Música
Música: 150 años de la composición del más célebre concierto
Entre miles de conciertos es el más popular. Para el pianista es una auténtica prueba de fuego. Por Emilio Sanmiguel.
Los rusos inventaron en 1958 el Concurso Tchaikovsky, en plena Guerra Fría, para poner en evidencia la superioridad de la cultura soviética. Pero no estaba entre sus cuentas que Van Cliburn, el representante de los Estados Unidos, un texano pelirrojo de 24 años, fuera a conquistar al público como lo hizo con su interpretación, primero del Concierto de Tchaikovsky y luego del Concierto n.º 3 de Rachmaninov, que tiene la reputación de ser el más difícil de todo el repertorio. Lo cierto es que desató una ovación que se prolongó durante ocho minutos.
La superioridad del texano sobre los demás concursantes puso en aprietos al jurado, que, temeroso, resolvió consultar la opinión de Nikita Kruschev en el sentido de si era posible entregarle la medalla de oro a un estadounidense: “¿Es el mejor?”, preguntó. “¡Entonces, denle el premio!”.
Van Cliburn fue recibido en Estados Unidos como un héroe a su regreso, Time en su portada tituló El texano que conquistó Rusia, y la grabación del concierto fue el primer disco clásico de la historia que vendió millones de copias.
Semejante hazaña ratificó el Tchaikovsky como el más famoso e interpretado de todos los escritos para piano y orquesta. Pero esa historia no fue tan sencilla.
El rechazo de Rubinstein
Piotr Ilich Tchaikovsky emprendió su composición durante 1874, hace 150 años. Al contrario de sus habituales inseguridades, fue rápido y lo terminó para finales de ese mismo año. La víspera de la Navidad resolvió tocarlo, en la versión para piano solo, ante quien consideraba la máxima autoridad del Conservatorio de Moscú, uno de los mejores pianistas de todos los tiempos junto con su hermano Anton, Nikolái Rubinstein (1835-1831), porque le interesaba saber qué opinaba sobre las partes puramente técnicas, no sobre la música en sí.
Tchaikovsky, tres años más tarde, hizo el relato en una carta a su mecenas, Nadezhda von Meck. Tras el primer movimiento, escribió, Rubinstein no abrió la boca, de manera que siguió tocándolo hasta el final. Tchaikovsky, en ese momento de 34 años y profesor del conservatorio, se levantó del piano y preguntó: “¿Qué tal?”.
Rubinstein empezó a hablar con una especie de calma contenida que presagiaba lo que vino enseguida: una tormenta. Le dijo que la obra era trivial, mala y vulgar, se sentó al piano y caricaturizó brutalmente algunos pasajes, lo acusó de plagio, para luego decirle que de la partitura tal vez se salvaban un par de páginas.
Tchaikovsky planeaba dedicarle el concierto. Enfurecido, pero sin proferir palabra, abandonó el salón. Rubinstein lo siguió y, en un tono más conciliador, le dijo que si efectuaba los cambios que él creía necesarios lo tocaría después en público. El compositor se armó de valor: “No cambiaré ni una nota. ¡La publicaré exactamente como está!”.
Entonces, como hizo Beethoven cuando borró el nombre de Napoleón de la dedicatoria de su Sinfonía eroica, lo dedicó a Hans von Bülow.
Hans von Bülow lo vuelve popular
Hans von Bülow (1839-1894), otro de los grandísimos pianistas de su tiempo y director de orquesta de renombre internacional, ya había manifestado su interés por la música de Tchaikovsky, quien terminó la orquestación, que es una de sus grandes fortalezas, el 2 de febrero del año siguiente. Con la nueva dedicatoria se lo hizo llegar a Von Bülow: “Me siento orgulloso de ser honrado con la dedicatoria de esta espléndida obra de arte, arrebatadora en todos sus aspectos”. El 25 de octubre de ese mismo año tocó el estreno mundial en el Music Hall de Boston y el 13 de noviembre repitió la hazaña en Nueva York. Tras el estreno bostoniano, Von Bülow le escribió comunicándole el “éxito de nuestro concierto”.
Así empezó la historia del que con el tiempo se convirtió en el más famoso concierto para piano y orquesta de la historia.
Tchaikovsky no cumplió al pie de la letra lo dicho la víspera de esa Navidad de 1874, porque en un par de oportunidades hizo ajustes a la parte del piano. Rubinstein, por su parte, tuvo que tragarse sus palabras, lo incorporó a su repertorio y lo convirtió en vehículo de algunos de los más resonantes triunfos de sus actuaciones.Si Von Bülow lo hizo popular en los Estados Unidos, Rubinstein se encargó de hacer lo propio en Europa.
El secreto musical del concierto
Es probable que parte del secreto emane del hecho de que el compositor logra atrapar la atención del oyente desde el primer compás, con una introducción grandiosa y majestuosa a cargo de toda la orquesta, seguida casi inmediatamente por cascadas de acordes del piano que ponen al oyente en un estado difícil de explicar con palabras. El segundo movimiento no decepciona, parece muy sencillo en su inicio, pero depara nuevas sorpresas al oyente y parece preparar la atmósfera para el final, que trae al famoso pasaje de las “octavas”, que solo se reserva para pianistas de alto bordo, episodio que se encarga de preparar la catarata musical de un final que suele levantar al auditorio de sus localidades.
Años más tarde, Tchaikovsky emprendió la composición de un nuevo concierto, otra obra maestra, pero eclipsado por el primero, que, al fin y al cabo, terminó eclipsándolos a todos.
Aunque no puede afirmarse que se trate del mejor de los conciertos, sí es el más popular. A pesar de que no se trata de una partitura virtuosística, sí escapa de las manos de un pianista que no esté en posesión de toda la artillería técnica y musical para resolverlo.
Única partitura que por su trascendencia terminó de protagonista del único concurso internacional de piano que se realiza en el mundo.
Cosas de la Guerra Fría.