Entrevista

Harold Trompetero: “Hago comedias para financiar mis dramas”

En IndieBo, el Festival de Cine Independiente de Bogotá, se llevó a cabo el estreno mundial de ‘Perros’, el más reciente largometraje del cineasta colombiano que, si bien es conocido por sus comedias populares, también ha incursionado en el mundo del cine dramático.

Christopher Tibble
25 de julio de 2016
Harold Trompetero nació en Bogotá en 1971. Foto: Guillermo Torres

Perros es una película claustrofóbica. Transcurre, en su totalidad, dentro de una cárcel en Facatativá, adonde un día, por matar al presunto violador de su hijo menor, llega Misael (John Leguizamo). Su estadía resulta tumultuosa desde el primer día: el jefe de los guardas (Álvaro Rodríguez) se encariña con el nuevo recluto y comienza a acosarlo. En medio de las aspiraciones de su captor, la indiferencia de su esposa y el deseo de ver a su hijo, Misael busca refugio amistándose con el perro de la prisión. La relación consuela al protagonista hasta que un día, bajo la presión de los recuerdos y la incertidumbre de una posible libertad, Misael explota.

Hablamos con Harold Trompetero, su director.

¿Cómo nació ‘Perros?

Hace un tiempo llegué de un viaje y compré un letrero que decía ‘amor verdadero’. Cuando entré a mi casa vi que no había dónde ponerlo. Me fui para mi finca y vi la caseta de los perros. Me dije: ‘ese es el lugar’. Me reuní con los coguionistas y empezamos a reflexionar sobre cómo los animales son los únicos seres que dan amor incondicional al humano. Las mascotas a veces son más importantes que los hombres.

Por otro lado, por estar enfrascado en la cárcel del sistema económico, sociocultural, de estar levantándose todos los días para trabajar, de estar pensando en las deudas, uno deja de hacer cosas por los seres que ama y se olvida de la familia. Entonces dijimos qué pasa si hacemos una metáfora de esa cárcel en una cárcel de verdad y contamos la historia de un individuo que la única amistad que encuentra allí es la de un perro. Esa fue la idea. Hicimos como 45 versiones del guion, Ibermedia nos premió con un taller en España, estuvimos con asesores que han trabajado con Almodóvar y con la guionista de El coronel no tiene quien le escriba.

Esta no es su primera película dramática…

No, y son las que la gente menos conoce. En ellas, siempre me pregunto por la enfermedad que nos agobia a los colombianos, y esa es la carencia afectiva. Junto a Gerardo Pinzón y Herbert Pinto, que son los coguionistas de Perros, nos sentamos hace ya bastante tiempo a pensar sobre el amor. Nos salieron muchas ideas de cómo hay una grieta amorosa en nuestro país. Locos (2012) es un ejemplo de eso. En ella, un tipo se enamora de una enferma mental en un manicomio y va con ella hasta las últimas consecuencias. La rodamos en el manicomio de Sibaté con enfermos reales y con actores. Hemos hecho como 5 películas de este tipo, la última siendo Perros.

La gente tiende a asociar el nombre de Harold Trompetero a las comedias, a El paseo. ¿Quién es ese otro Harold Trompetero?

Hay amigos que dicen que soy el bipolar del cine colombiano (risas). Yo voy de un lado al otro. Shakespeare decía que la comedia es todo lo que le pasa a los demás, y la tragedia todo lo que le pasa a uno. A mí lo que me encanta es mirar las relaciones afectivas y las relaciones humanas básicas. Y así he estado tanto en la comedia básica como en el drama. Puedo decir que yo casi que hago plata con las comedias para invertirla en los dramas. Hay muchas que he hecho que la gente no conoce y que afortunadamente han tenido muchísimo reconocimiento internacional, pero es  mi lado oscuro.

¿Cómo cuáles?

La primera que hice así se llama Violeta de mil colores (2005), rodada en Nueva York al estilo guerrilla y protagonizada por Flora Martínez. Trata sobre el infierno en el que uno vive cuando se enfrenta a sí mismo, pues creo que el principal problema afectivo tiene que ver con el amor propio. Como uno, en una ciudad desbordante, consumida en el sistema capitalista absoluto, se puede perder. La protagonista entra en las drogas, en el alcohol, en el desamor. No ensayamos ni una escena.

Para conseguir a los actores hicimos una convocatoria pública en un periódico y nos llegaron 3.000 hojas de vida. Había ganado un premio en Cannes de publicidad entonces colocamos: ‘ganador de Cannes busca hacer película’ (risas). Fue maravilloso, nos hicieron una exposición en el Museo de Arte Moderno en Suiza sobre cómo hacer película en guerrilla. Se ganó 7 premios en el Festival Internacional de Cine Chico, recibió una mención en el FICCI y se inauguró en festival de cine de Bogotá. Es una película copyleft. Mejor dicho, que no podemos recibir plata por ella, se puede piratear, está en YouTube.

¿Y cuáles otras así ha hecho?

Poco después conocí una historia en Nueva York de dos colombianos que llevaban 45 años viviendo en Estados Unidos y estaban en la inopia total, en un muladar lleno de cucarachas en Nueva Jersey. No tenían plata para devolverse a Colombia. Entonces eso a mí me impresionó mucho, la antípoda del sueño americano. Empecé a investigar, a vivir en las calles de Nueva York con indigentes, y a conocer sus historias. Me di cuenta de que ese cuento era común y corriente. De gente que había tenido mucho dinero  y por las deudas y por el sistema crediticio gringo terminaban en la calle. El resultado se llamó Riverside, que se rodó en condiciones paupérrimas pero con un fondo dramático muy profundo. Se ganó unos premios en Cartagena y participó en el Festival de Shanghái, que es como el Cannes de Asia. Tuvo un recorrido importante.

El Paseo es una de las películas más exitosas a nivel comercial en la historia de Colombia. ¿En qué radica el éxito de sus comedias?

Si alguien tuviera la fórmula del éxito todos la utilizarían (risas). Pero creo que en esas películas me he hecho una pregunta fundamental: de los 50 de millones de habitantes en Colombia, unos 40 somos de clase media, vivimos una vida normal, nos toca el conflicto armado tangencialmente, tenemos conflictos cotidianos familiares. Pienso en esos 40 millones cuando hago esas películas. En ver cuáles son sus problemas, sus dilemas diarios, y un punto muy importante es: los dilemas sociales en nuestra sociedad se fundamentan en la familia. Entonces lo que he tratado de hacer es ver lo que pasa en la familia colombiana de manera muy naif, muy básica, y tratar de demostrarlo. Me he negado a que sea visto y hecho como tocando ese otro diez por ciento. Sí existe ese otro mundo, el de La vendedora de rosas, el de Rodrigo D., que es muy fuerte y que es necesario que sea contado. Pero también están las familias donde se cuece eso. Mejor dicho, para que exista La vendedora de rosas se necesitan de esas familias, de esos 40 millones, donde predominan los dilemas más básicos: un paseo a la costa, una crisis existencial porque no encuentro a la mujer de mi vida, o cómo me la busco para encontrar sustento cuando estoy quebrado.

Muchas veces existe una correlación entre el éxito comercial de una película y un repudio por parte de la crítica. Varios críticos han atacado sus comedias. ¿Qué opina de eso?

La crítica casi nunca ha visto mis dramas. Es raro porque se prevén a no verlas. Cuando John Leguizamo vino a hacer El paseo 2 (2012), le sorprendió muchísimo que hubiese esa división acá. Me decía: ‘yo hago una voz en La era de hielo pero también trabajo con Brian De Palma y Al Pacino en Carlitos Way (1993). ¿Cuál es el problema? Una cosa puede convivir con la otra’. Aquí hay un abismo gigante. Creo que hay cierta tirria, cierta exclusión. Si algo nos ha formado visual y culturalmente a los colombianos han sido películas como El taxista millonario (1979), El embajador de la India (1987), las mías y las de Dago, la serie Don Chinche. Pero para muchos hay una aureola de lo sacro en el cine, de culto, pero se desconoce que Buñuel hizo 60 películas, entre ellas muchas populares, y que fueron súpertaquilleras. Ni hablar de Woody Allen o Steven Spielberg, que también han hecho películas que ayudan a la industria a mantener ese otro cine.

Los críticos me han destrozado, me han acribillado, me han deshecho, pero son mis mejores aliados. Hay críticas en las que encuentro muchísimo valor. En lo destructivo encuentro construcción. Y también entiendo la idiosincrasia de nuestros estamentos culturales. Quizá el que más respeto es el teatro La Candelaria, pues si bien tienen un trabajo muy profundo de erudición e investigación, son extremadamente populares. He encontrando en ellos unos aliados maravillosos: César Badillo, Álvaro Rodríguez. Una serie de personas que ven en lo popular una retroalimentación. Creo que el principal problema es que en nuestro cine hay un gran caldo de cultivo de talento, un grupo de realizadores que han tenido una gran formación, pero hay un desconocimiento del espectador de acá. Siento que casi se le da la espalda, casi se le regaña, diciéndole ‘usted no está educado para ver lo que yo hago’.

¿Cómo ve la actualidad del cine colombiano?

Lo que vivimos en el cine colombiano no es nada nuevo. Es algo que ya ha pasado en otros países. Primero en México, luego unas leyes similares llevaron a que a nivel cultural, social y económico ocurriera lo mismo en España y en Argentina. Ahora se están aplicando en Colombia, y  luego quizá el turno sea de Perú, Bolivia o Chile. Creo que en Colombia vamos a pasos agigantados. Pero nos falta tener más comunicación con el espectador, para que haya esa equivalencia que permita que aparezcan películas como Amores perros (2000) o Relatos Salvajes (2014), que lograron millones de espectadores. Nos falta ese cine de calidad que al tiempo lleve a millones de espectadores a salas de cine. Eso es un proceso que se demora, porque se necesita un dialogo profundo entre los cineastas y el público.

Mejor dicho, el cine colombiano no solo se puede limitar a películas independientes que, si bien ganan premios, no son vistas por mucha gente acá.

Sí. Es que hace falta el divertimento. Le juro que todos los intelectuales han bailado vallenato (risas). Y no estoy desmeritando el vallenato, que tiene muchas cosas hermosas, pero detrás de eso está el amasijo y la fiesta. Eso también lo necesita el cine. En esa comunión está la clave. Y es paradójico, pues mucha de la gente que critican mis películas o las de ese estilo, hoy se quedan callados cuando se dan cuenta que Dago García produjo en gran parte El abrazo de la serpiente. Ahora a uno lo miran con más amistad, cuando antes a uno lo veían como un paria. Y creo que una cosa ayuda a construir la otra.

Hablemos de Perros. Toda la película transcurre en una cárcel. ¿Dónde la filmaron?

Se filmó toda en una cárcel en Facatativá abandonada, pues la habían trasladado hace poco a otro lugar. Lo que hicimos fue buscar que los extras fueran expresidarios, y en su mayoría resultaron siendo reinsertados, exguerrilleros o exparamiliatres. Hicimos una investigación muy grande en la Picota, en la Modelo, adonde fuimos con el equipo de arte y de producción a convivir con los presos en esas cárceles. Fue una experiencia brutal. El más sorprendido de todos fue John Leguizamo, pues descubrió una Colombia que no conocía. Cuando le planteé el guion, se enamoró de una y me dijo ‘quiero hacerlo’. Me dijo que ya había  ayudado a presos en Estados Unidos, pero cuando entró acá me dijo, ‘esto sí es el infierno’.

La película trata sobre el personaje de Leguizamo pero también sobre el guardia. ¿Por qué decidió tratar el tema de la homosexualidad?

Eso fue una discusión muy grande desde el guion porque primero nuestra sociedad es muy reticente al tema homosexual. Pero más allá de eso, mi planteamiento de fondo, y eso está presente en mis dos tipos de cine, es que el problema fundamental acá es la falta de amor. La desconexión afectiva de nuestra sociedad, a nivel de familia y a niveles más raros. Entonces surgieron varias interrogantes ¿Cómo abordar el amor en una cárcel de hombres? ¿Cómo poner la relación entre dos hombres en el plano afectivo sin hablar necesariamente de la homosexualidad? ¿Cómo un hombre puede llegar a tener una falta de amor y buscarla en otro hombre sin ser necesariamente homosexual? Es alguien que en su soledad, en su poder, ve la posibilidad de afecto.

El problema no era de ser homosexual o no. Era de, ¿aquí hay amor?