Sociedad
Año 2025 o el advenimiento de la distopía. Parte I: El origen de la utopía
En esta, la primera de tres entregas, el escritor, filósofo y docente Juan Manuel Ruiz Jiménez inicia una exploración a cómo llegamos a este aterrador punto de la Historia, mirando a una época en la que el hombre occidental todavía creía en la posibilidad de “un mundo mejor”.
![Los rascacielos en Chongqing, China, reflejan un mundo en el que parece no haber espacio para los sueños de todos y la promesa se ha desvanecido...](https://www.semana.com/resizer/v2/CLXNZQYAGBBHDOCMNAKKVRRVWU.jpg?auth=662f04763cdf208d6b4e8a2d28ecec132aff7d9fe26eb69ee9ba4df14d34f300&smart=true&quality=75&width=1280&height=720)
“Hay dos tragedias en la vida –dijo Bernard Shaw–, la una es desear lo que no se tiene y la otra es obtenerlo.” Frase paradójica que evidencia la eterna insatisfacción del ser humano, que consiste en que el presente nos decepciona, dado que sobrevaloramos aquello que no poseemos y subvaloramos lo que tenemos. Ciertamente Spinoza, antes que Shaw y que los grandes teóricos del psicoanálisis, entendió en el siglo XVII, que el deseo es el centro de gravedad de la naturaleza humana. Acotó el término de conatus para referirse al impulso primigenio que nos mueve a la autoconservación. Así, en principio, mientras estemos vivos, nuestro cuerpo debería desear únicamente aquello que nos ayuda a sobrevivir. Pero justamente, como lo demuestra en su obra Ética, el deseo es más complejo, pues aspira siempre a alcanzar objetos más allá de lo estrictamente necesario. En efecto, la sensación de carencia en el aquí y el ahora persiste, incluso cuando hemos satisfecho nuestras necesidades vitales, como alimentarnos, comer y dormir y se debe a algo más profundo que a una verdadera falta de recursos para saciarlas. Pues no es porque las hayamos saciado, que finalmente acallaremos esa voz que siempre susurra a nuestro oído: “Me hace falta esto, quiero algo más de aquello.” Y es que incluso en medio de una superabundancia de recursos materiales, esa voz seguirá aguijoneándonos. Si lo contrario fuera cierto, los multimillonarios se contentarían con lo que tienen, y se apaciguaría su sed de crecimiento económico. Pero no es el caso.
Quien tenga alguna duda al respecto, bien podría preguntarles a los grandes magnates del mundo actual, como Musk, Bezos o Zuckerberg, si están satisfechos con el poder y riquezas que tienen, o si están dispuestos a dejar de incrementarlos. Nada los haría reír tanto. ¿Por qué? Porque pareciéramos estar programados de tal suerte que nada de lo material saciará nunca nuestra sed de lo material.
![Donald Trump](https://www.semana.com/resizer/v2/HLR4VXS2KVBWLEPVOZLFGA56YM.jpg?auth=e2e45d1ec101947ded363a1639d9cfddef4379265956db8cbd6405fe5a716b8d&smart=true&quality=75&width=1280&fitfill=false)
Evidentemente, con mil millones de dólares podríamos procurarnos muchos placeres y experiencias extraordinarias, y nos envolvería una fuerte sensación de seguridad respecto al cubrimiento de las necesidades básicas. Pero que nadie crea que con riquezas desbordantes alcanzaremos la felicidad, o tan siquiera la tranquilidad. De hecho, es más que probable que los magnates que mencioné sean individuos a los que nada puede apaciguar su ambición desmedida, pues precisamente tras esta se halla el perenne sentimiento de carencia que Spinoza y Shaw identificaron, sentimiento que pareciera ser estructural de la psique humana.
Con estas consideraciones iniciales, paso a abordar un modo de pensar que parece arraigado en nuestra cultura, y que se deriva de ese sentimiento de carencia inherente a nuestra psique. Me refiero a la tendencia humana a imaginar mundos mejores que el que nos ofrece la realidad. Tendencia cuya finalidad es hacernos soportables y explicables las dificultades del mundo real mediante un curioso mecanismo de compensación imaginaria, el cual quizá explique el origen de las religiones y mitos fundacionales de los pueblos. Me refiero al pensamiento utópico. Ciertamente fue Tomás Moro, en el siglo XVI quien por primera vez en la historia de la humanidad creó el término de utopía, cuyas raíces en griego ou-topos significan no-lugar, es decir un lugar no existente en la realidad, sino imaginado. Aunque etimológicamente el término es neutro, Moro lo empleó para designar positivamente el mundo que imaginó, claramente mejor que aquel en que vivía, la Inglaterra absolutista de Enrique VIII. Moro le puso nombre a su proyección de sociedad ficticia positiva, titulándola a ella y a su libro Utopía. A través de su relato cuenta que un navegante imaginario, Rafael Hythloday, se habría aventurado in mare incognitum, hasta dar con la isla Utopía. En ella Moro sitúa una sociedad en que no existen ni la escasez ni los lujos, regida por una organización democrática bajo un principio de solidaridad. Dibuja así una sociedad armónica y justa que contrastaba con la opresiva monarquía inglesa.
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![Ilustración de la primera edición de 'Utopía', de Tomás Moro. 1516.](https://www.semana.com/resizer/v2/NX4OLJBDRVAO5GH6PFRXXJINGU.png?auth=13b0066301c92061b666a93452020d4913d0ff30fbc5c8ed5f97acc329574f50&smart=true&quality=75&width=1280&fitfill=false)
Pero si hubo que esperar al Renacimiento para que Moro explicitara el concepto de utopía, la tendencia a imaginar mundos ideales ya existía desde la Antigüedad, tanto en Oriente como en Occidente, tal y como lo demuestra Juan José Tamayo en su magnífica obra Invitación a la Utopía. Tamayo muestra que los dos principales componentes culturales de Occidente están erigidos sobre la base de relatos fundadores utópicos. Por un lado, si el componente judeocristiano tiene el arquetipo del paraíso perdido, el componente greco-romano tiene el poema Trabajos y Días de Hesíodo, en que los primeros seres humanos, llamados “hombres de oro”, vivían en un lugar paradisiaco. En ambos relatos los primeros humanos eran moralmente puros, permanentemente jóvenes, saludables, no debían trabajar y la naturaleza era tan generosa que vivían en la abundancia. El cristianismo añade otra capa de utopía al mito de Génesis, al proyectar hacia el futuro la promesa escatológica de la redención final y la vida eterna tras el Apocalipsis. De hecho, la noción misma de “mesías” de las religiones abrahámicas ilustra que aquellos que la crearon vivían tan mal, que albergaban la esperanza en la llegada de un salvador que viniera a redimirlos.
Podemos ver que ese reflejo de proyectar hacia el pasado o hacia el futuro una situación de bienestar social y material está presente en las religiones monoteístas y quizá en la totalidad de religiones y mitos fundadores de la humanidad. Baste considerar la idea de la reencarnación en el hinduismo y el budismo, que irrigó todo el continente asiático, y probablemente dio origen a la creencia griega de la metempsicosis de las almas, mencionada por Sócrates en los diálogos platónicos Fedro y Timeo, la cual supone un aprendizaje permanente y lento de las almas, que puede extenderse por los siglos de los siglos. El hecho de imaginar la transmigración del alma de cuerpo a cuerpo, vida tras vida, refleja no sólo la creencia en la perfectibilidad del alma, sino también el hecho de que para budistas, hinduistas y griegos de la Antigüedad había algo profundamente insatisfactorio en sus vidas, pues seguramente percibían que su entorno estaba plagado de injusticias sociales y calamidades de la naturaleza. Es interesante notar que tanto el nirvana y el samsara del hinduismo, el estado del bodhi o iluminación en el budismo y las revoluciones de aprendizaje en la metempsicosis griega, implican que sólo tras innumerables reencarnaciones la esencia o alma humana habrá aprendido las lecciones de este mundo difícil, en este valle de lágrimas ilusorio en que se vive sufriendo y se sufre para aprender. Desde los vikingos con su noción del Valhalla que recompensa el heroísmo guerrero, pasando por la Mesopotamia con relatos como el poema de Gilgamesh, quien, en su misión de búsqueda de la planta de vida, termina en un jardín de aires paradisiacos, hasta las culturas amerindias con la leyenda del Popol Vuh, en que los primeros hombres son casi dioses, abundan los relatos fundadores de orígenes plácidos y las promesas de futuros mejores. Si los antiguos se imaginaban entornos de bienestar futuro o pasado, y mecanismos divinos de compensación como los arriba indicados o de ajusticiamiento trascendental -inframundos castigadores como el infierno bíblico o el Tártaro griego- es porque en su presente percibían habitualmente toda suerte de injusticias y desgracias. Si imaginaban mundos mejores es porque los deseaban, y si los deseaban es porque no los tenían.
![Assassin's Creed Valhalla es la última entrega de la exitosa saga de Ubisoft.](https://www.semana.com/resizer/v2/AZR7YLISIFEZTDZLYBW6JX6YLU.webp?auth=9ea9139e68d3107c68d7865e5497ad0e44cdcbec31d70a63a44bd56d4bd181b4&smart=true&quality=75&width=1280&fitfill=false)
A las cuitas habituales de la humana condición como lo son vejez, hambre, dolor, enfermedad y trabajos duros, se sumaba la terrible violencia y terror que se infligían unos a otros en un entorno que Hobbes llamó en el Leviatán “el estado de naturaleza”, es decir un entorno en que no existían aún nociones claras de derecho, leyes y formas eficaces de aplicarlas. En suma, a lo largo de la historia de la humanidad, a la gran mayoría de las personas la vida les ha resultado si no enteramente peligrosa, cuando menos sí insatisfactoria. Y es por todas estas razones que nuestra especie Homo sapiens no ha cesado de imaginar mundos mejores y de producir toda clase de utopías, como las innumerables que menciona Ernst Bloch en su voluminosa obra El Principio Esperanza. Esto no quiere decir que en todas las épocas no haya habido gente alegre y grandes optimistas. Pero justamente el optimismo parte de la constatación de que las cosas pueden ir mejor. En lo que concierne a Occidente, excepción hace en esta perspectiva el pensamiento estoico grecolatino con su aceptación de que, a pesar de las dificultades y sufrimientos terrenales, todo está bien, y en el siglo XVII Leibniz, quien consideraba que este es el mejor de los mundos, pues concebía el universo como la combinación perfecta que Dios escogió entre la baraja infinita de mundos que hubiera podido crear. Pero los estoicos y Leibniz son la excepción a la regla.
![Alrededor del año 410 a.C., el filósofo griego Sócrates (469 - 399 a.C.) enseña sus doctrinas a los jóvenes atenienses mientras espera su ejecución. Obra de arte original: Un grabado sobre una pintura de Pinelli. (Foto de Hulton Archive/Getty Images)](https://www.semana.com/resizer/v2/QTPIEGSVNNDURJ22RS7YJ6UMPE.jpg?auth=2ef33c182e4379c14092cc6addfd4dc0e06c5b5ff2d3d36181887e18dda5cc75&smart=true&quality=75&width=1280&fitfill=false)
El pensamiento utópico ha pervivido pues a través de los siglos, tomando formas cada vez más sofisticadas. En Occidente, mediante la ciudad ideal de Sócrates en La República de Platón, se formula una primera propuesta de un mundo bien gobernado, aunque se trataba todavía de una república con rasgos aristocráticos, verbigracia la existencia de castas socio-profesionales, como la élite de los guardianes. En el Renacimiento surge la ya mencionada isla ficticia Utopía de Moro, en que aparece una más evolucionada organización democrática, con derecho al voto secreto para elegir al príncipe y los magistrados, y un ecuánime acceso a los recursos para todos los habitantes de la isla. Pero para que aparezcan formas más pragmáticas y realistas de la utopía, habrá que esperar el siglo XIX, cuando aflora el socialismo utópico de Owen, Saint-Simon y Fourier, quienes, a diferencia de Platón y Moro, tenían a su disposición no sólo una perspectiva histórica sólidamente documentada gracias a la imprenta renacentista de Gutenberg, sino asimismo los aportes de la filosofía política y social del Siglo de las Luces (XVIII), de figuras como Rousseau y Montesquieu, quienes ya son plenamente conscientes de que la causa de la opresión social es la concentración desmesurada de poder en pocas manos, y que las tiranías sólo pueden evitarse si hay separación y autonomía de poderes en el Estado y un verdadero contrato social entre los habitantes de una nación.
Inspirados en Moro, los socialistas utópicos retoman la idea humanista de que no hay que esperar a que Dios introduzca su mano providencial para ordenar y ajusticiar el mundo humano, sino que, mediante el raciocinio y la ética, los hombres pueden construir una sociedad justa y económicamente viable. Y se lanzan a experimentar: en Escocia, el filántropo Robert Owen lleva a la realidad sus ideas de reforma social en su propia fábrica de hilatura de algodón, revirtiendo parte de sus beneficios en la mejora de la calidad de vida de sus obreros, mediante mejoras en sus salarios, condiciones de higiene, vivienda y alfabetización, lo cual, dado que su mano de obra se tornó calificada y saludable, le permitió obtener grandes rendimientos. Se arruinó cuando quiso pasar a una escala superior, implementando sus iniciativas en una aldea de cooperación establecida en Indiana, Estados Unidos -algunos aldeanos le robaron-, pero puso la piedra de toque de lo que sería llevar a la práctica las teorías de mejora social de la filosofía política y social de los siglos XVIII y XIX. Y, por su parte, Fourier luchó por traer a la realidad su extravagante idea del falansterio, especie de comunidad cooperativa asentada en una ciudadela que serviría como fábrica y lugar de habitación para 1600 personas, quienes se rotarían las tareas más penosas de la producción y la limpieza, así como las comodidades de las zonas de descanso, estudio y bibliotecas de que estaría dotada la ciudadela, todo esto con la idea de que si todos en una comunidad participan tanto en la producción como en el bienestar que brinda una economía cooperativa, se llegaría a una forma de sociedad justa y ordenada. Cierto es que el falansterio no prosperó en cuanto forma de organización sociopolítica moderna, y que finalmente se impuso la del estado-nación que conocemos. Pero incluso si estos experimentos fallaron, el XIX fue el primer siglo en que el pensamiento utópico coqueteó con el mundo verdadero.
![New Lanark, the Scottish industrial revolution community village managed by social pioneer Robert Owen. New Lanark is on the River Clyde, approximately 1.4 miles (2.2 kilometres) from Lanark, in South Lanarkshire, Scotland. It was founded in 1786 by David Dale, who built cotton mills and housing for the mill workers. Dale built the mills there to take advantage of the water power provided by the river. Under the ownership of a partnership that included Dale's son-in-law, Robert Owen, a Welsh philanthropist and social reformer, New Lanark became a successful business and an epitome of utopian socialism. The New Lanark mills operated until 1968 and is now one of five UNESCO World Heritage Sites in Scotland. | Location: New Lanark, Scotland, UK.](https://www.semana.com/resizer/v2/O3LHD62DIRDZVA77UQNO5HSPFQ.jpg?auth=47092bb7fbfd2be74980d33b6124c79814258d7e1c3f6ac0d737be6e329402f7&smart=true&quality=75&width=1280&fitfill=false)
A esto contribuyó el entusiasmo que generó en su momento la fe en el progreso, que desde el Renacimiento se venía gestando merced a la Revolución científica (S.XVI y XVII), fe aupada por los valores republicanos de la Revolución francesa y la Independencia de los Estados Unidos, y por supuesto por los avances técnicos de las dos revoluciones industriales. El hombre occidental de inicios de siglo XX era ahora un ser esperanzado que veía con sus propios ojos los avances en el ámbito del derecho, la industria, la ciencia y la técnica, y por ello creía en la realización de la utopía. La idea de la paz perpetua entre naciones de Kant parecía realizable, pues atrás quedaban la insuficiencia técnica y el bajo nivel en la producción que en los siglos pasados no permitían que toda la población se alimentara, vistiera y alojara decentemente. Ahora los alimentos de los vastos campos del planeta fructificaban de manera fenomenal gracias a la mecanización agrícola y los avances en la bioquímica, y los bienes domésticos se producían a una velocidad trepidante y en cantidades inmensas gracias a la conjugación de las máquinas, una mano de obra abundante y barata y las nuevas fuentes de energía provenientes de los hidrocarburos. Sí, había la sensación de que el ser humano estaba llegando por fin a la edad adulta en materia moral, sociopolítica, económica y científica, que le permitiría emanciparse de las cadenas de la violencia, la ignorancia, la pobreza y la opresión social.
Espere muy pronto la parte II, De la utopía a la distopía.
*Escritor y docente investigador a tiempo completo de filosofía y literatura en La Universidad del Norte.