LITERATURA
La campesina que cultiva el amor por los libros en Cucunubá
Este pueblo de Cundinamarca, conocido por el trabajo de la lana y el carbón, hoy tiene un nuevo atractivo: su biblioteca. Esta abrió sus puertas gracias al esfuerzo de su bibliotecaria, Luz Marina Neme.
Incluso cuando los libros aparecieron en su vida, Luz Marina no cambió su dura rutina campesina. Continuó haciendo lo que hacía desde que sus primeras memorias cuajaron en su infancia: las faenas del campo. Despertaba a las cuatro de la mañana con el canto de los primeros gallos; caminaba taciturna en el frío paramuno de su finca a 3.000 metros sobre el nivel del mar para amarrarles las patas a las vacas y halar con ritmo sus ubres, hasta llenar de leche caliente los pesados baldes que transportaba hasta las cantinas que luego le compraba el camión lechero, en la vía de arenisca que va de Cucunubá a Chocontá (Cundinamarca), donde vivía hasta hace un par de años.
Y lo siguió haciendo porque era y es campesina. Ganadera. Agricultora. Hija de la tierra. Cargó agua para el ganado desde los aljibes. Cargó más agua cuando decidió cultivar remolachas y lechugas y tuvo que regarlas con agua de pocetas. Siguió llevando cargas de papas y bultos de zanahorias hasta que desarrolló una discopatía que le causó un dolor insoportable. Su historia era igual a un libro al viento, tan fluida en el campo como abnegada en su oficio. Hasta que una posibilidad le cambió el destino y le plantó un camino de libros y ella, sin proponérselo, comenzó a reinventar la historia de su pueblo.
Nada apuntaba a que ese pudiera ser su rumbo definitivo. De hecho, cuando los libros llegaron a su vida, tenía 42 años. Era líder de una asociación de lecheros campesinos, decidida a mejorar sus condiciones laborales para evitar la usura de los camiones repartidores; había construido junto con su esposo Emilio un invernadero para cultivar hortalizas. Vivía a dos horas a pie de Cucunubá y sus hijas ya habían acabado sus estudios. Eso, en pocas palabras, significaba que por fin le sobraba algo de tiempo. Entonces escuchó hablar de un programa que no era para ella, pero no le importó: el de Jóvenes Campesinos.
Se postuló. De inmediato le dijeron que no porque ya no era joven. Le preguntaron de todos modos qué experiencia tenía trabajando con niños y ella dijo sin mentir que apenas la de ser madre y sus ganas de hacer las cosas bien. Ante la actitud reacia de los funcionarios, Luz Marina desechó la idea. La sorpresa vino cuando le devolvieron la llamada y le explicaron que nadie más tenía las ganas de asumir ese cargo y que si quería aceptarlo, bien podía. El problema no era poca cosa: tenía que conseguirse 30 niños entre los 13 y los 18 años y un lugar seguro, amplio y con baño en el que cupieran todos ellos, tres veces a la semana. Ella dijo que podía y reunió a los niños, conversando con los padres. Faltaba el lugar.
Recordó un espacio que pocos habitantes de Cucunubá tenían en cuenta: la biblioteca, que llevaba cerrada al menos tres años. Aunque era bella y había sido donada por la embajada del Japón, permanecía cerrada por falta de amor y uso. Pidió que le prestaran el espacio en la Alcaldía y consiguió la asignación de un salón para hacer sus actividades. Le quedaba un último gran problema por resolver: el programa le pedía dictar módulos de temas que no dominaba, como educación sexual o derechos de la infancia. La recursividad le salió a flote: habló con la Comisaría de Familia, la Personería, el puesto de salud y una amiga abogada, Patricia Londoño, y todos donaron su tiempo para que su sueño saliera adelante. Comenzó con 25 niños y terminó seis meses después con 45. La llamaron para preguntarle qué había hecho: en los demás programas todos desertaban. Dijo la verdad, había entusiasmado al pueblo.
Ordeñando en la mañana y arando en la tarde, soñó con abrir toda la biblioteca y no solo un salón. Le aterrorizaba ver cajas enteras cerradas que llegaban con libros y se llenaban de polvo. Aunque solo había estudiado bachillerato y no leía mucho, sabía del potencial que había allí. Así que le pidió a Patricia crear un plan para abrirla. Juntas pasaron un proyecto para reabrirla al alcalde anterior Guillermo Quintana. “¿Hay biblioteca acá?”, le preguntó él, antes de asumir el cargo. Apenas se posesionó le confió a Luz Marina el trabajo.
Ella desempolvó cajas y ordenó como mejor pudo. Trabajando doble, en el campo y en la biblioteca, la reabrió, invitó a la comunidad y a los profesores, asignó un horario y comenzó a prestar libros para que la gente se enamorara de ellos. Los jóvenes de sus talleres fueron los primeros en ir y los que arrastraron a los demás.
Montó la Hora del Cuento, pidió refrigerios para los niños, gestionó recursos, participó en premios y se ganó las convocatorias de Idecut, Mintic y Bibliovacaciones por su labor. No era tan excepcional para ella lo que hacía, pero sí para el resto del país: “Yo pensaba en el campo: en conectar el saber de los viejitos con los niños, en recuperar las memorias perdidas de los ancianos de más de 90 años, en prestar libros y llevarlos a las veredas, en ayudar a la comunidad. Ahora voy por el premio a la mejor biblioteca del país”, dice, con una humildad que derrumba toda prevención.
Sin ruido, logró que este pueblo de artesanos y carboneros de 7.900 habitantes y 18 veredas supiera que había una biblioteca. “Un libro guardado no sirve. Mejor es un libro perdido si ha sido leído, que uno guardado”, afirma. Y cuenta la historia de un niño de 5 años que llevó decenas de textos a su casa porque quería formar una biblioteca. “Pongo libros en todas partes. Si se van y alguien los guarda no pienso que se han perdido: han encontrado un hogar”, concluye.
* Escritor y periodista.