Opinión
Miedo al totalitarismo
La gran crisis financiera, la extrema desigualdad y la pandemia han resucitado el debate Estado versus mercado.
En mi etapa universitaria paré seis meses mi formación para tener un aprendizaje vivencial y lingüístico. Aterricé en Europa sin saber que acudía a una cita única e irrepetible. Unas semanas después de mi llegada inició la conmemoración histórica de los 50 años del fin de la Segunda Guerra Mundial. Viví el recuento y la pedagogía bajo campañas de comunicación y de reflexión, a través de documentales en televisión, exposiciones en museos y expresiones culturales sobre el mayor conflicto bélico de la historia. Absolutamente excepcional. Fue un revuelo de emociones, recordando las horas más oscuras y los trágicos momentos de una pena continental y colectiva, para luego rememorar el liderazgo de quienes no claudicaron, reviviendo la peregrinación por la liberación de Europa como tributo a las víctimas y los grandes sacrificios que se hicieron. El momento cumbre de esa coincidencia fue cuando tras viajar toda una noche en tren llegué a Berlín, siendo mi penúltima escala antes de regresar para retomar mis estudios universitarios.
Visité el estadio olímpico de 1936, donde el racismo y la superioridad de raza habían sido pacíficamente derrotados por Jesse Owens, y los potreros donde alguna vez se erigió la cancillería de Hitler, convertidos para la ocasión en un museo a cielo abierto para recordar la barbarie del Holocausto.
Pero la vida me tenía reservada una sorpresa más. Dado mi escaso presupuesto de estudiante se acercó a mí un señor a ofrecerme su apartamento en alquiler por 10 dólares la noche en Berlín oriental. Accedí. A través de mi anfitrión, Berlín se convirtió en otro recuento. Lo que era vivir en la antigua República Democrática de Alemania, estar detrás del muro y con la caída de este, abrir los ojos al desarrollo y progreso de Berlín occidental. Tenía 54 años mi nuevo amigo, más de 30 trabajando en la industria automotriz. Estaba desempleado hace ya un tiempo. No dormía, las angustias y el inevitable estrés de amanecer cada día en un país que le parecía de otro planeta lo desvelaban. Un país con cuyo desarrollo, tecnología, productos, procesos, habilidades y herramientas no podían competir ni él ni sus compañeros. Tampoco sus productos o empresas.
El día que el muro se derrumbó, miles de berlineses se derrumbaron. Perdieron la razón y el juicio al observar que, durante 30 o más años, casi toda una vida o los mejores años de esta, la propaganda oficial les había mentido y engañado frente a la vida de los ciudadanos al otro lado del muro. Muchos años después de ese viaje me subí en un avión rumbo a Cuba. Al llegar, sentí que había viajado en el tiempo al pasado. El entorno y el paisaje me ubicaban 50 años atrás, cuando no había ni nacido. La discusión entre capitalismo de mercado y socialismo estatizado es necesaria y válida. Es una discusión entre teorías e ideologías, donde hay, sin duda, intereses particulares o individuales. Pero también es una discusión a la luz de las evidencias y realidades empíricas sobre cuál genera mayor bienestar colectivo.
En ese mismo sentido, es válido reconocer que con la caída del muro de Berlín se liberaron potentes fuerzas que no solo trajeron desregulación y apertura o globalización, sino que también han elevado significativamente la desigualdad y propiciado políticas asimétricas con importantes dilemas morales.
La caída del muro, según David Kaisser –autor de Una Vida en la Historia y profesor de Harvard y Carniege Melon– supuso el fin de una libertad con seguridad económica para el ciudadano ordinario del mundo occidental, un debilitamiento del estado del bienestar que surgió del New Deal americano como mecanismo de defensa de la democracia para enfrentar las amenazas del totalitarismo, inicialmente del nazismo y luego del comunismo.
En Colombia es muy difícil decir en qué estamos. Las evidencias y realidades empíricas dicen que más que un capitalismo de mercado hemos desarrollado un capitalismo clientelista o un capitalismo incompleto y rentista. En parte donde hay ausencia de competencia y una tendencia al estado del bienestar corporativo, distante de las necesidades del ciudadano ordinario bien sea como consumidor o como trabajador. Hicimos la apertura económica en 1990 pero no se desarrolló una institucionalidad alrededor de una política de competitividad.
Mucho después se empezaron a entender los vacíos y lagunas con que nos lanzamos a competir con el mundo. Hicimos la apertura buscando la internacionalización de la economía. Tres décadas después convocamos la respectiva misión para pensar en un marco integral de iniciativas y de políticas que la internacionalización requiere. Ñapa: El experimento de Liz Truss estrenando su cargo de primera ministra de Inglaterra al proponer recortar impuestos a los más ricos y endeudar al gobierno para subsidiar los efectos de la alta inflación en los más pobres y la clase media, ha resultado en un rotundo fracaso, según las fuerzas del mercado.