Música
Homenaje a Shostakóvich, a 50 años de su muerte: ‘Un día en la vida de Dimitri Dimitrievich’
En el cincuentenario de la partida de uno de los grandes compositores del siglo XX, revivimos una particular y tensa jornada que lo marcó y repasamos varias de las facetas de su obra.

A Dimitri Shostakóvich la vida le cambió la noche del 26 de enero de 1936 en Moscú. Hacia el final de la tarde sonó el teléfono de su casa. Lo llamaba uno de los funcionarios del Bolshói para sugerirle asistir esa noche a la representación, pues se había anunciado que vendría el camarada Iósif Stalin, secretario general del Partido Comunista de la Unión Soviética, acompañado de su camarilla.
Se representaba su ópera Lady Macbeth del distrito de Mtsensk, que desde su estreno en el Teatro Maly, en San Petersburgo, el 22 de enero de 1934, se había presentado con un éxito tan clamoroso que la producción se trasladó al Bolshói. Para esa noche, llevaba ya 83 representaciones triunfales. Consciente de que no estar presente podría acarrearle terribles consecuencias, Shostakóvich llegó al teatro.
Stalin y sus áulicos se instalaron en el palco del Gobierno, sobre el foso de la orquesta, blindado con láminas de acero para evitar posibles atentados.
Al finalizar el acto I, Shostakóvich no fue invitado al palco de Stalin. Tampoco durante ninguno de los otros entreactos, mucho menos al final de la representación. Desde luego, se puso más nervioso que de costumbre, pues desde su palco podía ver cómo los acompañantes de Stalin, a quien nadie podía ver, en los momentos más intensos de la ópera se burlaban y miraban cómplices a su jefe.
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Lady Macbeth del distrito de Mtsensk, inspirada en la novela homónima de Nikolái Leskov, de 1865, narraba la historia de Katerina Ismailova, una mujer analfabeta, víctima de un matrimonio fracasado, un suegro abusivo y una vida marcada por el tedio. Aprovechando la ausencia de su marido, se involucra en una relación con Serguéi, un obrero de la hacienda. Al ser descubiertos, asesinan primero al suegro, luego a un primo del marido, menor de edad, y finalmente al marido, pero durante la boda de los amantes descubren el cadáver. Juzgados, son enviados a Siberia, donde Serguéi inicia un romance con una de las deportadas. Celosa, Katerina empuja a su rival al río; ella misma cae al agua, y los convictos continúan su travesía.
Gran historia para una ópera. El problema fue la música: de un realismo inédito en la historia del melodrama. Durante el acto I, Serguéi, con cualquier excusa, llega a la habitación de la muchacha, intenta seducirla; ella inicialmente lo rechaza, pero termina cediendo, encantada. Shostakóvich echa mano de todo su talento, y la descripción musical de lo que ocurre en el interior de la habitación resulta inequívocamente explícita; nadie se había atrevido a ir tan lejos.
La ópera, que ya se representaba fuera de la Unión Soviética, había despertado controversia. William James Henderson, en el New York Sun, escribió: “Es, sin duda, el primer compositor de música pornográfica de la historia de la ópera que resulta obscena por la fiel reproducción de los hechos”. Pero personalidades de la talla de Georges Auric, Francis Poulenc, Alfredo Casella o Benjamin Britten no encontraban palabras para elogiarla.
Para bien o para mal, toda su música refleja, con increíble fidelidad, los acontecimientos políticos de la Unión Soviética, desde Lenin hasta Brézhnev
Se dice que en su palco, durante la famosa escena, Stalin, que, como suele ocurrir con la mayor parte de los autócratas, era más puritano de lo que pudiera pensarse, palideció horrorizado; su ira no paró de crecer durante el resto de la representación.
Dos días más tarde, en la estación del tren, Shostakóvich compró un ejemplar de Pravda, el periódico oficial. Encontró un artículo titulado “Caos en lugar de música. A propósito de Lady Macbeth de Mtsensk”. En la medida en que fue leyendo, el terror se apoderó de él por completo, máxime cuando el libelo no tenía firma, es decir, era la opinión oficial sobre él y su música. En otras palabras: su vida y la de su familia corrían peligro de que en cualquier momento fueran detenidos, deportados o ejecutados sin juicio.
Desde ese momento hasta el final de sus días, el 9 de agosto de 1975, hace 50 años, vivió aterrorizado. Ni siquiera la muerte de Stalin, en 1953, lo liberó de semejante angustia.

Sin embargo, o quizá por lo mismo, tuvo el valor de no abandonar jamás ni su patria ni su oficio.
Fue capaz de legar a la posteridad una de las obras más sólidas y también desconcertantes del siglo XX. Sólida porque fue, si no el más, uno de los más significativos compositores de cuartetos de cuerda del siglo XX; planeaba componer 24, en todas las tonalidades, pero solo alcanzó, entre 1938 y 1974, a escribir 15.
En materia de conciertos, seis; dos para piano y orquesta y cuatro indiscutibles obras maestras: los dos para violín, escritos para David Oistrakh, y dos para violonchelo, para Mstislav Rostropóvich.
Para el piano, lo mejor, la colección de 24 preludios y fugas y 2 sonatas.
Su vida y la de la Unión Soviética, que tuvo que vivir y sufrir, se puede seguir como una especie de novela de terror en sus 15 sinfonías. La primera, de 1925, cuando aún estaba en el conservatorio, dejó en claro que era un genio; la n.º 15, de 1971, es su testamento. Por el camino surgen las escritas, aparentemente, para complacer al régimen, como la 2.ª, la 3.ª o la n.º 5, la más popular de las 15. Otras, como la n.º 4, resultaron tan audaces que no se atrevió a estrenarlas por miedo a terminar ejecutado. En la n.º 13 sentó su posición ante el antisemitismo.
Sus 15 sinfonías y, en general, su música no son de la misma calidad. Mstislav Rostropóvich, uno de sus pocos y verdaderos amigos, es de quienes creen que, cuando componía para el régimen, era lo suficientemente ético como para dejar flotando en la atmósfera que lo hacía por compromiso e inundaba su música de pasajes grotescos, estridentes, irónicos y, en algunos casos, hasta vulgares.
Su legado de música para el cine soviético resulta desigual y pocas veces alcanza a estar a la altura de su talento; un oficio que casi sin excepción aborrecía. Sus ciclos de canciones, en general, son obras maestras.

Desde luego, aún hoy en día hay quienes creen que fue oportunista, acomodaticio y ambicioso.
En todo caso, el repertorio musical del siglo XX no puede prescindir de Dimitri Dimitrievich. Ni siquiera el haber sido, a lo largo de toda su vida, un convencido de los postulados políticos de la Unión Soviética empaña lo mejor de su legado. Al contrario de muchos de sus compatriotas, ni por un minuto acarició la idea de abandonar su país, así el sistema lo hubiera mantenido siempre al borde del abismo.