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Un fragmento de “Encuéntrame” de André Aciman

En la continuación de “Llámame por tu nombre”, Elio es ahora un pianista a punto de mudarse a París. Oliver es profesor y padre de familia. Con la misma maestría que lo hizo en la primera, el autor habla del amor, sus contradicciones, sus miedos, y del paso del tiempo.

André Aciman
27 de enero de 2021
El escritor André Aciman. Cortesía de Penguin Random House
El escritor André Aciman. Cortesía de Penguin Random House | Foto: El escritor André Aciman. Cortesía de Penguin Random House
Carátula de "Encuéntrame" de André Aciman. Cortesía de Penguin Random House
Carátula de "Encuéntrame" de André Aciman. Cortesía de Penguin Random House | Foto: Carátula de "Encuéntrame" de André Aciman. Cortesía de Penguin Random House

¿Por qué tan sombría?

La observé mientras subía en la estación de Florencia. Deslizó la puerta de cristal para abrirla y, una vez dentro del vagón, miró a su alrededor y tiró inmediatamente la mochila en el asiento vacío al lado del mío. Se quitó la chaqueta de cuero, soltó el libro en inglés que estaba leyendo, colocó una caja blanca cuadrada en el portaequipajes y se dejó caer en el asiento en diagonal frente a mí con lo que parecía un nervioso mal genio. Me hizo pensar en alguien que acabara de tener una discusión acalorada segundos antes de montarse en el tren y siguiera rumiando las palabras hirientes que ella u otra persona había dicho antes de colgar. Su perra, a la que intentaba mantener sujeta entre los tobillos al tiempo que agarraba la correa roja que llevaba enrollada en la muñeca, parecía no menos alterada que ella.

—Buona, buena chica —dijo confiando en calmarla—, buona —repitió, mientras la perra seguía moviéndose inquieta e intentaba liberarse de su agarre firme.

La presencia de la perra me molestaba y, por instinto, me negué a descruzar las piernas o a moverme para cederle el sitio, pero ella no reparó en mí o en mi lenguaje corporal. En cambio, empezó a rebuscar en la mochila, encontró una bolsa de plástico y sacó dos chucherías minúsculas con forma de hueso, se las puso en la mano y miró cómo las lamía la perra.

—Brava.

Con la perra apaciguada por el momento, se medio levantó para arreglarse la camisa, se removió en el asiento una o dos veces, después se desplomó y cayó en una especie de estupor molesto y miró Florencia con apatía a través de la ventanilla mientras el tren salía de la estación Santa Maria Novella. Seguía inquieta, y quizá sin darse cuenta negó con la cabeza una, dos veces, claramente maldiciendo todavía a quienquiera que hubiese discutido con ella antes de que abordase el tren. Durante un instante, pareció tan desamparada que, con la vista aún clavada en mi libro abierto, me sorprendí haciendo un esfuerzo para que se me ocurriera algo que decir, aunque solo fuese para ayudar a distender lo que tenía toda la pinta de ser una tormenta a punto de estallar en nuestro rinconcito al final del vagón. Luego me lo pensé dos veces. Mejor dejarla tranquila y seguir con mi lectura. Sin embargo, la pesqué mirándome y no pude contenerme.

—¿Por qué tan sombría? —pregunté.

Solo entonces caí en la cuenta de lo inapropiado que debió de sonarle mi pregunta a una completa desconocida en un tren, por no hablar de que parecía a punto de explotar a la más mínima provocación. Lo único que hizo fue quedarse mirándome, con un destello perplejo y hostil en la mirada que presagiaba las palabras exactas que me bajarían los humos y me pondrían en mi lugar. Ocúpese de sus asuntos, viejo, o ¿A usted qué le importa? O a lo mejor torcía el gesto y me soltaba un insulto fulminante: ¡Imbécil!

—No, sombría no, solo pensativa —dijo.

Me dejó tan atónito el tono amable y casi atribulado de su respuesta, que me quedé más anonadado que si me hubiese dicho que me fuera a la mierda.

—Puede que pensar me haga parecer sombría.

—Entonces, ¿en realidad estás pensando en algo alegre?

—No, alegre tampoco —contestó.

Sonreí, pero no dije nada, arrepentido ya de mi broma frívola y condescendiente.

—Quizá sean pensamientos un poco sombríos, después de todo —añadió, dándome la razón con una risa sutil.

Me disculpé por mi falta de tacto.

—No pasa nada —dijo, ojeando ya el comienzo del campo por la ventanilla.

Le pregunté si era estadounidense. Lo era.

—Yo también —dije.

—Me he dado cuenta por el acento —añadió sonriente.

Le expliqué que llevaba viviendo en Italia casi treinta años, pero que no podía deshacerme del acento por más que lo intentara. Cuando le pregunté, respondió que se había instalado en Italia con sus padres a los doce años. Los dos nos dirigíamos a Roma.

—¿Por trabajo? —pregunté.

—No, por trabajo no. Es por mi padre. No está bien —luego, levantando la mirada hacia mí, dijo—: Supongo que por eso se me ve sombría.

—¿Es grave?

—Creo que sí.

—Lo siento —dije.

Se encogió de hombros.

—¡Así es la vida!

Luego, cambiando de tono, dijo:

—¿Y tú? ¿Placer o negocios?

El tópico me hizo sonreír, y le expliqué que me habían invitado a dar una conferencia en la universidad, pero que también iba a encontrarme con mi hijo, que vivía en Roma y me iba a recoger en la estación.

—Seguro que es un chico encantador.

Comprendí que intentaba ser ingeniosa, pero me gustaba aquella actitud relajada y despreocupada que transitaba entre lo hosco y lo vivaz y asumía que la mía lo hacía también. Su tono cuadraba con su ropa informal: botas de montaña gastadas, pantalones vaqueros, una camisa rojiza desteñida a medio desabotonar sobre una camiseta negra, y nada de maquillaje. Y sin embargo, a pesar del aspecto desaliñado, tenía los ojos verdes y las cejas oscuras. Lo sabe, pensé, lo sabe. Es probable que sepa por qué he hecho ese comentario bobo sobre su melancolía. Estaba seguro de que los desconocidos siempre encontraban algún pretexto para empezar una conversación con ella, lo que explicaba la mirada de fastidio de ni lo intentes que proyectaba donde quiera que fuese.

Después de sus palabras irónicas sobre mi hijo, no me sorprendió que la conversación decayera. Hora de volver a nuestros respectivos libros. Pero, entonces, se volvió hacia mí y me preguntó a bocajarro:

—¿Estás emocionado por ver a tu hijo?

De nuevo, me pareció que de alguna manera me estaba provocando, aunque su tono no era frívolo. Su forma de abordar temas íntimos y encarar con franqueza las barreras entre extraños en un tren resultaba seductora al tiempo que desarmaba. Me gustó. Quizá quería saber lo que sentía un hombre que le doblaba la edad antes de ver a su hijo. O quizá simplemente no le apetecía leer. Estaba esperando que le respondiera.

—Entonces, ¿estás contento… tal vez? ¿Nervioso… tal vez?

—Nervioso no, o a lo mejor un poco —dije—. A un padre siempre le asusta ser una imposición, por no decir una molestia.

—¿Crees ser una molestia?

Me encantó que mi respuesta la hubiese pillado por sorpresa.

—Puede que lo sea. Por otra parte, reconozcámoslo, quién no lo es.

—No me parece que mi padre sea una molestia.

¿La habría ofendido, quizá?

—Entonces lo retiro —dije.

Me miró y sonrió.

—No tan rápido.

Te espolea y luego te taladra por la mitad. En eso me recordó a mi hijo; ella era un poco mayor, pero tenía la misma habilidad para desafiar todos mis deslices y pequeñas estratagemas y dejar que me escabullera después de discutir...

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