MIGRACIÓN

Los derechos de la infancia en el contexto de la migración

Reconocer y atender las realidades y sufrimientos de los niños y niñas migrantes es otra deuda con la infancia. La autora de estas líneas explica la complejidad de este fenómeno.

María Claudia Duque Páramo*
20 de noviembre de 2019
No existe una sola forma de ser migrante. Casa caso es particular y más cuando se trata de niñas y niños. | Foto: iStock

Cuando entrevisté a Valentina, en un municipio de Risaralda, ella tenía 11 años. Era septiembre de 2009 y en el departamento se estaba desarrollando una investigación de un organismo del Estado con el título ‘Hijos huérfanos de padres vivos‘. Así se referían a las niñas y niños que vivían en Colombia y cuyos padres habían emigrado a otros países. Cuando Valentina hablaba sobre su mamá, que trabajaba en Italia y desde allí enviaba remesas para su familia, levantaba los brazos y gritaba con molestia: "¡Me da rabia que me digan huérfana, me duele, me duele!". Así expresó su dolor y resentimiento de ser estigmatizada y no ser reconocida como una persona viviendo migración parental.

Al igual que Valentina, en el mundo hay millones de niños y niñas a quienes solo recientemente se les empieza a reconocer como personas y actores de diferentes tipos de migraciones. En este sentido, es creciente en el mundo y en Colombia, la presencia y la visibilidad de las niñas, los niños y los jóvenes en diferentes circunstancias migratorias. Según un informe de la OIM, en 2018 el Departamento de Asuntos Económicos y Sociales de las Naciones Unidas (ONU DESA) estimó que para 2017 había 36 millones de personas menores de 20 años que vivían en un país diferente al que nacieron; esta cifra representa un aumento del 21 por ciento en comparación con 1990. También ha sido notorio el aumento de niñas y niños que migran de manera independiente, ya sea no acompañados o separados de su núcleo familiar.

Aunque en Colombia son escasas las cifras sobre la niñez migrante, es posible arriesgar una idea de su magnitud y afirmar que la migración forzada relacionada con el conflicto armado y la violencia, la circulación infantil asociada al trabajo doméstico, y la migración por razones de estudios forma parte de la infancia de millones de niñas, niños y jóvenes.

Mi primera migración la viví a los 8 años cuando mis padres, buscando un mejor futuro para sus hijas, me enviaron de Tocaima a estudiar a Bogotá y a vivir con mis dos hermanas mayores, quienes ya habían pasado cinco años internas en un colegio con estudiantes –amigas y compañeras–de Cundinamarca, Huila, Tolima y otros departamentos de la costa Atlántica.

Bibiana Ximena Sarmiento, la investigadora de la Cátedra Unesco, de la Universidad Externado de Colombia, afirmaba en 2015 que al menos la mitad de las personas en situación de desplazamiento forzado eran niños en el momento del desplazamiento. En el caso de la niñez proveniente de Venezuela, Migración Colombia informó que había 79.017 personas menores de 17 años como migrantes regulares hasta marzo de 2019.

Al igual que personas de otros grupos de edad, las niñas y los niños pueden vivir diferentes tipos de migraciones: internacional o nacional, forzada o voluntaria, regular o irregular, transnacional, transfronteriza, pendular, tránsito, o por diversas razones: trabajo, estudio, refugio y trata de personas. Los niños pueden migrar con su familia, solos o no acompañados, separados de su familia, o pueden vivir migración parental cuando se quedan en el lugar de origen y su mamá, papá o ambos emigran a otro lugar. También pueden viajar después para reunificación familiar o retornar al lugar de origen. Los niños están presentes como actores en el proyecto familiar migratorio, por ejemplo, en unos casos son la razón que motiva a los padres para la migración parental o familiar y en otros, por su mayor capacidad de adaptación y facilidad con el lenguaje, actúan como mediadores entre la familia y la sociedad de destino contribuyendo a la integración de sus padres.

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Como bien lo sabemos quienes lo hemos vivido, la migración es una experiencia que transforma la vida. Así mismo, produce efectos en los contextos de origen y de destino, y también beneficios, costos y riesgos en las personas y en las familias. Como lo dicen otros investigadores –y como me lo enseñaron algunos niños y niñas colombianos migrantes en Estados Unidos con quienes realizamos una investigación durante 2003 y 2004 en Tampa sobre cambios en la comida– las migraciones suelen producir beneficios económicos y costos emocionales. El realizar las entrevistas en sus casas me permitió reconocer que la mayoría de ellos estaban en buenas condiciones de vida materiales y habitaban en viviendas bien dotadas. Al conversar, emergían las ausencias, los recuerdos y vivencias dolorosas y algunos resentimientos. Recuerdo los comentarios de rabia y tristeza de Juanes al recordar a sus hermanos mayores y a su perro que quedaron en Medellín. También las palabras en tono bajo de Mark contándome sobre su abuelita materna que le enseñó a cocinar y a preparar arroz; por amenazas a su mamá tuvieron que salir de Colombia, él, su mamá, su hermana y su abuela, quien un par de años después sufrió una enfermedad aguda y murió. Para Mark ella significaba además de un vínculo familiar, sus raíces colombianas.

Los estudios realizados con migrantes evidencian que las experiencias, las ganancias, los costos y los posibles riesgos de las personas en circunstancias migratorias no son siempre iguales, sino que están determinados por factores como la edad, el género, el tipo de migración, las condiciones socioeconómicas y los contextos socioculturales de origen y de destino. En el caso de los niños, los impactos se relacionan además con factores como el tipo de migración, la edad de la migración del niño o de los padres, y las condiciones socioeconómicas de la familia. Los beneficios pueden darse en mejoría de la educación, la salud, la vestimenta y la alimentación y mejores condiciones de vivienda. Los costos se relacionan con separaciones familiares, pérdidas emocionales, cambios en los roles familiares y desarraigo.

Los niños de familias vulnerables, los que viajan separados o no acompañados y quienes han tenido que migrar y salir huyendo por amenazas a su vida, como es el caso de los niños en situación de desplazamiento forzado o refugio, están expuestos a riesgos, peligros, sufrimientos y amenazas que pueden afectar su desarrollo de manera importante, también condicionar problemas de salud mental y hasta ocasionar su muerte. Estos niños, con mayor frecuencia, son víctimas de violencia física y sexual, explotación sexual, negligencia en el cuidado, reclutamiento, trabajo infantil y trata y tráfico. Así mismo, hay casos en los que son detenidos o privados de su libertad, separados de su familia y pueden ser víctimas de discriminación y xenofobia.

A partir de la reciente y creciente magnitud de las migraciones hacia Colombia de personas provenientes de Venezuela, he escuchado decir que hasta ahora este no había sido un país de migrantes. Creo que esta afirmación es una forma de negar e invisibilizar la realidad de millones de colombianos –niñas, niños, jóvenes, adultos y ancianos– que a lo largo de la historia de la Nación y particularmente desde mediados del siglo XX han sido migrantes internos e internacionales, voluntarios y forzados. Recuerdo ahora a los niños con quienes hemos realizado investigaciones en Colombia y en Estados Unidos, su interés en hablar y ser escuchados y su agradecimiento por el espacio de interacción sincero y profundo en el que les fue posible compartir sus experiencias como niños en circunstancias migratorias.

Con excepción de algunas políticas para personas en situación de desplazamiento, en Colombia son escasas las políticas que reconocen a la niñez como actores y agentes de las migraciones. La invisibilidad de las niñas, niños y jóvenes migrantes también se expresa en la carencia de políticas que reconozcan y atiendan sus realidades, sus problemas y sufrimientos. Esta es otra deuda que tenemos con la infancia en nuestro país.

*Investigadora y consultora en niñez y migraciones.