Testimonios
La vida sin ver: historias de superación personal y profesional de dos colombianos que perdieron la visión
El profesor Dean Lermen y el actor Camilo Garnica cuentan cómo se vive la adolescencia, el amor y el trabajo sin el sentido de la vista. Estos son sus testimonios.
Camilo Garnica
“Cuando fui seleccionado para interpretar al joven Libardo González en la serie ‘El ciego de oro’, supe de inmediato que no iba a ser fácil. Había trabajado en varios ‘spots’ publicitarios del Instituto Nacional para Ciegos y del Ministerio de las TIC. Esto, sin embargo, era distinto. En primer lugar, tuve que aprender a imitar la voz del legendario locutor. Repitiendo sin descanso sus grabaciones, poco a poco fui absorbiendo su tono agudo, sus inflexiones y su acento paisa. Me ayudó el hecho de que las personas con discapacidad visual somos muy expresivas con la voz.
No obstante, me enfrentaba también al reto de la expresión corporal de las emociones. ¿Sabe si alguien está feliz o triste con solo verlo? ¿Reconoce la expresión del miedo o de la emoción a simple vista? Para mí, una persona con discapacidad visual, lograr actuar con el cuerpo es uno de los mayores desafíos.
Tuve que entrenar durante semanas con el actor Fabio Velasco antes del rodaje. Él me ayudó a esculpir cada gesto y movimiento corporal. Allí es donde entró mi ventaja, al menos en cuanto a la actuación, pues yo adquirí la discapacidad con el tiempo, no nací con ella. Por ello, cuando las instrucciones de un gesto fallaban, recurría a la memoria. Desde el fondo de mi mente rescataba las imágenes de una explosión de alegría, los movimientos corporales de una decepción inesperada. Así, desenterrando el pasado, pude reconstruir ante la cámara las expresiones del cuerpo.
Tendencias
Dean Lermeen
“A comienzos de los años setenta inicié mi viaje a la ceguera. Llevaba los rostros de Marilyn Monroe y el de mi madre, el azul, la silueta de un barco, las historias de La Violencia y de Tolstoi, la luz de la luna y mis primeros puntos en braille.
Hijo de una maestra, llegué a las aulas con mi silencio y la mirada absorta. De un ejercicio transmodal que no comprendo, apareció la conversación. Reemplacé los golpes de vista y los paisajes de luz y color por esquinas, escalones al pie, un giro a la derecha, dos a la izquierda, una puerta. Mi rebeldía me hizo caminar sin bastón varios años. En el colegio, que privilegiaba la memoria, alcancé el éxito. La literatura, las matemáticas y la historia fueron mis materias favoritas. Descubrí la filosofía, el materialismo histórico y la política. Con el tiempo, me hice un excelente contertulio y disertante.
El desencuentro con las jóvenes de mi edad estuvo mediado por mi torpeza al bailar y cuando les gustaba o les llamaba la atención no me daba por enterado. Recuerdo una noche de taberna, tardé seis meses para invitarla y tres horas de sifón y conversación para arriesgarme a un beso. Su respuesta: “Pensé que jamás lo ibas a intentar… Es tu noche, y tengo novio”.
El color de la ropa lo remplace por texturas, diseño y número de botones. Aprendí el nudo de la corbata con el viejo sastre de una tienda de lujo. La afeitada, con la clásica hoja de Gillette, la espuma, el tacto, ensayo y error, y con la ayuda de mi hermano. Me salvaron de morir desangrado las cuchillas de doble hoja. Al final opté por el candado.
De la universidad recuerdo la disciplina, la exigencia, los grupos de estudio, los análisis, conversaciones y lecturas. La Biblioteca Luis Ángel Arango. La gran incógnita para mis maestros siempre fue la imagen. Les expliqué que ver y conocer son actos del cerebro y de la mente no ligados a la experiencia óptica, que la ceguera es una seducción de la luz y el color; me ayudaron Baudrillard y Borges.
Mi práctica periodística fue en la sala de redacción de un noticiero de televisión. Allí nos descubrimos. Ella, María Luisa Mejía, me enseñó todo lo que me faltaba como periodista.
Con un grupo de amigos iniciamos nuestro sueño de independencia periodística. Los resultados: éxito en la radio y fracaso económico. Un día salí de la oficina, busqué la carrera séptima, y decidí caminar soledades. Llegué a la calle 34, oí el ruido del tráfico, a zancadas crucé el primer carril, me adelanté y entre el arco del bastón y mi brazo ella me abrazó. Mi cuerpo la reconoció, el perfume de su piel y de su pelo, su rostro contra mi pecho, levantó la cara y desde sus ojos ese silencio que llaman mirada. La ceguera y el amor te hacen fuerte.
El servicio público, la docencia universitaria y la defensa de los derechos humanos fueron las puertas que se abrieron. Ahora con una pantalla, Siri y un lector termino estas líneas. Me da por ‘nostalgear’. Busco su fotografía. Ya no le pregunto al cielo y al viento por ti, ni a los astros ni al mar. Donde estés habito tu corazón, desde esta tristeza dulce y tibia como tu beso”.