In Memoriam
Oda a Luis Ernesto Alva Talledo, el más mítico rossiniano del siglo XX: de La Scala de Milán al Colón de Bogotá
Un homenaje al cantante peruano que hizo del repertorio para tenor lírico ligero un modelo difícil de superar y que, debutando en el Teatro Colón de Bogotá, dejó al público anonadado con la longevidad de su arte. Con su partida empieza a cerrarse el capítulo glorioso de la ópera posterior a la Segunda Guerra Mundial.

Dicen que La Scala de Milán es el Circo Máximo de la ópera. Gerald Fitzgerald, a propósito de la noche del 16 de febrero de 1956, escribió: “Muchos llegan a sus butacas esperando de todo corazón que algo salga mal; en ese clima hostil los artistas se sienten como gladiadores y en escena debe haber derramamiento de sangre”. Exactamente lo que pasó, porque el público se dio el lujo de abuchear a la prima donna assoluta, María Callas, en su interpretación de Rosina de uno de los clásicos del repertorio: Il barbiere di Siviglia, de Gioachino Rossini.
Carlo María Giulini, al frente de la orquesta, se acordaba de esa noche como el peor recuerdo de su vida teatral. Callas venía de una racha de triunfos sin precedentes en el teatro con Lucía, de Donizetti; Alceste, de Gluck; Elisabetta, de Don Carlo, de Verdi; Giulia, de La vestal, de Spontini; Maddalena, de Andrea Chénier, de Giordano; Amina, de La sonnambula, de Bellini; Fiorilla, de Il turco in Italia, de Rossini, y la consagración como Violetta, de La traviata, de Verdi. Había demasiado malestar en el público con tantos triunfos.

Pero si esa fue una experiencia amarga para la diva del siglo, para el tenor que debutaba como el conde de Almaviva resultó memorable.
UN TENOR ATERRORIZADO
Luis Ernesto Alva Talledo, un peruano nacido en Paita el 10 de abril de 1927, en ese momento con 29 años, había llegado a Milán en 1953 para perfeccionar sus estudios de canto. Al año siguiente cantó en el Teatro Nuovo en La traviata y formó parte del elenco encargado de inaugurar La Piccola Scala el 6 de diciembre de 1955 como Paolino, de Il matrimonio segreto de Cimarosa.
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Alva recordaba su debut en La Scala con cinematográfica precisión: “Ser un novel entre tantos genios era aterrador. Callas me impresionó; aun siendo una gran diva, se preocupaba de su trabajo y era puntual en todos los ensayos. La noche del estreno quise expresarle mi gratitud por la fe que había depositado en un principiante: ‘No, no, Alva, no debe darme las gracias, creo que usted es formal y desea cumplir. Eso me complace, hace falta gente como usted en el teatro’. En realidad, ella siempre cantaba bien, pero necesitábamos un director de la categoría de un Visconti o un Zeffirelli; afortunadamente, yo había cantado la ópera en Trieste y eso me ayudó”.


Aunque en un primer momento se interpretó la ovación que el público scalígero brindó a Alva como una manera de agredir a la Callas, y algo de eso hubo, con el paso de los años, la grabación de esa noche figura hoy en día como un modelo de una manera interpretativa del Barbiere.
Luigi Alva falleció, a los 98 años, el pasado 15 de mayo en Mariano Comense, al norte de Milán. Con su muerte empieza a cerrarse el capítulo glorioso de la historia de la ópera posterior a la Segunda Guerra Mundial, época de la cual, entre los grandes, solo sobrevive su contemporánea, la soprano norteamericana Leontyne Price.
DE ALVA A “ALVAVIVA”
Entre los planes de Luis Ernesto Alva, Lucho, como le gustaba ser llamado, no estaba convertirse en cantante: “Yo quería ser infante de marina, aunque cantaba”. Estando en la escuela de marina, lo oyó cantar Rosa Mercedes Ayarza de Morales, maestra del Conservatorio Nacional de Música de Lima: “Hijo, tu futuro no está en la marina, sino en tu voz”. Así debutó en 1949 en la zarzuela Luisa Fernanda, de Moreno Torroba; unos meses más tarde, Beppe de I pagliacci, de Leoncavallo; luego, Alfredo, de La traviata, Italia, y lo demás es historia.
Al contrario de la mayor parte de sus colegas tenores, Alva jamás se apartó de los terrenos de su naturaleza vocal de tenor lírico ligero, es decir, fundamentalmente Rossini, Mozart, algunos roles del bel canto italiano del primer tercio del siglo XIX, otros de la ópera barroca y personajes de otras épocas, pero afines a sus condiciones vocales: Fenton, de Falstaff, de Verdi, y no mucho más.

Críticos como Arturo Reverter, Georges Farret o Alberto Mattioli, directores de orquesta como Karajan, Abbado, Serafin, Giulini y directores de escena de la trayectoria de Strehler, Zeffirelli, Ponnelle o Hampe alabaron la facilidad y limpieza de su fraseo, la impecable vocalización y dicción, una asombrosa elegancia en la escena y un ejemplar profesionalismo. No se recuerda que haya protagonizado ningún incidente desagradable en ninguno de los teatros donde actuó: solo en la Metropolitan de Nueva York más de 100 presentaciones y algo similar en La Scala.
ALVAVIVA EN BOGOTÁ
Cuando en la época dorada de la Ópera de Colombia se anunció para la VIII temporada la participación de Luigi Alva en el Barbiere rossiniano, hubo bastante escepticismo: el más mítico Almaviva del siglo ¡tenía ya 56 años!

Sin embargo, la noche del primero de septiembre de 1983, dirigido por el cartagenero Jaime León, el público quedó virtualmente anonadado cuando cantó el Ecco ridente. Los años parecían no haber hecho mella en el instrumento y estaba todo eso que había hecho legendaria su interpretación: el fraseo, la facilidad asombrosa para resolver la agilidad del canto rossiniano y la elegante presencia escénica. Esa noche compartió escena con la soprano colombiana Zoraida Salazar y con un joven barítono norteamericano, Thomas Hampson, que luego se hizo famoso internacionalmente. En las funciones siguientes compartió escena con la colombiana Martha Senn y la ecuatoriana Beatriz Parra. Esas funciones forman parte de la historia de la ópera en Colombia.
Regresó al año siguiente y dejó en Colombia un recuerdo imborrable, el mismo que dejó en todos los teatros del mundo el conde de Alvaviva.
