JORGE HUMBERTO BOTERO

Opinión

Epitafio

Aquí yace la paz total. Dios se apiade de sus promotores.

Jorge Humberto Botero
23 de enero de 2025

Ha fallecido una concepción ideológica: la paz entendida, al estilo marxista, como la reconciliación definitiva de la sociedad que ha resuelto ya todos sus conflictos, al extremo que el Estado ha dejado de ser necesario. En este hipotético futuro se habrán acabado los odiados capitalistas, que son causantes de la pobreza en el mundo.

Ha quedado demostrado urbi et orbi (para ‘la ciudad y el orbe’, como diría el pontífice de Roma, o el que ocupa el Palacio de Nariño), que la concepción liberal es la correcta. Como somos libres y, por esa razón, perseguimos nuestros propios fines, no los ajenos, y estos pueden ser diferentes a los nuestros, necesitamos instituciones y normas que nos permitan tramitar nuestras inevitables diferencias por medios pacíficos. Así las cosas, la paz es algo tan simple e importante como la convivencia civilizada. Karl Jaspers, un pensador alemán que había padecido la segunda gran guerra del siglo pasado, proclamó que “la paz es la ausencia de guerra”, tan sencillo y profundo como eso.

Ha perecido, además, por la irresponsable candidez de Petro. Creyendo que su aura de guerrillero heroico (que, hasta donde sabemos, nunca combatió) y unas supuestas afinidades políticas con los elenos harían posible que estos regresaran al redil en cuestión de tres meses, no les preguntó cuáles serían sus propuestas concretas; tampoco advirtió que los móviles políticos, que otrora fueron reales, se habían esfumado.

Pasó por alto que ellos y los otros grupos violentos, que ahora asedian muchas partes del territorio nacional, no persiguen tomarse el poder para transformar la sociedad, sino capturar los gobiernos locales para usufructuar los recursos del erario, extorsionar a la población y desarrollar un amplio repertorio de negocios ilícitos.

La paz de Petro ha expirado porque en su desdén por el pasado no aprendió lecciones básicas que nos dejó Santos en 2016: se negocia a partir de planes estratégicos, teniendo en cuenta líneas rojas que la contraparte debe conocer y aceptar, con el respaldo de equipos debidamente formados y sometidos a una disciplina estricta. Y lo más importante: que la renuncia a la acción militar sólo se justifica en la fase final del conflicto, cuando los insurgentes han comenzado a desmovilizarse.

Al margen de las fracturas que aún no hemos superado, y cualquiera que haya sido la posición de cada quien sobre el acuerdo con las Farc, un sector mayoritario de las fuerzas políticas con representación parlamentaria deberían tener en cuenta estos precedentes ahora que les toca juzgar el desastre en el que estamos. Que no es solo en el Catatumbo. Lo es, en condiciones semejantes, en muchas otras partes del territorio: Chocó, Cauca, Caquetá, entre otras. ¿Será que nos van a disparar una racha de declaratorias de conmoción interior de a una por semana?

Sea una sola o una cascada, se impone examinar la actuación del Gobierno desde la óptica constitucional. Lo hago señalando, antes que nada, que el gobierno actual sigue una política jurídica audaz: al margen de su habitual impericia, expide normas a sabiendas de que es probable que no pasen el control judicial; si eso es lo que sucede, la reacción es clara: “La oligarquía, enquistada en el aparato judicial, nos impide gobernar”. Este mensaje logró su cometido en México. Una reforma reciente ha politizado el poder judicial.

Por supuesto, el país enfrenta una “grave perturbación del orden público”, que es el primer requisito habilitante de la conmoción interior. No obstante, el Congreso, al reunirse “por derecho propio, con la plenitud de sus atribuciones constitucionales y legales”, lo primero que tendrá que considerar es la causa de esta mayúscula calamidad. La bancada del Gobierno se verá en serias afugias para sostener que ella proviene de factores remotos, que comenzaron a gestarse desde la independencia de España y frente a los cuales el “gobierno del cambio”, a pesar de sus esfuerzos y nobles objetivos, no ha podido revertir.

Si elige este curso de acción va camino a la derrota. En virtud de la declaratoria de conmoción interior, el Gobierno sólo tendrá “las facultades estrictamente necesarias para conjurar las causas de la perturbación”. Lo cual supone que había una cierta normalidad, un orden de cosas por precario que fuere, hasta cuando surgieron unos eventos que lo alteran. En otras palabras, “una perturbación”. Les tocará negar, contra toda evidencia, que esta crisis no ha sido inducida por los errores del Gobierno. No sería extraño. Repudió Pedro tres veces a Jesús antes de que cantara el gallo…

No cesan aquí las tribulaciones de Petro y sus funcionarios. La viabilidad de la conmoción interior depende de que la crisis “no pueda ser conjurada mediante el uso de las atribuciones ordinarias de las autoridades de policía”, que son (lo preciso para los no abogados) el propio presidente y, bajo sus directrices, gobernadores y alcaldes.

Entre ellas cabe mencionar la clausura de diálogos con actores armados, la eliminación de los ceses al fuego prematuros, injustificados e inverificables, la eliminación de la tenebrosa figura de los gestores de paz, que garantiza, en la actualidad, la impunidad de muchos notorios malhechores, la reactivación plena de las operaciones militares y una estrategia de reducción de la exportación de cocaína. Para nada de esto se requieren medidas extraordinarias. Tampoco para poner en el Ministerio de Defensa a una persona que, sin dejar de ser prudente y leal, sea más vocal en la defensa de las fuerzas militares.

La declaratoria de conmoción interior que Petro ha anunciado exige la firma de todos los ministros. Por ese motivo, el presidente, tanto como ellos, “serán responsables cuando declaren los estados de excepción sin haber ocurrido los casos de guerra exterior o de conmoción interior”. Limitarse a ser meros acólitos o “firmones”, como es usual en esta época aciaga, les puede resultar caro. ¿Tendrá sentido, para los que están a punto de irse, este último acto de pleitesía?

Briznas poéticas. De Nicolás Gómez Dávila, este aforismo: “Lo coherente es arbitrario. La ambigüedad es la característica última de la realidad”.

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