Reseña

Llueve sobre mojado

Una reseña de 'Fugas. O la ansiedad de sentirse vivo' de James Rhodes.

Martín Franco Vélez
20 de febrero de 2018
James Rhodes. Crédito: Gabriel Solera / Getty Images.

Instrumental, las memorias del pianista británico James Rhodes, generó un verdadero terremoto en el ámbito editorial. Aunque estuvo a punto de quedarse en un cajón por cuenta de una larga batalla judicial, no tardó en convertirse en un best seller gracias a su crudeza y honestidad lacerantes. Ya dije aquí mismo que pocos lectores logran salir indemnes de unas páginas en las que Rhodes narra las repetidas violaciones de las que fue víctima cuando era un niño, sus intentos de suicidio y los múltiples traumas que heredó en su vida adulta. Pero digámoslo otra vez: Instrumental es un libro tan necesario como difícil.

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No sucede igual, por desgracia, con Fugas, su libro más reciente. Pese a que ya la contraportada nos advierte de qué trata (Fugas son los diarios que Rhodes escribió durante una gira de cinco meses por varias ciudades de Europa, combinados, como en Instrumental, con comentarios sobre la elegancia impostada del mundo de la música clásica y reseñas biográficas de sus compositores de cabecera), lo cierto es que resulta imposible no sentir que estamos presenciando más de lo mismo.

Sería injusto juzgar a Rhodes por su pasado –nadie es culpable de él–, y más aún por la forma como funciona su cabeza, pero basta pasar un par de páginas para entender que el victimismo es su refugio más seguro. No tiene la culpa, repito; después de todo, Rhodes es eso: una víctima.

Fugas, entonces, nos lleva por ese laberinto que es su cabeza: sus inseguridades con las mujeres (está convencido de que jamás le dará la talla a ninguna); el temor continuo de que no es lo suficientemente bueno con el piano, y la certeza de que en algún momento alguien lo dejará en evidencia, o de que cualquier cosa, por mínima que sea (una multa de tránsito que le ponen en Londres, digamos), será capaz de arruinarle el día y hacer que pase noches enteras sin dormir. Y es difícil, para los lectores, aguantar ese ritmo endemoniado. Es difícil no acabar agotados.

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Puede que la catarsis de la escritura le ayude a Rhodes a sobrellevar sus demonios y se convierta en una manera efectiva de mantenerlos a raya. Eso se nota. Y puede, también, que hacer públicos sus diarios termine ayudándoles a personas que han sufrido situaciones similares. Seguramente. Aun así, hay algo que no deja de rondarme la cabeza luego de leer Fugas, aunque reconozco que no puedo probarlo. Y es esto: que los editores, en vista del éxito arrollador de Instrumental, lo presionaron para salir con algo, cualquier cosa, que lo mantuviera en la lista de los más vendidos. Lo digo porque, varias veces en el libro, Rhodes manifiesta el hastío que le produce repetir una y otra vez la misma historia en cada país que visita, en cada entrevista que le hacen. Volver a contar lo mismo, revivir la escena cada par de semanas, lo lleva incluso a pensar que la gente lo valora más por su pasado que por su virtuosismo. Y en Fugas no hace otra cosa que volver sobre lo ya dicho.

Pero es que Rhodes es un músico, a fin de cuentas. Él mismo repite en Fugas lo mismo que ya había dicho en Instrumental: que la música lo ha salvado. Así que quizás lo mejor sea ya tratar de olvidar su pasado (o al menos obviarlo, en la medida de lo posible) y centrarnos en esa otra labor que está haciendo a las mil maravillas: convertirse en un personaje que ha logrado despojar a la música clásica de su aura de elitismo y exclusividad, y que viene acercándola, poco a poco, a un público joven.

Y no más libros, Rhodes, al menos sobre ese tema: lo que había que decir ya quedó escrito.

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