Sociedad

Año 2025 o el advenimiento de la distopía. Parte II: De la utopía a la distopía

En esta segunda de tres entregas, la promesa incumplida de armonía e igualdad da paso a una utopía temible por cuenta de la propiedad privada y la guerra, con destino hacia un individualismo absoluto. Así, una situación que antes se percibía distante e irrepetible, empieza a tornarse familiar e incómodamente cercana...

Juan Manuel Ruiz Jiménez
21 de febrero de 2025, 4:48 p. m.
La imagen de Orwell advirtiendo "Se los dije" es de una protesta en 2013, en Frankfurt, Alemania, pero resuena hoy poderosamente. Foto: David von Blohn/NurPhoto (Photo by NurPhoto/Corbis via Getty Images).
Esta imagen de George Orwell, autor de '1984', advirtiendo "Se los dije" corresponde a una protesta en 2013, en Alemania. Hoy, la frase resuena más fuerte, y asusta, pero también puede causar un despertar. | Foto: Corbis via Getty Images

Lea aquí la primera entrega, que mira a una época en la que el hombre occidental todavía creía en la posibilidad de “un mundo mejor” y creaba la utopía para enmarcar esas proyecciones.

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Pero hete aquí que ninguno de estos avances fue garantía para que adviniera la tan anhelada armonía universal. El reemplazo de la nobleza por la alta burguesía en la cúspide de la jerarquía social, así como las dinámicas del capitalismo ciertamente incrementaron la productividad y la producción total de riquezas disponibles, pero la situación estaba lejos de permitir que toda la humanidad accediera a una porción justa de ellas y viera sus necesidades básicas satisfechas. En inmensas zonas del planeta se derrumbaban los vínculos oficiales de esclavitud y servidumbre feudales, pero nuevas estructuras de opresión y precariedad se erigieron, a saber, la explotación laboral en fábricas y minas -denunciada por Zola y Dickens-, y una nueva colonización económica entre naciones ricas y pobres.

Autor Charles Dickens
Charles Dickens (1812-1870) denunció en sus escritos nuevas estructuras de opresión y precariedad que se erigieron en su tiempo. | Foto: Getty Images

Por lo menos en Occidente, ya no fueron toleradas las monarquías absolutas, pero una nueva categoría de escasos privilegiados volvía a acumular la mayoría de los recursos, y si bien estos ya no argüían el subterfugio del derecho divino para legitimar sus privilegios, como lo hicieran nobles, el clero y los monarcas, ahora amparaban sus fortunas bajo el derecho a la propiedad privada consagrado en Los derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789. Pero lo que realmente apagó el fuego de la esperanza utópica fue la ahora renovada cara de la guerra, pues con las nuevas armas ahora era más devastadora que nunca. En efecto, a inicios del siglo XX, tanto el grueso del progreso técnico y científico, como los amplios márgenes de riqueza generados no se emplearon en políticas para paliar eficazmente la pobreza de la población mundial y mantener la paz; por el contrario, se destinaron masivamente hacia el desarrollo de la industria militar. Quedaba claro que el belicismo y el espíritu de conquista de las grandes potencias estaba más vigorizado que nunca.

Para tener una idea de las nuevas posibilidades para matar a gran escala que instauró la nueva tecnología del armamento, si consideramos en el siglo XIX la terrible batalla de Waterloo entre el ejército francés napoleónico contra la coalición realista aliada, que se saldó con la vida de cerca de cincuenta mil soldados, en los bombardeos del siglo XX podían llegar a morir cientos de miles de civiles en pocos minutos debido a las bombas incendiarias. Ejemplo son las que arrojó Estados Unidos sobre Tokio el 10 de marzo de 1945, cocinando vivos a más de cien mil civiles, sin mencionar las dos bombas atómicas que arrojó sobre Hiroshima y Nagasaki, que se cifran respectivamente en aproximadamente ciento cuarenta mil y ochenta mil víctimas.

La bomba atómica sobre Hiroshima, una imagen del desarrollo absoluto de la devastación.

Con este oscuro panorama, era entonces lógico que en la gente se anidara un nuevo estado anímico colectivo y una nueva forma de entender el mundo. A la estructural insatisfacción existencial que siempre había acompañado al ser humano, ahora venía a sumarse un miedo cerval a lo que sería la sociedad del futuro. La primera mitad del siglo XX daba a luz una nueva forma de utopía, pero ya no esperanzada en un mejor futuro; sino temerosa de que llegara un porvenir siniestro. Así, entre los intelectuales empezó a consolidarse la consciencia de que, si las cosas continuaban como venían, los propios seres humanos terminarían construyendo un verdadero infierno en la Tierra. Surge así la utopía negativa, mejor conocida como distopía, y su forma de expresión inicial fue la novela distópica.

Entre los intelectuales empezó a consolidarse la consciencia de que, si las cosas continuaban como venían, los propios seres humanos terminarían construyendo un verdadero infierno en la Tierra

El pionero de este nuevo subgénero literario es Yevgueni Zamiatin, quien escribe una maravillosa novela titulada Nosotros (1920). Zamiatin fue un inmenso visionario, pues anticipándose a sus contemporáneos, comprendió que el peor mundo posible sería aquel que resultase de la combinación de un solo superestado totalitario, que llama el Estado Único, y un muy desarrollado nivel tecnológico mediante el cual las élites controlan, vigilan, esclavizan e intimidan a la población. A la zaga de Zamiatin, uno tras otro, sus sucesores Aldous Huxley con Un mundo feliz (1932), George Orwell con 1984 (1949) y Ray Bradbury con Fahrenheit 451 (1953), plantearon sus propias distopías.

A pesar de las diferencias estéticas y diversidad de los escenarios expuestos, los cuatro autores coinciden en que se llegará a sociedades con gobiernos autoritarios, a las cabezas de los cuales habrá élites poderosísimas cuyos métodos de control de la población serán cada vez más sofisticados, gracias a la tecnología. Así, las élites de esas novelas aseguran la estabilidad de sus posiciones privilegiadas manteniendo regímenes en que las masas quedan reducidas a la ignorancia y el embrutecimiento. Esto lo logran mediante diversas técnicas de control sociopolítico, psicológico y tecnológico.

Los cuatro autores coinciden en que se llegará a sociedades con gobiernos autoritarios, a las cabezas de los cuales habrá élites poderosísimas cuyos métodos de control de la población serán cada vez más sofisticados, gracias a la tecnología

En primer lugar, los poderosos toman todas las medidas necesarias para alejar a las masas de todo aquello que pueda estimular su intelecto, pues así quedan inhabilitadas para entender la situación de injusticia en que viven y dejan de buscar transformar el statu quo. Por ejemplo, en esos regímenes se impide que la gente pueda leer y escribir debidamente, cerrándole el acceso a una educación de calidad, e incluso deja de existir un verdadero sistema educativo digno de ese nombre.

Julie Christie entre libros destruidos, en una escena de 'Fahrenheit 451', de 1966. Foto: Universal Pictures/Getty Images.
Julie Christie, entre libros destruidos, en una escena de 'Fahrenheit 451' (1966). La película se basó en la novela que Ray Bradbury publicó en 1953. | Foto: Universal Pictures/Getty Images.

Por su parte, las obras de la cultura, en particular los libros, son destruidas, como lo hacen los bomberos incendiarios en Fahrenheit 451. Asimismo, al sumir a las personas en la ignorancia de la historia, pierden éstas la posibilidad de comparar sucesos pasados con su presente, y son presa fácil para hacerles creer que la sociedad en la que viven es beneficiosa para ellas, como sucede en Nosotros. Aunado a esto, los poderosos minan la capacidad de las masas para razonar apropiadamente, como en 1984, inundando los medios de comunicación con mentiras constantes, hasta el punto en que el individuo pierde todo pensamiento crítico, toda capacidad para entender las contradicciones y en particular, la facultad para distinguir lo verdadero de lo falso. Moldeando la sociedad hasta obtener una masa de personas ignorantes, imbéciles y crédulas, el terreno queda allanado para llenarles la cabeza de propaganda política mediante un constante bombardeo audiovisual que las adormece, despertando al mismo tiempo en ellas pasiones de idolatría fanática por el jefe, el partido y la nación, y de odio hacia el extranjero y hacia todo aquel que domésticamente las élites quieran estigmatizar como el enemigo de la sociedad.

De otra parte, no sólo se suprime la libertad de expresión mediante la represión, el espionaje y el control total de los medios de comunicación, sino que la gente simplemente se ve despojada de las competencias intelectuales necesarias para dominar debidamente el lenguaje, como lo plasma Orwell en 1984, en la que el Partido pone a trabajar lingüistas para que desnuden la lengua de todos los matices de sentido que proporcionan los sinónimos, y crean así la neolengua. Al simplificar el idioma hasta dejarlo en los huesos y fomentando el uso de siglas y abreviaciones técnicas, se le reduce a su mera eficacia comunicativa, todo lo cual implica una brutal limitación del radio del pensamiento del hablante. Aunado a esto, se implementan infraestructuras del entretenimiento en detrimento de la cultura. Desaparecen los eventos de contenido cultural de calidad, y son reemplazados por espectáculos de fácil consumo en que abunda la violencia, con lo cual se cultiva la rabia de los espectadores, fundamental para mantener vivo el miedo y el espíritu bélico hacia las potencias extranjeras y los supuestos enemigos internos. Los espectadores se ven sobreexpuestos a imágenes trepidantes e impresionantes a través de dispositivos audiovisuales cada vez más absorbentes. En Fahrenheit 451, uno de los deseos de la mayoría de la población, ahora iletrada, dado que se ha vuelto ilegal tener libros, consiste en tapizar todas las paredes del hogar con inmensas pantallas murales. Esto con el fin de lograr la inmersión total del espectador en una suerte de realidad virtual que le permite interactuar con los personajes de las películas. La anestesia de los placeres fáciles y abundantes se torna tan envolvente, que la gente teme y desprecia la realidad, y sólo busca quedarse para siempre recluida en esos mundos artificiales.

TikTok es una plataforma digital que se popularizó durante la pandemia.
"La anestesia de los placeres fáciles y abundantes se torna tan envolvente, que la gente teme y desprecia la realidad, y sólo busca quedarse para siempre recluida en esos mundos artificiales", si estas palabras no describen TikTok... | Foto: NurPhoto via Getty Images

En esas distopías, la reducción de las mayorías a la imbecilidad lleva a que ya nadie sea capaz de oponerse a la cada vez más opresiva y rígida pirámide social, que solo favorece a unos pocos oligarcas cómodamente instalados en su cúspide. Desapareciendo todo ascensor social, Huxley llega al extremo de visualizar en Un Mundo Feliz que ya desde la gestación in vitro, sólo unos pocos seres humanos quedan genéticamente aventajados, irrevocablemente destinados y condicionados para gobernar, y el resto de la población programada para obedecer.

Y como cereza en el pastel, Zamiatin y Huxley muestran que, bajo una aparente idea de libertad en el emparejamiento y de emancipación sexual del individuo, se irá valorando progresivamente la promiscuidad regida por el placer, y se irán perdiendo los afectos duraderos que requieren trabajo, atención y compromiso con el otro. El amor y la amistad quedarán en el olvido y serán reemplazados por relaciones de eficacia placentera y efímera. Se quebrará la unidad familiar como epicentro socioafectivo, y el Estado se encargará de educar y adoctrinar a los niños para crear nuevas generaciones de gente sumisa. ¿Resultado? Las personas terminarán en un total y solitario individualismo.

Espere muy pronto la tercera y última parte, ¿La distopía es ahora?

*Escritor y docente investigador a tiempo completo de filosofía y literatura en La Universidad del Norte.