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Lea aquí un fragmento de ‘La ruta del pragmatismo’, de Andrés Mejía Vergnaud

SEMANA publica un adelanto de la obra que se lanzará al público este jueves 10 de julio.

9 de julio de 2025, 9:42 p. m.
La ruta del pragmatismo.
La ruta del pragmatismo se lanzará este 10 de julio. | Foto: Suministrada

Invitación

Vengo a hacerles una invitación a conversar. A conversar mientras caminamos por un lugar que he estado tratando de recorrer y de entender durante al menos los últimos diez años (como veremos, seguramente es más). La caminata que haremos, si aceptan mi invitación, no tiene un recorrido fijo ni ordenado: no hay un esquema ni un cuadro sinóptico. Hay, eso sí, un punto de partida, pero el recorrido que a partir de él haremos parecerá a veces no tener un rumbo; no se preocupen: lo tiene, pero solo al final lograremos apreciarlo. Mi aspiración por ello es que cuando terminemos este recorrido, o al menos la etapa que está materializada en este libro, tengamos la sensación de haber cubierto un terreno muy amplio y, sobre todo, de haber hecho varios descubrimientos. De habernos sorprendido, de habernos asombrado, e incluso en más de una ocasión de habernos molestado.

¿Cómo saber si este recorrido ha sido provechoso? ¿Cómo saber si no hemos perdido el tiempo dando vueltas? Muy fácil: si al final de esta lectura nos sentimos más humanos y más humildes pero a la vez más capaces, creo que habremos cumplido esta misión (o al menos la primera parte de ella). Si de repente sentimos que entendemos muchas cosas que antes no entendíamos; si de repente vemos desde arriba aquellas cosas que antes nos angustiaban porque sentíamos estar dentro de ellas; si de repente sentimos que entendemos por qué funcionan las cosas que funcionan y por qué perduran las cosas que perduran; si de repente nos sentimos más libres para pensar admitiendo errores, licencias y desviaciones temporales del canon lógico en virtud de hacer avances; si de repente nos sentimos libres de ataduras nominales, simbólicas, conceptuales y lógicas innecesarias (y en ese sentido más capaces de imaginar, crear, avanzar y solucionar); si de repente nos sentimos más capaces de enfocarnos hacia logros concretos; y si de repente empezamos a evaluar los sistemas que construimos y aquellos en los que vivimos en función de su capacidad de cumplir objetivos concretos, pienso que habremos logrado el objetivo de esta primera fase, y que estaremos listos para explorar otras.

¿Por qué una caminata, por qué no una lección formal, un tratado o un libro de texto? Primero, porque me gusta la idea de caminar conversando sobre ideas. Vine luego a encontrar este concepto cuando, como estudiante de Filosofía, aprendí que a Aristóteles y a sus colegas y alumnos del Liceo, la institución académica que fundó y dirigió en las afueras de Atenas, la gente de la ciudad los llamaba peripatéticos porque hacían sus lecciones y sus discusiones caminando (peripatein en griego antiguo significa ‘caminar por ahí’). A su manera, tuve profesores en la universidad que se aproximaban a este método, en particular cuando en alguno de los numerosos paros de mi Universidad Nacional nos veíamos obligados a hacer clase en un café, o caminando por los jardines de la universidad, o por alguna calle tranquila de la ciudad. Pero me he enterado de que, de acuerdo con investigaciones arqueológicas recientes, esta idea se ha revaluado y ahora se cree que la razón por la que se llamaba así a los aristotélicos era porque hacían sus clases en un lugar llamado peripatos, no necesariamente porque lo hicieran caminando. Sin embargo, nada nos impide quedarnos con la magia de la idea anterior, y nada nos impide suponer que, si aquel jardín se llamaba peripatos, es porque allí conversaban caminando.

Pero hay otra razón, tal vez en el fondo más importante y sustancial: mi intención no es hacer un tratado, es compartir vivencias y experiencias personales. Por eso en ocasiones este texto parecerá un poco desordenado, y tal vez ustedes puedan sentir que carece de la estructura formal propia de un libro. Mi propósito no es hacer una teoría del pragmatismo, ni un texto sinóptico sobre el tema. No es más que llevarles a ustedes lo que han sido mis vivencias y descubrimientos personales en una serie de temas y de ámbitos; todos ellos, curiosamente, pese a haber sucedido en momentos diferentes del tiempo, y pese a haber emergido en circunstancias muy disímiles, apuntan hacia el mismo lugar, y ese lugar, por decirlo de manera amplia, es el enfoque y la perspectiva pragmática de las cosas.

¿Qué puedo decir acerca del recorrido que vamos a hacer? Si me permiten la expresión (ya verán por qué), es un recorrido por el jardín de lo posible. Es el jardín de los logros. Es el jardín de lo concreto. Es el jardín de lo que perdura, no porque sea sólido o irrompible, sino porque es flexible y adaptable. Es el jardín en el que avanzamos y alcanzamos resultados concretos: lo hacemos como individuos, y lo hacen también las organizaciones, los arreglos, las instituciones y los esquemas que junto con otros construimos. Y la elección de esta metáfora es deliberada porque quiero hacer un contraste con otro jardín muy conocido en nuestra cultura, el Jardín del Edén o el Jardín de las Delicias, donde todo era armónico, gratuito, ilimitado, y donde todo era posible; donde todo estaba disponible sin pagar ningún precio. Aquí, en contraste, veremos que la clave para alcanzar logros está en la conciencia de varias cosas: que no todas nuestras aspiraciones son armónicas, que jamás ellas son gratuitas y que no todos nuestros objetivos son consistentes entre sí; que incluso entre lo que valoramos hay choques y enfrentamientos; que alcanzar algunas cosas implicará renunciar a otras; que el camino más eficaz para lograr las cosas que queremos es establecer intercambios; que tomar un camino implica no tomar los otros, y que como regla general avanzar implica dejar algo atrás. En el Jardín del Edén no existe el concepto de negociación, porque no es necesario renunciar a nada para obtener lo que deseamos. En el Jardín del Edén no existe el concepto de equilibrio pues no es necesario: no hay contraposición de intereses ni de objetivos entre nadie. No existe el concepto de intercambio porque para obtener algo no hay que dar nada a cambio, solo tomarlo. En el Jardín del Edén nadie conoce el concepto de elegir, pues todo es infinitamente abundante y todo está permanentemente disponible. Nadie en el Jardín del Edén tiene jamás que tomar decisiones, pues todo lo que cualquiera pueda querer y desear está siempre a su alcance y, sobre todo, no hay conflicto alguno entre querer o alcanzar tal cosa y querer y alcanzar todas las demás. No hay angustia, pues jamás siente dentro de su mente la angustia de tener propósitos incompatibles o de valorar cosas contradictorias. Nadie decide, nadie negocia, nadie contrabalancea, nadie sopesa nada, nadie paga por nada, nadie sufre en la indecisión o la angustia. Pero en fin, el dato más importante con respecto al Jardín del Edén es que este no existe y allí no vive nadie. Su definición es ser un lugar inexistente. Porque el mundo sin conflictos, sin escasez y sin dilemas no existe.

La ruta del pragmatismo.
La ruta del pragmatismo. | Foto: Suministrada

El mundo en el que vivimos, por el contrario, es el mundo de la escasez, de la contradicción, de la angustia y de los dilemas. Es un mundo que tenemos que compartir con muchas otras personas, que al igual que nosotros tienen objetivos y propósitos. En ocasiones esos objetivos chocarán con los nuestros, lo cual nos presenta la alternativa, o de luchar hasta matarnos, o de sentarnos a buscar cómo balancear esos propósitos, y así renunciar a la obtención plena de lo que queremos a cambio de poder seguir viviendo y viviendo en paz. La nuestra es la vida en la que, incluso sin salir de nuestra habitación, encontraremos conflicto, fricción y choque, pues ni siquiera todas las cosas que íntimamente queremos y valoramos son compatibles o posibles a la vez; esa es la fuente de gran parte de la angustia y del sufrimiento que todos sentimos desde nuestros primeros minutos de vida. El nuestro es el mundo en el cual las cosas que satisfacen nuestros anhelos y nuestras necesidades son irremediablemente escasas, por lo cual tenemos que intercambiar y tenemos que negociar. Y de hecho las cosas son escasas incluso si son abundantes, porque el verdadero contrario de la escasez no es la abundancia sino la disponibilidad infinita e ilimitada: incluso lo abundante es escaso porque no es infinito y podría no alcanzar. El nuestro es el mundo en el cual el logro de un objetivo valioso implica renunciar a otros. El nuestro es un mundo donde nos unimos con otros para conformar comunidades, sociedades e instituciones cuya mayor virtud, en la práctica, no es que satisfagan algún objetivo supremo sino que cumplan con el propósito para el cual las conformamos, y que sean capaces de cambiar a medida que cambian las circunstancias, a medida que cambian nuestros recursos, y a medida que cambian nuestros valores. El nuestro es un mundo en el que la coherencia y la consistencia son ficciones que tal vez son útiles en algunos ámbitos y con algunos propósitos específicos, pero que nada tienen que ver con nuestra realidad interior y exterior llenas de contradicciones.

Y este es un mundo que, en la práctica, nos presenta un dilema: o persistimos en ignorar sus realidades mientras soñamos con mundos ideales, o nos hacemos conscientes de ellas. La primera alternativa, seguramente más virtuosa y admirable ante ciertos ojos, nos conduce a la parálisis. La segunda, en apariencia más modesta, nos conduce a hacer, a lograr, a avanzar. Mi invitación, entonces, es a conocer las claves de esta segunda alternativa que para efectos de esta conversación llamaremos pragmatismo.

Pero antes: ¿es este libro “un sancocho”?

Sí, claro que lo es.

Para lectores no colombianos expliquemos la metáfora: existe en mi país (Colombia) una preparación muy propia de la culinaria nacional, y que en diferentes versiones se sirve en zonas varias de Colombia. Se llama sancocho, y su característica común es la de ser una mezcla indiferenciada de muchas cosas dentro de una misma sopa. Ello ha dado lugar a la metáfora muy colombiana de acuerdo con la cual cuando en un texto, una explicación, una propuesta o un discurso hay una mezcla muy fuerte de elementos variados, se dice que él o ella es “un sancocho”.

Nótese que, en su uso coloquial, esta metáfora tiene una connotación desaprobatoria: es una manera de decir que en ello a lo que así se califica hay desorden, y que hay sobre todo una combinación arbitraria y no justificada de elementos. Usualmente se emplea para señalar que un texto o una explicación son irremediablemente confusos y desordenados.

Pero hay una razón por la cual este libro es un sancocho, y no podría no serlo, y esa razón es que, aun cuando en el tratamiento académico de las cosas es posible y recomendable hacer sinopsis, dividir en categorías, clasificar y separar, así no es como se presentan las cosas en la realidad de la experiencia humana: en esta todo se nos viene encima sin que necesariamente tengamos ni el tiempo ni la posibilidad de hacer una taxonomía aristotélica (es a Aristóteles, por cierto, a quien se atribuye haber establecido esa manera de pensar en la cual las cosas se separan y se clasifican). Ese ejercicio de taxonomía, insisto, no solo es apropiado sino que es totalmente recomendable en el estudio académico de las cosas, pues es el que nos abre el camino hacia la comprensión de los fenómenos: cuando de un fenómeno logramos hacer ese ejercicio, lo hemos sometido como el luchador de judo que tiene a su oponente en el suelo. Sin embargo, es muy probable que, aunque la sinopsis y la taxonomía sean la vía de entrada hacia el estudio de un fenómeno, en las fases avanzadas o superiores de ese estudio se llegue a una comprensión más integral y en la que los elementos se puedan apreciar en conjunto. En el caso de este texto solo les diría que, al ser mi intención compartir con ustedes experiencias y reflexiones que se me presentaron en el modo impredecible, indiferenciado y aleatorio como se presentan las cosas en la realidad, creo que lo mejor es que el texto refleje y comunique ese mismo carácter.

De hecho, al avanzar en el recorrido, algo que seguramente les llamará la atención es que aquí aparecerán juntos temas que usualmente no van así, sea porque pertenecen a dominios diferentes, o porque en la pedagogía usual se separan en disciplinas diversas, o porque su conexión no sea apreciable de manera esencial e inmediata. Esto es, de hecho, una decisión pragmática, y de cierta manera un manifiesto en ese sentido: es una decisión pragmática en cuanto el criterio para agrupar aquí los temas será únicamente el de que, al hacer esa agrupación, nos aproximamos mejor a la comprensión y (tal vez) solución del problema que estamos abordando. Y por eso es, también, un manifiesto: un llamado a dejar atrás los criterios esencialistas, rígidos y taxonómicos en favor de las opciones pragmáticas; un llamado a entender que la justificación de nuestras decisiones no tiene por qué obedecer a un imperativo de fundamentación: esa exigencia tan constante en nuestra tradición occidental de tener que buscar y ofrecer, para lo que creemos y hacemos, fundamentos seguros y sólidos que además estén en un nivel diferente al de nuestras discusiones y nuestros problemas. Aquí vamos a encontrar un llamado a liberarnos de ese imperativo asfixiante, y a vivir la libertad y la plasticidad que obtenemos cuando asumimos que, de nuestras decisiones, acciones, arreglos e instituciones, no tiene por qué haber más fundamento que el de su valor práctico.

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