Literatura
‘Felicidad’: lea aquí un adelanto de la obra novela de la autora caleña Lina Martínez
Este fragmento hace parte del capítulo ‘Tres palabras: quiero ser feliz’.
Quiero ser feliz: Esas tres palabras arrojan doscientos veintitrés millones de resultados en 0,53 segundos en una búsqueda de Google. Los resultados muestran listas de consejos, libros, canciones, citas de Buda y Aristóteles…
Las preguntas que la gente hace comúnmente asociadas a las tres palabras son variopintas. Hay unas instructivas, del tipo, ¿qué tengo que hacer para ser feliz? Otro grupo de preguntas buscan pistas concretas, como diez pasos para ser feliz. Otras preguntas introducen a terceros, pero queriéndoles excluir, y se expresan de la siguiente forma: ¿cómo ser feliz sin depender de nadie?
Otros buscan las razones por las que no pueden ser felices. Los resultados de esta búsqueda son disímiles, aleatorios, ruidosos. Si un alienígena llegara a la Tierra y se encontrara con una de las búsquedas más populares, no sabría qué es la felicidad. Si escuchara una de las canciones más populares sobre felicidad, Happy de Pharrell Williams, quedaría más desorientado. (...)
Pareciera que las palabras que le siguen a quiero ser feliz en una frase fueran en todo o cualquier cosa.
La aleatoriedad y ubicuidad de la felicidad en las búsquedas de Google reflejan el ethos de una cultura que durante las últimas décadas ha escogido la felicidad como medio y como fin. Las personas quieren ser felices, quieren que sus hijos sean felices, que la pareja las haga felices, que el trabajo aumente la felicidad, que la ropa que usan los haga sentir felices, que la comida genere felicidad. La felicidad se ha vuelto una demanda cotidiana y universal.
No siempre ha sido así. Hable con alguien que tenga sesenta o setenta años y pregúntele qué tanto importó la felicidad en las decisiones que tomó en su vida, como el matrimonio, los hijos o el trabajo. Es posible que la felicidad no aparezca en su discurso. Hace años, la gente no se casaba para ser feliz, lo hacía para formar una familia. No traía hijos al mundo para aumentar la felicidad, lo hacía porque era lo que la gente hacía. No iba al trabajo para ser feliz, iba al trabajo a ganar un salario y a contribuir a la sociedad. Haga el mismo ejercicio con alguien que esté en sus veinte. La felicidad es el motor de la conversación y el compás que guía las decisiones.
Ese cambio no se produce en el vacío. En las últimas dos décadas la felicidad fue ascendiendo en el podio de lo que la gente busca y desea, pero las bases de ese deseo se han ido construyendo a lo largo de la historia. La palabra felicidad comparte su raíz etimológica con «fecundo», de los suelos, de los árboles y lo que crece en la tierra. Pareciera que el siglo xxi fuera el suelo fecundo de la mayor producción de variedades de la felicidad. Las diferentes variedades de semillas felices que se fueron plantando a lo largo de la historia han florecido en un campo que da de todo; desde la variedad más nueva que floreció en forma de la canción de Pharrell Williams hasta las semillas más antiguas que crecieron con el renovado interés por las prácticas budistas para reducir el sufrimiento.
Llegué al estudio de la felicidad a inicios de la década del 2010. En ese momento, estaba cobrando importancia una nueva corriente que se ocupa de estudiar cómo lo que hacen los gobiernos mejora el bienestar de las personas. Mi primera lección de felicidad vino de la mano de la gestión gubernamental y de la estadística. En el camino llegué al estudio de la salud mental para medir y evaluar la magnitud de los problemas de salud mental en la felicidad de las personas.
En el terreno de las estadísticas de las políticas públicas, el suelo es muy estable. Los cambios son marginales y se pueden contar en reducciones o incrementos de pocos puntos porcentuales cada año, solo se notan los cambios en trayectos largos, como la disminución de la pobreza que se evidencia en análisis de décadas. Mientras estudiaba la felicidad y la salud mental, llegó la sorpresa apocalíptica de la pandemia.
El covid-19 fue un cataclismo estadístico. Pasamos de medir cambios marginales a ver que los números de los problemas de salud mental crecían de manera alarmante. Dentro de los más afectados estaban los jóvenes, quienes, desprovistos de la perspectiva y la paciencia que dan los años, se sentían en el borde de un precipicio donde la depresión y la ansiedad los acercaban al límite de la caída. Veía el descalabro de la felicidad causada por la fragilidad de la salud mental. Los números de las investigaciones se reflejaban en la clase con mis estudiantes, en sus miedos, en sus emociones frágiles y ansiosas, en la incapacidad de verbalizar lo que sentían. En medio de la pandemia, inicié una clase llamada «Felicidad y bienestar». Quería hacer algo para que mis estudiantes supieran que la felicidad depende de sus buenos estados mentales y no del primer trabajo que les era esquivo en una pandemia.
Al buscar las lecturas para una clase académica, encontré pocos recursos que abordaran los temas que consideraba pertinentes para entender un campo tan amplio y con tantas variedades. Las lecturas que me gustaban eran muy técnicas y las que mis estudiantes asociaban a la felicidad caían en afirmaciones de autoayuda.