que él observaba el paisaje que no se puede abarcar.

Parra piensa que la crisis ambiental también es una crisis de la imagen; piensa en lo sucesivo en contraste con lo simultáneo. Sus piezas parten de ejercicios que él hace en espacios determinados. Examinan cómo esos espacios responden. Dice, para precisar estas ideas, que el campo está concebido bajo parámetros muy rígidos y órdenes marcados por la producción.

Por ello las acciones que realiza –que pueden enfocarse en lo formal o en la reflexión sobre los formatos de representación– están encaminadas a transformar dichas dinámicas. “No hay objetos verticales”, dice Parra. Entonces ubica una columna de varilla y flejes en la mitad de un lote, y observa que el ganado la usa para rascarse.

También fuerza representaciones virtuales o artificiales en el espacio físico del campo, y viceversa. En un catálogo de Semex, la mayor inseminadora del mundo, notó que las fotos de los toros tienen de fondo banners con fotos de un campo estático. Y sin embargo las fotos fueron tomadas en el campo real. El artista, entonces, pone esta imagen en crisis al ubicarla en otro contexto: lleva a su burro helicóptero a la ciudad y usa el banner que representa el lugar que habita para hacerle una sesión de fotos.

Parra está interesado en disociar ideas y formas de representar y trabajar sobre el campo, que en muchos casos se vinculan con una estética concreta. Por eso gran parte de su obra está hecha en plataformas digitales, que, como el bus, son un espacio liminal entre dos formas de la realidad.

*Mustafá es historiadora del arte con maestría en Análisis Cultural. Actualmente forma parte del equipo del 45 Salón Nacional de Artistas.

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