
Opinión
No contaban con mi astucia: retrato del país fabuloso
Al final dejamos a una sociedad y a nuestra propia existencia con menos por tener efímeramente más.
Faltaban apenas dos horas para el Año Nuevo. En el ligero viento que soplaba en una esquina de la hermosa plaza de Villa de Leyva me encontraba sentado en una silla plegable en medio de un grupo, tomándome un café mientras hacía lo de siempre: observar. Pero en esta corta visita que hice en Colombia, no quisiera haber visto lo que vi.
Venía él, un niño risueño de unos 7 años, acompañado de su madre, que empujaba un coche y se revestía de una elegancia incontestable. El niño asintió y caminó velozmente hacia nuestro grupo, se adentró en el hueco que dejaban dos de nuestras sillas, una de ellas apostada a la pared, y se arrodilló sin mediar palabra. Su madre le hizo guiños y lo motivó. Yo abrí los ojos mientras entendía lo que estaba sucediendo, pero apenas me moví. El pequeño se levantó con el puño cerrado, se salió de la zona de nuestras sillas, evitó mirarme y saltó hacia su madre para seguir caminando a su lado. Lo seguí con la mirada, y veía cómo en la homogeneidad del puño cerrado del niño resalía la textura y el color de un billete, incluso más que la sonrisa de congratulación de la mamá.
En relato tosco, el muchachito se metió a las sillas, cogió un billete que se le cayó a uno de mis amigos bajo su silla, casi en su propia cara, y se lo llevó mientras la mamá lo felicitaba. No contábamos con su astucia; no la del niño, sino la de la madre, que logró resumir en una sola acción varios males del déficit ético de un país, y por qué no, de un continente entero. ¿Qué tal si la madre del pequeño le hubiese enseñado a devolver el billete?
Pasé de observar a comentar en el grupo. Primero hablé de mi propia ineficiencia al no hacer nada, y luego sobre el poderoso reflejo de una sociedad fabulosa. Pero no me refería a sus fabulosos paisajes, a esa gastronomía idílica ni a eslóganes extraños como “el riesgo es que te querrás quedar”. Me refería a la manera en que la crisis moral de Colombia refleja una fábula de antaño.
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En el mágico mundo de Esopo nos encontramos con un escorpión y un sapo. Estos dos compadres se encontraron un día frente a una quebrada y llegaron a un curioso acuerdo. El escorpión le pidió al sapo que lo llevara sobre su lomo a la otra orilla, aunque el sapo se preocupó y le preguntó, “¿me vas a picar?”. El escorpión sonrió y musitó, “hombre, sapo, no te preocupes. Si te pico, los dos nos morimos, y no queremos eso, ¿verdad?”. Satisfecho, el sapo inició el trayecto con su nuevo amigo encima, y a su sorpresa, el escorpión le clavó su aguijón sin mayor protocolo. Mientras perecía el redondo sapo en su dolor, alcanzó a preguntar, “amigo, ¿por qué lo hiciste?”. El escorpión respondió, “qué te digo. Es mi naturaleza”.
Pero yo me opongo a este pensamiento, estimados lectores. No podemos ser deterministas y creer que, en la naturaleza y tradición del latinoamericano, cualquier práctica de bajo monto ético tiene que ser aceptada, “porque somos así; así funcionan las cosas aquí; si no le gusta, váyase”. Lo dije en un podcast al que fue invitado una vez, con un ejemplo escueto: si mi vecino es un patán y no separa bien la basura, por ello no puedo portarme igual que él. Se trata de hacer el bien así veamos el mal, sea donde sea.
En Ecuador, María Herrera tituló una columna para El Comercio así: ¿Déficit Ético? Sus palabras parecen calcadas de la realidad colombiana: “El noticiero nacional no da tregua, los actos de corrupción abundan (…) instituciones de la justicia dejan dudas sobre fallos dictados y posibles inconsistencias, la Contraloría, entidad primordial, en entredicho por la forma de manejo de los últimos años, (…) la inseguridad en las calles es de pánico (…) los ciudadanos indefensos frente al latrocinio y atropello de los derechos y garantías vitales”.
Aquí y allá también se habla de crisis moral, y, como he insistido con mi narrativa de Legalandia, más leyes no van a arreglar esto. Lo escribió Jesús Vallejo en una columna en el 2020, y así sigamos insistiendo, más leyes e instituciones pulularán sin siquiera acariciar el tema cultural. No me extraña que, en mi corto viaje, también haya visto monstruosas camionetas de platón doble cabina parqueadas en zonas azules pensadas para personas con discapacidad.
Por ello, si la señora madre del pequeño llegase a leer esto, digo respetuosamente: no contábamos con esta efusión de astucia, pero las cosas siempre pueden cambiar, precisamente por la oportunidad que representa la educación a generaciones que apenas descubren el dramático país en el que nacieron. Ya que tanto se habla de cambio, vaya ironía, basta decir que el cambio de verdad empieza en el hogar. No sé si le creo a Rousseau al pensar que los humanos son buenos y la sociedad los corrompe. Quizá la sociedad está ahí también para evitar que esto suceda.
Ahora los invito a pensar en términos de otra fábula de Esopo. Érase una vez, un perro iba caminando con un jugoso pedazo de carne entre sus dientes, y al ver su propio reflejo en el agua de un bello lago, decidió lanzarse por el pedazo que veía en el agua. Pero quedó sin uno ni el otro, gracias a su torpeza. ¡Se había lanzado a coger el reflejo de su propio pedazo de carne! Tan “vivos” que somos; al final dejamos a una sociedad y a nuestra propia existencia con menos por tener efímeramente más.