A lo largo de la historia, las relaciones entre arte y arquitectura se han dado de diferentes maneras. Para el hombre integral y humanista del Renacimiento, todo gran artista debía ser un gran diseñador: mientras que, como arquitecto, Gian Lorenzo Bernini diseñó la Plaza de San Pedro (1656-1667) del Vaticano, como artista elaboró una de las esculturas más recordadas de la historia del arte, el Éxtasis de Santa Teresa (1647-1651), en la iglesia de Santa María de la Victoria en Roma. Leonardo da Vinci planeó un sistema de defensa para Venecia mientras pintaba algunos de los retratos más influyentes de su época. Miguel Ángel realizó el proyecto de la Biblioteca Laurenciana (pensando en arquitectura: espacios, usos y acabados), ejecutó los frescos de la Capilla Sixtina (pensando en una unión entre la arquitectura de la Capilla y la pintura religiosa de su época) y pintó sobre tabla y tela sus delicadas madonas (pensando en la pintura como práctica autónoma con respecto a la arquitectura).
Durante el siglo xviii, algunos artistas venecianos practicaron el vedutismo, un tipo de pintura enmarcada dentro del paisajismo, consistente en la representación de la arquitectura y las ciudades. Estas obras estaban destinadas a servir como souvenir para viajeros extranjeros. Pintores como Canaletto lograron un nivel de sofisticación inusitado al elaborar descripciones visuales de Venecia, al óleo, con la misma calidad de arquitectos y cartógrafos; sin duda, sus líneas impecables y su manejo de la perspectiva y el color harían sonrojar a más de un delineante contemporáneo. El grabador Giovanni Battista Piranesi, más cercano a la arquitectura que a las artes plásticas, desarrolló varias series de grabados con representaciones de las antiguas ruinas de Roma. A medio camino entre la realidad taxonómica y la fantasía personal, los grabados de Piranesi lograron incursionar en la historia no solo como descripciones arquitectónicas, también como representaciones con valor histórico, arqueológico y artístico. A principios del siglo xx, algunos arquitectos y artistas radicalizaron sus posiciones frente a la separación de sus disciplinas y, retomando un término acuñado por el compositor alemán Richard Wagner, Gesamtkunstwerk (Obra de arte total), clamaron por la unión entre las distintas artes en el espacio arquitectónico.
La arquitectura ya no sería solo arquitectura, también sería música, pintura y diseño; el arte ya no representaría la arquitectura a la manera de Canaletto o Piranesi, ni siquiera a la manera de los impresionistas; ahora el arte estaría integrado a la arquitectura. Las artes, unidas, se habían enfilado hacia el propósito de generar nuevas condiciones de vida para el hombre nuevo de la posguerra.
En 1919 surgió en Alemania la Bauhaus, una escuela de arte, arquitectura, diseño, fotografía y artesanía, caracterizada por la simplificación de las formas, la eliminación del ornamento y la unificación de las artes. Arquitectos como Le Corbusier, uno de los más influyentes del siglo xx, trabajaron exitosamente en arquitectura, urbanismo, diseño industrial y artes plásticas, elaborando pinturas, acuarelas y libros de artista. Entre las décadas de 1920 y 1940, en pleno apogeo de la arquitectura moderna, con el trasfondo de Le Corbusier, el arte colombiano abandonó su pretendida autonomía académica para contagiarse de las búsquedas formales y espaciales de la arquitectura moderna, permitiendo la renovación y la transformación definitiva del arte nacional.
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En Colombia, salvo contadas excepciones, el artista profesional de principios del siglo xx se caracterizaba por haber egresado de alguna de las escuelas de Bellas Artes del país, en las que se enseñaba el arte como disciplina autónoma, separada de la arquitectura o de las artes aplicadas (que se aprendían en las escuelas de artes y oficios, una especie de Sena de la época), lo que parecía contrario a la tendencia del arte moderno europeo que clamaba por una reunificación. El arte de las escuelas colombianas solía ser académico y acartonado, fiel a la realidad. Algunos artistas desaparecían la pincelada, buscaban hacerla invisible a los ojos, pues la pintura no se debía a sí misma, no debía dejar rastro de sus ritmos y tiempos, la subjetividad del artista debía desaparecer. Las licencias eran muy pocas, la pintura se debía al cliente, que solicitaba la eliminación de arrugas o el retoque de algún lunar.
La instalación Os & los pejelagartos crocantes (2011), de Andrés Matías Pinilla.
Tal vez el único artista colombiano que procuró poner en práctica tempranamente el concepto de ‘obra de arte total’ propio de las escuelas modernas, fue un solitario de la década de 1920, Rómulo Rozo, quien intervino en la realización del Pabellón de Colombia en la Exposición Iberoamericana de Sevilla de 1929, mediante la ejecución de relieves, esculturas y diseños arquitectónicos referidos temáticamente al universo indígena y formalmente al universo europeo. Aunque el Pabellón cumplía con la función de estar destinado a una exposición de pinturas y esculturas, gran parte del mobiliario y los acabados elaborados por Rozo podían entenderse como obras de arte, hermosas y útiles, a medio camino entre las artes plásticas y las artes aplicadas, dispuestas para poner al visitante en una frecuencia que, a la manera de un manifiesto, permitiría la transmisión poética de un mensaje social e intelectual potente.
La ruptura más radical con la tradición figurativa, vino de la mano del pintor y escultor Eduardo Ramírez Villamizar, del dibujante Pablo Solano y del escultor Édgar Negret. Los dos primeros empezaron a estudiar Arquitectura, los dos se retiraron a mitad de la carrera y los dos se mudaron a París, Pablo Solano a trabajar en el taller de Le Corbusier, aunque terminó dedicándose al arte por recomendación de su maestro. Por su parte, aunque Édgar Negret nunca estudió Arquitectura, las influencias más notables de su producción venían de ella, fijando su atención en las torsiones esculturales del arquitecto Antoni Gaudí (cuyos edificios conoció en un viaje a Barcelona en 1953) o la arquitectura prehispánica (por la cual se interesó a través de su maestro, el escultor vasco Jorge Oteiza), en especial la de Machu Picchu, San Agustín, Tierradentro y Ciudad Perdida, que jugarían un papel determinante no solo en su trabajo, también en el de Ramírez Villamizar y Alberto Arboleda, un ceramista payanés de la época.
Aunque, con excepción de Rozo, ninguno de los anteriores incursionó en la idea de ‘obra de arte total’, sí evidencian la intromisión de los valores estéticos, formales y espaciales de la arquitectura moderna en el arte colombiano, abriendo un nuevo camino, cargado de formas simples, construcciones metálicas, relieves monocromos, edificios inútiles, estructuras cerradas y un abandono de la tradición figurativa.
Los arquitectos salvajes
El arte contemporáneo colombiano no ha sido indiferente a la tradición anteriormente esbozada. De la misma forma que la tradición del arte político, la tradición del artista permeado por la arquitectura ha hecho escuela en la escena contemporánea. Más allá de los artistas de los setenta y ochenta como Carlos Rojas, Rafael Echeverri, Manolo Vellojín, Ana Mercedes Hoyos, Éver Astudillo, Bernando Salcedo y el Grupo Utopía de Medellín, o de los fotógrafos Fernell Franco, Óscar Muñoz, Miguel Ángel Rojas, Jorge Ortiz y Leo Matiz, las referencias a la arquitectura oscilan entre la crítica social, la exploración del territorio, la vindicación de lo popular, la experimentación formal y espacial, la crítica a la historia del arte y a la arquitectura, el cuestionamiento a las fronteras o jerarquías entre disciplinas artísticas, la invención de nuevas tradiciones y la revisión de viejas utopías.
El relieve Mural horizontal (1965), de Eduardo Ramírez Villamizar, en la Biblioteca Luis Ángel Arango, en Bogotá.
En su serie Republicanos (2004-2006), el artista bogotano Andrés Orjuela (1985) retomó dos materiales empleados por la arquitectura colombiana de los siglos xix y principios del xx: el yeso y el cemento. El primero, frágil símbolo de la importación acrítica y precarizada de la modernidad europea (en Europa, los edificios neoclásicos habían sido construidos con acabados en piedra y madera, mientras que en Colombia predominaba el yeso); y el segundo, un material empleado en Colombia en la construcción de algunas catedrales neogóticas, que luego serían pintadas con aspecto de piedra, falseando el material original para hacerlo ver más noble (imitando las catedrales europeas). Sobre yeso y cemento líquido, Orjuela imprimió el cóndor (empleando una técnica de grabado propia), tal y como aparece en los escudos ubicados en las entradas de los edificios públicos del xix. El artista convirtió el cóndor en gallinazo (buitre negro americano), un ave carroñera parecida pero con menor dignidad, símbolo de muerte y desolación. El yeso termina craquelándose con el tiempo mientras se resquebraja el escudo, evidenciando no solo la crisis de los viejos proyectos civilizatorios y de los símbolos de unidad nacional, sino también una de las mayores discusiones de la arquitectura nacional durante el siglo xx: su incorporación crítica al territorio.
En algunas obras de Andrés Matías Pinilla (1988) es patente un cuestionamiento a las viejas utopías modernas: su revisión al concepto de ‘obra de arte total’, a los límites disciplinarios entre las artes y una crítica subversiva (aunque sutil) al arte cinético, óptico y minimalista de los sesenta y setenta. Os & los pejelagartos crocantes (2011) fue una instalación elaborada con láminas de fórmica y madera para la Feria de Arte Contemporáneo La Otra (Bogotá, 2011). Esta instalación parodia la búsqueda moderna de la ‘obra de arte total’ y apela al horror vacui al desplegar una sobrecarga de coloridos elementos geométricos constructivistas y suprematistas, así como mobiliario hecho en aglomerados artificiales (falsas e inútiles mesas y sillas de comedor, una incómoda chaise longue, etcétera), parodiando el interés de la arquitectura moderna por convertir el hogar en una “máquina de habitar” y, en oposición, la ciudad en una máquina para trabajar.
Gustavo Niño (1988) retoma fragmentos de la arquitectura popular colombiana, como los acabados en yeso, los muros descoloridos y los estucados venecianos, y los convierte en aparentes pinturas minimalistas (el minimalismo fue un movimiento estadounidense que buscaba alejarse de cualquier forma de representación de la realidad, aplicando la frase “lo que ves es lo que hay”). Lejos de cualquier formalismo zombi, Niño subvierte la pureza minimalista y la recarga culturalmente desde el universo social de las periferias latinoamericanas. Otros artistas como Camila Botero, Camilo Bojacá, Rodrigo Echeverri, Mateo López, Gabriel Sierra, Alberto Lezaca, Santiago Reyes Villaveces, Gonzalo Fuenmayor y Nicolás Consuegra, entre otros, se aproximan a la arquitectura desde diferentes frentes.
Una de las piezas de la serie Republicanos (2004-2006), de Andrés Orjuela.
¿Por qué estos artistas actúan como arquitectos salvajes? Porque no han sido domesticados por el racionalismo, la nueva forma de civilización implantada por la arquitectura moderna; porque no buscan integrar los oficios a la manera del artista renacentista, o representar la arquitectura a la manera de Canaletto o Piranesi; ni les interesa la arquitectura como excusa para experimentar con luz, forma y color (a la manera de Claude Monet); ni buscan integrarse con la arquitectura a la manera de las utopías modernas; ni quieren quedarse en la representación autónoma y estetizante del arte geométrico y cinético. Estos artistas no buscan crear ciudades imposibles, propias de los sueños totalitarios; no quieren presentarnos la miseria y las injusticias de nuestras ciudades latinoamericanas, ni les interesa testimoniar una época, quedarse en el dibujo preciso o situarse en ese formalismo zombi tan celebrado por el sector más complaciente del mercado. Son salvajes porque instrumentalizan la arquitectura moderna para mostrarnos arquitecturas libres de órdenes preestablecidos; salvajes porque como antropófagos se apropian y subvierten cada escuela moderna, desde el impresionismo hasta el minimalismo; salvajes porque son los únicos dueños de su propia utopía.