CULTURA

Lea aquí un adelanto de ‘El recluso’, de Freida McFadden

El libro es editado por Penguin Random House.

16 de junio de 2025, 10:09 p. m.
Libro 'El recluso'
Libro 'El recluso' | Foto: SEMANA

Mientras las puertas de la prisión se cierran a mi espalda, me cuestiono todas las decisiones que he tomado en mi vida. Este no es el lugar donde quisiera estar. En absoluto. ¿Quién quiere estar en una cárcel de máxima seguridad? Si tuviera que apostar, diría que nadie. Cuando te encuentras entre estos muros, quizá es porque has tomado algunas malas decisiones a lo largo del camino. Yo lo he hecho, desde luego. —¿Nombre? Una mujer con un uniforme azul de funcionaria de prisiones levanta la vista hacia mí desde detrás de una partición de cristal que está justo en la entrada de la prisión. Tiene unos ojos apagados y vidriosos, y todo el aspecto de no querer estar aquí tampoco. —Brooke Sullivan. —Carraspeo—. Se supone que debo ver a Dorothy Kuntz. La mujer baja la vista al portapapeles que sujeta delante. Repasa la lista sin aparentar que me ha oído o que tiene alguna idea del motivo por el que me encuentro aquí. Vuelvo la cabeza hacia la pequeña sala de espera. Está casi desierta, salvo por un viejo lleno de arrugas sentado en una de las sillas de plástico, leyendo el periódico como si se hallara en un autobús. Como si no nos rodeara una valla de alambre de espino, provista de enormes torres de vigilancia. Tras lo que parecen muchos minutos, suena en la sala un zumbido lo bastante fuerte como para que me sobresalte y dé un paso atrás.

A mi derecha, una puerta con barrotes verticales rojos se desliza lentamente, dejando a la vista un largo pasillo tenuemente iluminado. Observo el pasillo; mis pies están paralizados. —¿Debo… entrar ahí? La mujer alza hacia mí sus ojos apagados. —Sí, adelante. Tiene que pasar el control de seguridad que hay al fondo. Señala con la cabeza el oscuro corredor y a mí me recorre un escalofrío cuando cruzo con cautela la puerta con barrotes, que se vuelve a deslizar y se cierra con un golpe resonante. Nunca había estado aquí. La entrevista de trabajo fue por teléfono, y el director de la prisión estaba tan desesperado por contratarme que ni siquiera sintió la necesidad de conocerme primero: bastó con mi currículum y mis cartas de recomendación. Firmé un contrato de un año y lo envié por fax la semana pasada. Y aquí estoy ahora. Para pasar el próximo año de mi vida. «Esto es un error. Jamás debería haber venido aquí». Miro atrás, a los barrotes metálicos rojos que ya se han cerrado ruidosamente a mi espalda. Aún no es demasiado tarde. Aunque he firmado un contrato, estoy segura de que podría anularlo. Todavía podría dar media vuelta y abandonar este lugar. A diferencia de los reclusos de esta prisión, no estoy obligada a permanecer aquí. Yo no quería este trabajo. Quería cualquier otro menos este. Pero presenté solicitudes para todos y cada uno de los empleos que quedaran a sesenta minutos de la ciudad de Raker, en el norte del estado de Nueva York, y los únicos que me llamaron para hacer una entrevista fueron los responsables de esta prisión. Era mi última oportunidad, y me sentí afortunada por haberla conseguido.

Así que sigo andando. En el control de seguridad del fondo del pasillo hay un hombre vigilando una segunda puerta con barrotes. Debe de tener cuarenta y tantos años y lleva el pelo rapado al estilo militar y el mismo uniforme azul impecable que la mujer de ojos mortecinos del mostrador de recepción. Bajo la vista a la tarjeta de identificación prendida en el bolsillo de su pechera: guardia Steven Benton. —Hola —digo. Me doy cuenta de que me sale una voz algo cantarina, pero no puedo evitarlo—. Me llamo Brooke Sullivan y hoy es mi primer día de trabajo aquí. Benton no cambia de expresión mientras sus ojos oscuros me repasan de arriba abajo.

Me remuevo avergonzada mientras me cuestiono la indumentaria que he escogido esta mañana. Para trabajar en una prisión de máxima seguridad para hombres, he pensado que era mejor no vestir de un modo que pudiera considerarse provocativo. Así que llevo unos pantalones de vestir negros de pata ancha, combinados con una camisa negra de manga larga. Afuera hace casi veintisiete grados, uno de los últimos días de calor del verano, y ahora me estoy arrepintiendo de tanto color negro, pero me ha parecido la mejor forma de no llamar la atención. Llevo mi pelo oscuro recogido en una sencilla cola de caballo. El único maquillaje que me he puesto es un poco de corrector para ocultar las ojeras, y una pizca de pintalabios que es casi de mi color natural (...).

Con autorización de Penguin Random House.

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