VIDA MODERNA
Fatiga crónica: cambios en las bacterias intestinales podrían explicar síntomas
Aunque la causa no está aún clara, afecta a muchos pacientes con condición post-covid.
No tengo fuerzas, estoy siempre cansada, me muero de sueño. Duermo mucho pero me despierto sin energía. Además, sufro dolores en muchas zonas del cuerpo y si hago un esfuerzo extra, luego lo pago. Me falla mucho la memoria y me cuesta concentrarme en las cosas. Todo me agota; estoy harta de vivir así.
Este es el testimonio real de una paciente con fatiga crónica, un problema que sufren entre el 2 y el 6 % de la población de países desarrollados y unas 900 000 personas en España. En su caso, apareció tras una infección por SARS-CoV-2.
Aunque la causa no está aún clara, afecta a personas diagnosticadas de fibromialgia y a muchos pacientes con condición post-covid, definición oficial de la Organización Mundial de la Salud para lo que también se conoce como covid persistente.
Un mal real y con numerosos síntomas
Tendencias
Durante mucho tiempo, algunos profesionales sanitarios han dudado de su existencia —e incluso siguen haciéndolo a día de hoy– por la falta de biomarcadores para diagnosticarla. Esto hace mucho más difícil su tratamiento y los pacientes tampoco entienden lo que les pasa.
Sin embargo, el síndrome de fatiga crónica ya se conoce desde hace años. Es detectado cuando dura más de seis meses (incluso años) y no mejora con el reposo. Aparte del cansancio, suele acompañarse de síntomas como la niebla mental, el malestar posterior a la realización de un esfuerzo, dolores de cabeza, musculares o articulares y un bajo estado de ánimo.
La aparición de alteraciones cognitivas y emocionales ha podido influir en la creencia de que se trata de un problema exclusivamente psicológico, pero no es así: a nivel fisiológico, la fatiga crónica se relaciona con un aumento de sustancias proinflamatorias en el organismo por una activación exagerada de nuestro sistema defensivo.
En los útimos tiempos, los investigadores también han vinculado este mal con una alteración de la microbiota intestinal, el ecosistema de microorganismos que viven en nuestro intestino. Se alimentan de lo que comemos y a cambio generan sustancias útiles y necesarias para nosotros. Y como veremos a continuación, su desequilibrio podría explicar los síntomas cognitivos y emocionales que caracterizan a la fatiga crónica.
El precio de la neuroinflamación
Cuando el organismo presenta altos niveles de inflamación, las sustancias proinflamatorias tienen la capacidad de llegar al cerebro y modificar la acción de la microglía, células que colaboran con las neuronas. Esto puede iniciar una cascada de cambios inflamatorios en el cerebro.
Pero este órgano no tiene receptores de dolor, no duele. Por tanto, la inflamación se manifiesta de forma diferente: con niebla mental, disminución de la velocidad de pensamiento, cansancio, depresión, somnolencia, fatiga, falta de motivación, etc. Es decir, síntomas muy parecidos a los que refieren los pacientes con síndrome de fatiga crónica con altos niveles de inflamación.
Aunque los mecanismos aún no estén claros del todo, cambios en la microbiota podrían afectar al sistema inmune, que “neuroinflamaría” el cerebro. Así que es muy posible que los citados síntomas mentales se relacionen con lo que ocurre en el intestino, como apuntan cada vez más científicos.
Siguiendo la pista del eje intestino-cerebro
Así, un estudio llevado a cabo en la Universidad de Cornell (Nueva York) demostró que las personas con fatiga crónica no sólo presentaban una microbiota reducida y alterada, sino que también tenían una mayor permeabilidad intestinal. Esta hipermeabilidad puede estar relacionada con la inflamación de los pacientes.
Por su parte, una investigación de 2022 encontró que la proliferación de ciertas bacterias en el intestino delgado pueden desencadenar así mismo alteraciones cognitivas.
Todo esto refuerza la idea de la implicación del eje intestino-cerebro y de la acción de la neuroinflamación. De hecho, otra investigación concluyó que el microbioma intestinal y pulmonar tienen un papel fundamental en el desarrollo y el tratamiento de la condición post-covid.
Un goteo de evidencias
También es cierto que una revisión sistemática de 2018 no pudo establecer ninguna relación entre la microbiota y la fatiga crónica. Esto se explica porque muchas investigaciones no habían valorado la gran cantidad de fármacos que toman los afectados, capaces de alterar la comunidad de microorganismos que habita nuestro intestino.
Pero ese mismo año, un estudio publicado en la revista Frontiers in Microbiology lo desmentía, vinculando dos tipos de microorganismos –de los géneros Paraprevotella y Ruminococcaceae UCG_014– con el riesgo de parecer síndrome de fatiga crónica.
A esto hay que sumar otro trabajo de 2018 publicado en la revista Cell Host & Microbe que encontró una menor diversidad en la microbiota de los afectados; específicamente de bacterias productoras de una molécula llamada butirato.
Esos cambios en la microbiota pueden deberse a la ingesta de medicamentos, a la alimentación o a haber sufrido alguna infección de determinados virus o bacterias.
¿Qué podemos hacer para mejorar la microbiota?
Es cierto que cada persona tiene su propia comunidad de microorganismos y que debe analizarse individualmente, pero hay ciertos probióticos –como los ricos en Bifidobacteria infantis de la cepa 35624– que parecen reducir la inflamación.
También influye el estilo de vida. Practicar actividades al aire libre, disminuir el estrés, respetar los ciclos de vigilia-sueño o reducir el consumo de antibióticos y antiácidos ayuda a mantener sana nuestra microbiota.
Y en cuanto a la alimentación, suele recomendarse disminuir del consumo de ultraprocesados, azúcares y gluten y aumentar el de frutas, verduras y pescado azul (rico en omega-3).
Parece que se abre un campo de estudio con posibles soluciones, pero también con muchas dudas pendientes de resolver.
Por: Beatriz Carpallo Porcar
Docente en los grados de Fisioterapia y Enfermería de la Universidad San Jorge. Investigadora sobre Condición Post Covid en el Instituto de Investigación Sanitaria de Aragón., Universidad San Jorge
Artículo publicado originalmente en The Conversation