MÚSICA
Con su nuevo disco, la Orquesta Filarmónica de Bogotá demuestra que ya juega en las grandes ligas sinfónicas
Como una especie de metáfora beethoveniana, la grabación se realizó dentro del León de Greiff en medio de los disturbios de octubre del año pasado en la Universidad Nacional. Por Emilio Sanmiguel.
Instalarse en el selecto grupo de grandes orquestas del mundo es mucho más complicado de lo que se pueda imaginar. No es suficiente hacerlo bien, es decir, tocar bien la música. Eso hasta puede resultar lo más sencillo. Hay que respaldarla de una trayectoria de la que solo el tiempo puede encargarse, porque el sonido encierra en sí la experiencia de los años de trabajo, concierto tras concierto, en el diálogo con el público.
Por otro lado, es inevitable y hasta deseable el escrutinio de quienes están en condiciones de oír desapasionadamente sin involucrarse.
A la Orquesta Filarmónica de Bogotá le ha llegado la hora. Ad portas de cumplir 60 años, se perfila, sin ánimos patrioteros, como una de las formaciones sinfónicas más sólidas de Latinoamérica por la fortaleza de su discurso, en su momento abiertamente revolucionario, de llevar la música no a las élites, sino al ciudadano de a pie.
Cuando apareció la primera grabación internacional de la Filarmónica, hace dos años, tanto la orquesta como su director titular, el sueco Joachim Gustafsson, no eludieron la trascendencia del reto. Se tomó la decisión de hacerlo con la serie completa de los conciertos para piano y orquesta de Ludwig van Beethoven.
Si el primero trajo el Concierto n.º 4 en sol mayor, op. 54, seguramente de todos el más profundo y personal, acompañado de la transcripción de mano del compositor del Concierto para violín, op. 61a, esta nueva grabación contiene obras no menos significativas que, a su manera, van a ilustrar al oyente sobre lo que significa el universo beethoveniano en toda la extensión de la palabra.
En primer lugar, el Concierto n.º 2 en si bemol mayor, op. 19, que, pese a su numeración, es cronológicamente el primero de todos. Beethoven, de dientes para afuera, decía: “No lo considero una de mis mejores composiciones”. Pero, pese a su sentido autocrítico, no solo lo entregó al editor, sino que antes de hacerlo lo sometió a concienzudas revisiones. Sabía bien que gracias a él su reputación como pianista y compositor se afianzaría en Viena, cuando él mismo lo estrenó, bajo la dirección de Antonio Salieri, el 29 de marzo de 1795.
Si bien puede decirse que sigue casi rigurosamente la estética clasicista de Mozart, también, sutilmente, contiene novedades que dejan entrever que el entonces muy joven compositor siente ya los pasos de animal grande de la tragedia de su sordera. Gracias a esa presentación, el público raso pudo ver por primera vez al pianista colosal del que tanto se hablaba, pero que solo habían oído los aristócratas.
El otro concierto es el n.º 3 en do menor, op. 37, que él interpretó por primera vez el 5 de abril de 1803, claro, en Viena. Representa en buena medida la bisagra de su estética, aún contiene atavismos clásicos, su escritura permite al solista brillar en los límites mismos del virtuosismo, pero se permite en el movimiento central elevar la música para piano y orquesta a una altura desconocida, en una atmósfera seductora, pero bañada de una solemnidad que raya ya en el refinamiento espiritual de sus obras maestras de madurez.
Entre los dos conciertos, casi como cerrando el círculo, la Obertura de Egmont, op. 84, una pieza sinfónica de profundo aliento musical, político y filosófico. Es el Beethoven resueltamente revolucionario que pone su arte al servicio de la obra de Wolfgang von Goethe, el más grande de los poetas alemanes por quien, más que admiración, sentía veneración. El estreno ocurrió el 25 de junio de 1811, es posterior a sus otras grandes obras de aliento político antes de la Novena sinfonía: la Sinfonía Eroica y la ópera Fidelio. Aquí Beethoven resulta lúcido y profundiza sin palabras en el drama.
El Beethoven filarmónico
El disco compacto, con la ingeniería de Juan Camilo Santamaría, la asesoría técnica del sueco Per Sjösten y la producción de John Frandsen, se grabó en medio de circunstancias, digamos, beethovenianas. Por una parte, el director Gustafsson y los técnicos de la disquera AMC Anchara Classical optaron por hacerlo en el recinto más íntimamente ligado con la historia de la orquesta, su sede eternamente provisional, el Auditorio León de Greiff de la Universidad Nacional de Bogotá, entre el 2 y el 5 de octubre pasado, cuando la atmósfera del campus universitario estaba crispada por los disturbios estudiantiles. Aquí entra en juego eso de la trayectoria, pues ha formado parte de la historia filarmónica tocar en medio de este tipo de situaciones, como si se tratara de una orquesta preparada para entregar su arte en tiempos alterados.
El resultado musical es, a todas luces, excepcional. Los sonidistas han conseguido atrapar la atmósfera acústica del auditorio, el sonido tiene profundidad y calidez, mismas características que el público conoce bien de su orquesta.
El desempeño de los músicos y, por supuesto, del titular Gustafsson está a la altura de un reto que necesariamente tiene que llegar a los oyentes más exigentes del mundo, es decir, el mensaje logra llegar con una profundidad en la que lo musicalmente correcto trasciende para convertirse en Beethoven, con todo lo que ello implica.
Solista en el piano, el sueco Niklas Sivelöv, mismo del vol. I, parece estar más que en su medio. Obviamente, tiene la música en pleno dominio con algo que no logran tantos de sus colegas: pasa con asombrosa facilidad del sonido pleno con ribetes orquestales al intimismo camerístico.
Se anotan un tanto, cantadísimo, los técnicos, el auditorio, Sivelöv, Gustafsson y, por supuesto, la Filarmónica, entre las grandes orquestas del continente.