Libros
Así comienza “El pintor de Auschwitz” de Jacobo Celnik
El escritor se adentró en sus archivos familiares y en los estatales de Francia, Polonia, Alemania y Colombia buscando resolver los misterios de su familia, que se fragmentó por el antisemitismo polaco y los horrores del Holocausto. El libro es una historia de supervivencia, que le cuenta al lector sobre la llegada de los judíos polacos a Colombia durante la Segunda Guerra Mundial.
Kyrie
Stories only happen to those who are able to tell them, Paul Auster
¿Qué significa ser judío colombiano? Empecé a cuestionármelo años después de aquel memorable 30 de octubre de 1989 cuando las Selecciones de fútbol de Israel y Colombia disputaron el último cupo para el Mundial de Fútbol de Italia 90. En la mañana de ese lunes, que no era un día más ni un día cualquiera en la vida de los colombianos, doscientos alumnos del Colegio Colombo Hebreo (CCH) nos congregamos en el salón de actos para apoyar a nuestra selección: al equipo de Pacho Maturana, Valderrama, Rincón, Iguarán, Higuita y todos esos héroes que le devolvieron, por un instante, la alegría a los corazones marchitos y acongojados de los colombianos por la ola de violencia que se vivía en el país. Las directivas del colegio organizaron el espacio con pantalla gigante, sillas Rimax y el mejor sonido para que una gran mayoría de estudiantes judíos colombianos disfrutáramos del encuentro junto con unos cuantos profesores israelíes que también esperaban que su equipo clasificara al Mundial, tras veinte años de no hacerlo, ocho años menos que Colombia, que desde Chile 62 no participaba en el evento más importante del deporte mundial. Esa mañana, Bernardo Vasco, reportero del diario El Tiempo, fue al colegio para vivir y ver de primera mano algo que para alguien ajeno a la comunidad judía de Bogotá es difícil de comprender: que los cientos y cientos de alumnos del CCH le hicieran fuerza a Colombia, en vez de a Israel.
El elegido para retratar esa parte de la historia fue mi hermano Leonardo. Con grabadora en mano y libreta de apuntes, Bernardo vivió los sufridos noventa minutos de ese empate sin despegarse un instante de mi hermano. “Leonardo Celnik abrazó a su mejor amigo, Isaac Fishboim, y le gritó con la fuerza de sus pequeños pulmones: ´mira, yo te digo que vamos a ganar porque los israelíes son muy faroleros´”. Vasco retrató en su crónica el ambiente y la algarabía que se vivía en ese salón, atiborrado de estudiantes eufóricos que no dejaban de gritar ¡eee, oeee, oeee, oeee, uggg!; describió con precisión adecuada las conversaciones entre mi hermano —que no se desprendía de un radio en el que seguía los comentarios del partido— y su amigo Isaac; contó que a mi hermano le gustaban el fútbol y Millonarios gracias al tío José, que era delantero y arquero en el equipo infantil del colegio y que se sabía de memoria todos los nombres de los jugadores de la Selección; también describió las recomendaciones que ambos, a sus inocentes ocho años, le hacían a Maturana. Que debía jugar Usurriaga, que menos mal teníamos a Higuita, que Estrada seguramente haría un gol si lo dejaban patear al arco. En la crónica publicada en El Tiempo el martes 31 de octubre con el título “Todos los niños judíos estuvieron con Colombia”, Vasco afirma: “Celnik, al igual que unos doscientos niños y niñas judíos del Colegio Colombo Hebreo sufrieron y padecieron cada jugada del equipo colombiano. Pero, curiosamente, ninguno de ellos estuvo a favor del equipo de Israel, la tierra de sus padres o de sus abuelos”. Esa crónica fue motivo de orgullo de nuestra familia por años. Se la mostrábamos a amigos y familiares y vivíamos felices porque Leo fue el elegido para describir ese momento clave en la historia de nuestro país. Era tan importante esa publicación que durante muchos años permaneció enmarcada en la oficina de mi mamá, donde la exhibía con orgullo ante los cientos y cientos de candidatos a emigrar a Israel que pasaban por su despacho en el piso 15 del edificio Caxdac. Y no faltó el desprevenido al que le costaba entender que un niño judío colombiano apoyara a su país en vez de a Israel. Una noche de abril de 1994, después de pasar una tarde agradable en la casa de Ronny Finkelstein, y en donde mi amor por el rock y la guitarra aumentaron, noté que mi papá estaba diferente, ausente y preocupado. Para romper el tenso ambiente que se vivía dentro del Renault 6, les conté que David, el papá de Ronny, recordaba la famosa crónica a mi hermano en El Tiempo y que incluso la conservaban en una carpeta con recortes memorables de la comunidad judía. Mi mamá dijo: “qué bonito que la conserven”; mi papá siguió en silencio, concentrado en el camino a casa. Les conté que hablamos del tema de ser judío y apoyar a Colombia, y, a pesar de que a Ronny no le gustaba el fútbol, les emocionaba la historia y que justo Leo, compañero de Cathy, hubiera sido elegido para reflejar una faceta normal y entendible en todo joven judío colombiano. A David y a su esposa Perlita les llamaba la atención el titular porque no tenía nada de raro que unos niños colombianos le hicieran fuerza a su equipo nacional en vez de a Israel, un país con el que había un vínculo ancestral. Mi papá me miró por el retrovisor y sonrió tímidamente. Algo pasaba mientras a mí el tema me seguía dando vueltas.
—Pillo: por ser judíos, ¿lo correcto era hacerle fuerza a Israel en aquel partido de 1989? —pregunté para romper el hielo y su incómodo silencio.
—Sí, papucho, somos judíos, pero somos judíos colombianos —me respondió con tono firme—. Acá nacimos, hacemos nuestras vidas, hemos construido todo lo que tenemos, hemos apropiado parte de la cultura del país a nuestras costumbres, hablamos el idioma y sufrimos o nos alegramos con todo lo que sucede acá. ¿Recuerdas cómo lloramos el día que mataron al político Luis Carlos Galán? ¿Recuerdas el dolor que nos produjo la cantidad de bombas que puso Pablo Escobar en el país? Tú eras muy niño, pero no sabes el dolor que nos produjo la tragedia de Armero. Si no amaramos a este país, nada de eso nos afectaría. No podemos ser indiferentes ante el entorno, el contexto y la realidad que vivimos y solo alegrarnos cuando hay buenas noticias, sobre todo gracias a los deportistas que nos han dado varias alegrías. Y si bien amamos a Israel, y es la tierra prometida de los judíos, somos colombianos y tiene todo el sentido del mundo y no es un pecado o una ofensa si nos alegramos porque nuestro equipo de fútbol juega un Mundial o le gana un partido a Israel. No hay nada de malo en eso. Fíjate que los judíos alemanes pelearon por su país en la Primera Guerra Mundial, se sentían alemanes y judíos. Pero ahora no nos vamos a meter con ese tema. ¿Cómo te fue en casa de Ronny?
Ese día, mi amigo Ronny Finkelstein me había invitado por primera vez a su apartamento. Desde un tiempo atrás quise compartir con él porque sabía que le gustaba el rock y tocaba guitarra. Finalmente, y tras esperar ese momento durante meses, el encuentro se dio gracias a una inocente conversación sobre los Chicago Bulls en casa de Erika Moreno, una amiga de los dos que días atrás nos había invitado a una fiesta. Ese fue el punto de unión que nos llevó a hablar más seguido y a darnos cuenta de que teníamos varias cosas en común como el gusto por U2 y Soda Stereo. Les conté a mis papás que el apartamento de Ronny era grande, elegante, lleno de objetos fascinantes. Les describí el estudio donde vimos un partido de la NBA en un imponente televisor de sesenta pulgadas, el objeto consentido de los Finkelstein, donde disfrutaban de todas sus pasiones como los deportes, las películas y la música. El gran aparato color negro, marca Sony, estaba conectado a varios equipos de audio y video como un Betamax, un VHS y un Laser Disc. En el techo sobresalían unos parlantes que nos hacían sentir en el United Center de Chicago. Le conté a mi papá que David tenía una gran colección de videos musicales en VHS, como una antología de ABBA. A mi papá le encantaba ese grupo sueco; en casa teníamos álbumes en LP y CD, y pensé en él mientras Scottie Pippen y Michael Jordan hacían jugadas de otro planeta para derrotar a los Knicks de Nueva York. Por un instante lo imaginé tarareando “Chiquitita” o “Dancing Queen”, como tantas veces lo vi hacerlo en la casa. Las cosas en nuestro hogar no venían bien. A mi papá se le veía desde días atrás ausente, tenso, preocupado por algo. Para mí, estar un rato lejos de la rutina de la casa me hacía bien. Teníamos angustias económicas que salían a flote en acaloradas discusiones matutinas, y además la salud de mi papá venía en un extraño y franco deterioro por cuenta de una tos incesante que no lo dejaba dormir bien. Más de una vez nos despertó a medianoche ahogado en el baño. Tal vez por eso cuando oigo una tos de esas características siento miedo. Antes de trabajar en un almacén en el centro comercial Unicentro, mi papá tuvo un breve paso por una fábrica de pinturas. Al cabo de un par de semanas de liderar las operaciones de la firma, una tos alérgica lo sacó de combate. Todo indicaba que los químicos con los que se fabricaban las mezclas le generaron una lesión en el pulmón derecho. Por recomendación de su neumólogo renunció y se empleó en una empresa que vendía muebles para el hogar en ese reconocido centro comercial del norte de la capital, uno de los espacios icónicos y ampliamente frecuentados por los capitalinos. Que fuera empleado nos daba cierta seguridad y confianza. Veíamos a los jefes de mi papá como una especie de guardianes de nuestra prosperidad y estabilidad. Desde que mi papá se vio obligado a vender sus almacenes de calzado a finales de 1988, su tránsito por el mercado laboral estuvo ligado a la suerte o la desdicha. Sus primeros empleadores de los que tenemos conciencia eran una especie de héroes en nuestra familia. Gracias a ellos mi padre compró, nuevamente, un carro, dejó de montar en bus, tomó una actitud más ejecutiva, mejoró su clóset, viajó por varias ciudades de Colombia y fue próspero gracias a sus ingresos y logros. Se le veía feliz y muy acoplado al entorno de la fábrica gracias a su carisma y buen sentido del humor. De vendedor, muy rápido pasó a ser gerente de los puntos de venta de una impresionante fábrica de telas que quedaba en la zona industrial, muy cerca de la antigua sede del diario El Espectador. Cómo no querer a aquellos jefes que nos dieron la mano en un momento complicado. Las relaciones con los dueños pasaron del plano laboral al de la amistad al cabo de un par de años. Algunos colegas del trabajo de mi papá venían frecuentemente a nuestra casa. Eran largas y amenas reuniones en las que abundaban la música, la comida, el tabaco y el whisky. Con uno de ellos, con David, echamos nuestros primeros voladores durante un inolvidable diciembre del año noventa. Recuerdo que en el baúl de su Chevrolet Monza gris venían bolsas llenas con volcanes, bengalas, cohetes, marranitos, chispitas, totes y todo tipo de fuegos artificiales que ahora son prohibidos. Con mi hermano, los fines de semana solíamos acompañar a mi papá a la fábrica y podíamos ver la producción de los grandes e inagotables telares que se fundían en una melodía sincronizada para darles vida a metros y metros de tela que luego salían al comercio local. Al mediodía, la visita obligatoria era a los puntos de venta de la fábrica en los tradicionales barrios Venecia, Alquería y Kennedy, en donde abrieron un impresionante local de seis pisos al que bautizaron Exacto y cuyo logo tenía un leve parecido al de un reconocido supermercado local. Recuerdo haber pasado muchas mañanas o tardes de los sábados en las congestionadas aceras de ese popular barrio del suroccidente de la ciudad, calles muy diferentes a las que estábamos acostumbrados, llenas de vida, de gente de todos los estilos y de una variedad de comercio formal e informal. También solíamos comer ensalada de frutas en una confitería que quedaba justo en frente del Exacto, a unas cuadras del Hospital de Kennedy. Aunque nos daba la sensación de que era un barrio inseguro, nunca nos pasó nada malo. Recuerdo que a mis amigos del colegio les daba terror saber que nuestros fines de semana transcurrían allí, lejos de la burbuja del barrio El Chicó o del Centro Comercial Andino; para ellos, Kennedy era parte de otro mundo, de un mundo que la mayoría jamás conocería. En el almacén jugábamos con mi hermano a escondernos en los grandes rollos de frescanta o franela. A veces nos dejaban cortar las telas con unas inmensas tijeras de color anaranjado y nos regalaban retazos para que jugáramos con eso. Nos sentíamos amos y señores de esa tienda, queríamos serlo. Con los dueños de la empresa viajamos al pueblo de Paipa con motivo de una convención. Invitaron a todas las familias de los altos mandos de la compañía con todo pago. Allí nos reconocimos con personas que sabíamos de su existencia pero con las que no teníamos contacto alguno. Nos hospedamos en el Hotel Sochagota, justo en frente del lago, y pasamos tres días inolvidables bajo el intenso frío boyacense y las deliciosas aguas termales del hotel. Lamentablemente, la luna de miel de mi papá con los dueños de la empresa terminó por cuenta de un impasse con el socio minoritario de la compañía, que ni corto ni perezoso decidió ponerle un palo en la rueda delantera cuando se percató de que mi papá se estaba convirtiendo en un empleado indispensable de la compañía y su crecimiento era imparable por cuenta de las ventas. Ante los reiterados altercados, mi papá decidió dar un paso al costado. Sintió que era buen momento para meterse en un negocio del que poco sabía, el de las pinturas, con el desenlace ya mencionado por cuenta de los químicos. Al cabo de unos meses, se enteró por unos conocidos de que los dueños de un reconocido almacén de muebles estaban buscando una persona de confianza. Mi padre pasó las pruebas y le encomendaron la tarea de dirigir la tienda de Unicentro, un espacio amplio, esquinero, en el segundo piso del centro comercial, contiguo a los cines, la ubicación perfecta para vender todo tipo de productos. Pero el cabo de un tiempo, mi papá estaba aburrido, desmotivado y el salario no era el mejor porque dependía de las comisiones por ventas. Le tocaba trabajar de domingo a domingo, con descansos dos lunes cada quince días. Yo intuía que algo no estaba bien porque entre semana, por lo menos dos veces, llegaba más tarde de lo normal. Si eran las 9 p. m. y no sonaba el clásico pito con el que anunciaba su llegada al conjunto residencial, sabía que esa noche sería larga. Recuerdo que discutía todo el tiempo con mi mamá, siempre por dinero o por sus reiteradas llegadas tarde. Un par de días después de haber visitado por primera vez a Ronny en su casa, las discusiones nocturnas regresaron:
—Estas no son horas de llegar, Guillermo —le dijo mi mamá cuando él entró a su habitación y sin darse cuenta se tropezó con unos zapatos.
Sentí la voz de mi papá alicorada porque era más chillona que grave. Alcancé a oír un “shaaa”. Le dijo a mi mamá que hiciera silencio que los niños estaban dormidos. Pero a mi mamá eso no le importó y le recriminó que no habían pagado dos cuotas de la hipoteca del apartamento, que todavía tenían unas cuentas pendientes relacionadas con el Bar Mitzvah de mi hermano y que lo más grave que estaba a punto de suceder era que nos iban a embargar. Desde que le oí decir esa palabra a mi mamá —embargar— el pánico se apoderó de mí. Recordé, hundido en mi almohada y tratando de evitar el ruido de la conversación de mis padres, cuando unos vecinos de apellido Dueñas fueron desalojados de su apartamento por la policía y un intransigente juez por no pagar seis cuotas de la hipoteca. Todavía tengo la imagen del sofá, los colchones, un televisor, unas cajas y unas mesas apiladas en el hall de los apartamentos y a doña Marina suplicarle al juez, triste y desdichada, por un poco de misericordia. Así que todo eso que pasaba en la casa me generaba un pánico que hasta hoy en día me persigue y me atormenta.
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