Universidades

La experiencia de dar cátedra por Zoom

El trabajo experimental en los laboratorios y los problemas de conectividad de los estudiantes en las regiones son los principales factores negativos. Sin embargo, los profesores coinciden en que la virtualidad estrechó sus relaciones con los jóvenes.

Juan Sebastián Salazar*
21 de junio de 2020
Los docentes del país tuvieron que capacitarse e innovar en tiempo récord para adaptar sus clases a la virtualidad. | Foto: @Pizza_Hawaiiana

Yo llevo muchos años ligado a la universidad. Y estando aquí, en este arresto domiciliario, me pregunto por los miquitos y las ardillas del campus... Y entonces pienso, ¿será que volveré?”.

Gabriel de Jesús Bedoya es investigador de Colciencias y profesor de la Universidad de Antioquia desde 1975. Es investigador en genética de poblaciones y coordinador del Grupo de Genética Molecular (Genmol), uno de los más importantes del país. Cuando explica el cambio de las clases presenciales a las virtuales, lo hace a través de la evolución: “Cuando yo entré a la universidad no había computadores ni celulares. A medida que se adquirían tecnologías, yo las hacía parte de mi evolución como maestro”.

Confiesa que no ha visto cambios drásticos en la forma en que dicta sus clases. “El conocimiento está en Wikipedia. Lo que hago es bregar para que los muchachos de posgrado se apasionen y descubran preguntas”. El problema real, advierte, es el trabajo experimental. Todos los laboratorios de la universidad están cerrados y sus estudiantes no pueden avanzar en las investigaciones. “En el caso del Genmol, los proyectos que estábamos desarrollando junto con Colciencias están parados. Esto es increíble, ¿no? La incertidumbre está matando el futuro”.

Un diálogo más sencillo

La filosofía es humilde, dice Ángela Calvo de Saavedra, profesora de la Pontificia Universidad Javeriana desde 1989. “Como nosotros los filósofos no transmitimos verdades, la construcción del conocimiento se configura en grupo, a través del diálogo”. Cuando la universidad dijo que todas las clases iban a ser remotas, Ángela imaginó que sería una hecatombe. Pero no fue así: aprendió sobre las herramientas tecnológicas con que contaba, para qué servían y cómo podía aplicarlas. Incluso ella y sus colegas empezaron a construir redes en las que intercambian sus experiencias.

“Encontré además que hay más libertad de conversación en este tipo de espacios. En la clase podemos compartir videos, audios, imágenes. Y la gente habla más espontáneamente, el contacto es menos teórico y más personal... Pero en cierta forma el diálogo filosófico es más sencillo en la virtualidad”.

Pero no solo eso, Ángela descubrió también que las pantallas permitían un acercamiento más estrecho, más solidario, entre los estudiantes. “Para mí ha sido muy gratificante ver que los alumnos les dan las gracias a los otros por sus exposiciones. No sé cuáles serán las consecuencias de todo esto. Me reservo la idea de pensar ahora porque no tengo las herramientas para profetizar. Pero confieso que sería maravilloso perpetuar estas relaciones de confianza que se están creando entre los maestros y los estudiantes”.

Conectividad, el problema

En marzo de 2020 la Universidad del Cauca, en Popayán, estaba terminando el segundo semestre de 2019, que se había extendido por la cancelación de las clases a raíz de las protestas del paro nacional. Justo cuando se anunció el cierre de la universidad por la pandemia y el inicio de las clases remotas, la institución pública se estaba preparando para iniciar el primer semestre de 2020.

La coyuntura hizo que se ajustara el plan académico. La decisión era que todos los cursos tendrían máximo 15 estudiantes y el semestre duraría ocho semanas, la mitad del periodo normal. “Durante tres semanas los profesores tomamos cursos en línea sobre enseñanza, metodologías y evaluación en clases remotas”, cuenta Diógenes Patiño, profesor del Departamento de Antropología desde 1997.

A partir de esas charlas las clases se transformaron. El profesor Patiño reconfiguró el trabajo metodológico y teórico –teniendo en cuenta que no se podían hacer salidas de campo–, repensó las formas de exposición, cambió la manera de evaluar (más cualitativa, menos cuantitativa), y dividió sus clases en seminarios sincrónicos y trabajos no sincrónicos.

“Los cambios son parte de la naturaleza de la enseñanza. El problema realmente fue la conectividad de los estudiantes”, asegura Diógenes. La mayoría de los estudiantes vive en Popayán, donde la conectividad es relativamente buena. Sin embargo, tenía uno en El Tambo, dos en Ipiales, y otro en Arauca.

En algunas ocasiones le escribían que la imagen se había congelado y que no lo habían escuchado durante unos segundos. O que se les había caído internet y tenía que repetir lo dicho. Incluso, el éxito de las clases dependía de factores naturales: si había tormenta la conexión se perdía fácilmente o, en algunos casos, la energía se iba y ya no se podían reconectar.

“La mayoría de estudiantes de la Universidad del Cauca son de estratos 1, 2 y 3. Muchos, por la falta de acceso a herramientas tecnológicas y de conectividad, decidieron no matricularse. Esto nos cogió con las manos vacías. Es que en la Colombia profunda empiezan a verse las dificultades. Y el Estado debería pensar también en eso: en invertir en menos botas y en más educación”, señala Diógenes.

*Periodista.

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