ECONOMÍA

Política fiscal para el siglo XXI: mañana es tarde

El Fondo Monetario Internacional (FMI) lanzó en mayo el reporte anual sobre el estado de los subsidios a los combustibles fósiles a nivel mundial. A pesar de la urgencia de descarbonizar la economía en todo el planeta, el documento concluye que estos van en aumento. Un análisis elaborado por Carolina Urrutia y Lina Puerto.

Carolina Urrutia y Lina Puerto
5 de julio de 2019
| Foto: Getty

El Fondo Monetario Internacional (FMI) lanzó en mayo el reporte anual sobre el estado de los subsidios a los combustibles fósiles a nivel mundial. A pesar de la urgencia de descarbonizar la economía en todo el planeta, el documento concluye que estos van en aumento. En 2017 se destinaron 5,2 billones (millones de millones) de dólares de recursos de los impuestos que pagan los ciudadanos del mundo –6,5 % del PIB mundial– para subsidiar energías contaminantes.

Esa cifra se calcula multiplicando el consumo de combustibles por la brecha entre los precios existentes y los eficientes (que incluirían costos ambientales, de oferta y consideraciones de recaudo). Lo que más pesa en la fórmula es la subvaloración de la contaminación del aire local, un problema que conocemos bien en las ciudades colombianas y al que la Organización Mundial de la Salud le atribuye 4,2 millones de muertes al año. El carbón es el que más se beneficia de estas subvenciones, a pesar de ser el más contaminante.

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Lo novedoso es que el reporte anual del FMI sobre el estado de los subsidios a los combustibles fósiles se divulga, por primera vez, emparejado con otro estudio que señala cómo atender la crisis climática desde la política fiscal. En el reporte, el FMI hace un llamado para elevar la ambición de las estrategias climáticas de los países, por medio de una variedad de políticas fiscales como la fijación del precio al carbono, la reducción de los subsidios a los combustibles fósiles y la implementación de estrategias que integren plenamente los riesgos climáticos en el marco macrofiscal.

La promoción de la política económica y fiscal para apoyar las estrategias nacionales de cambio climático responde a un llamado de urgencia, cada vez más contundente en medio de las advertencias de la comunidad científica. Este impulso se complementa con el reciente lanzamiento de la Coalición de Ministros de Finanzas para la Acción Climática, inaugurada en las Reuniones de Primavera de 2019 del Banco Mundial y el FMI. Esta unión busca promover la acción climática por medio de la política fiscal y las finanzas públicas. Los compromisos de la coalición se plasman en los Principios de Helsinki y fueron suscritos en nombre de Colombia por el ministro de Hacienda, Alberto Carrasquilla.

Colombia no es nueva en esta discusión: desde 2016 el país ya cuenta con un impuesto al carbono, que, si bien merece ser revisado para incluir otros combustibles fósiles como el carbón y el gas natural, constituye un paso en la dirección adecuada. El gravamen es bajo; aún no es un incentivo suficiente para cambiar los patrones de consumo de combustibles fósiles, pero está diseñado para incrementarse poco a poco. Quizás, el impacto más significativo del impuesto ha sido la posibilidad de no causación: un esquema que permite que las empresas que compensan su huella de carbono no paguen el tributo. El esquema dinamizó el panorama de la conservación en el país y abrió las puertas a cientos de proyectos, muchos de ellos en las comunidades más afectadas por el conflicto armado.

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Al ser la biodiversidad la principal ventaja competitiva nacional, la creación de condiciones habilitantes para que Colombia pueda adaptarse al cambio climático y generar riqueza y prosperidad a partir de sus bosques y biodiversidad deben ser los objetivos prioritarios de la inversión de los recursos del impuesto al carbono. La política climática, sin embargo, no es exclusivamente ambiental. Las medidas fiscales verdes tienen que asegurar una transición justa hacia una economía baja en carbono y resiliente al clima. Se debe asociar con objetivos de diversificación de la economía, aumento de la competitividad, reducción de la desigualdad, salud pública, acceso a la energía y reducción de la pobreza. Invertir en las transformaciones necesarias en esos sectores generará nuevos mercados y oportunidades que son los del siglo XXI, ya no los del siglo XX.