Opinión
Cenizas valiosas e instituciones vacías
Vaticinábamos los riesgos de que el presidente quisiera inducir una ruptura democrática para imponerse como presidente vitalicio.
Durante los primeros dos años del Gobierno Petro, mientras denunciábamos sistemáticamente los afanes del tirano en ciernes para destruir las estructuras de operación del Estado, construidas con esfuerzos, errores y fracasos durante décadas. Y vaticinábamos los riesgos de que el presidente quisiera inducir una ruptura democrática para imponerse como presidente vitalicio, la gran mayoría de los políticos, empresarios, periodistas y opinadores, gastaron horas y ríos de tinta tratando de convencerse de que las cosas no eran tan graves.
Muchos reclamaron la oportunidad para la izquierda de hacer lo suyo, muchos recibieron las gabelas suficientes del gobierno para clamar la posibilidad de un nuevo futuro. Santos y la izquierda caviar conformaron y conforman aún la coalición de gobierno ordeñando como siempre al Estado mientras lo critican y, claro está, la clase política se regodeaba con las oportunidades que el “cambio” arrojaba a dos manos en clave de burocracia y corruptelas.
Los antipetristas éramos, y seguimos siendo, detestables para las esferas de poder por poner de presente lo evidente que se quería ocultar. Llamaron muchos a confiar en las instituciones mientras por debajo de cuerda se arrimaban por cualquier puerta trasera al gobierno de la destrucción para cuidar sus parcelas de poder o negocio.
Hoy muchos centros de poder preservaron toda o la mayor parte de sus intereses, aceptando que el caos total del manejo petrista del Estado se centrara en destruir gran parte de las capacidades y sistemas de operación del Estado mismo. Mientras se salve lo mío, la cosa no es tan grave, siguen pensando. Las instituciones que invocaron, en esencia el poder judicial y los reguladores autónomos, sencillamente no llegaron y las pocas que han resistido el embate nominador o sobornador del gobierno no bastan para frenar al pirómano.
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Hemos llegado a un llano habitual en la historia de Colombia: aquel en que casi nada funciona, pero todo sigue. Ese llano de la pobreza institucional que nos roba el futuro y la superación, pero nos permite sobreaguar y seguir tirando en el fango de la mediocridad.
Y el pirómano sigue suelto, con los bolsillos llenos de fósforos y cargando su bidón de la gasolina que tanto odia y con la cual prende a cada hora, en cada discurso, en cada nombramiento siniestro e inadecuado, nuevos fuegos para incendiarlo todo.
Y las instituciones, esas que nos salvarían y defenderían lo poco que hemos logrado, si llegaron lo hicieron por el tiempo que le tomó al gobierno encontrarle el camino al recurso clásico de neutralización colombiano: el puesto, la chanfa para el pariente o el amigo. Otras muchas, para la muestra el CNE o la Comisión de Acusaciones, nunca llegaron. Otras, como la Creg, fueron neutralizadas ante la imposibilidad de cooptarlas.
Y el bonzo presidencial y sus áulicos queman y queman manteniendo y ampliando los focos de la conflagración con la obcecación del devoto enceguecido e interesado, esa mezcla tenaz entre fanático y aprovechado que ha impulsado siempre a lo largo de la historia los peores desastres propiciados por los dictadores o tribunos totalitarios.
Los moderados contemporizadores, en cada amanecer en que se descubren los destrozos de los fuegos presidenciales, se siguen preguntando por el porqué. Incapaces de superar sus propios prejuicios, atrapados en sus delusiones socialistas e incapaces de reconocer sus errores.
¿Por qué? ¿Por qué el presidente quema nuestro sistema de salud, nuestras fuerzas militares, nuestro sistema energético, nuestro sistema de vivienda de interés social, nuestras relaciones estratégicas, la financiación de la educación, la competitividad empresarial, la separación de poderes o el sistema electoral entre tantas otras cosas?
Pues porque en las cenizas de las ruinas la izquierda cree o sabe que encontrará valor para su proyecto de fondo: mantenerse en el poder o por lo menos arbitrar para poner a un moderado complaciente con el cual puedan completar el plan de implantar una dictadura socialista tropical, sanguinaria y perpetua.
Petro no es más ni menos que Castro, Chávez, Maduro, Ortega, Correa o los demás promarxistas de nuestra era. Y la bandola que lo acompaña, ese aquelarre de sindicalistas, activistas radicales, guerrilleros desmovilizados o no, narcos empoderados, oportunistas políticos, empresarios codiciosos y poderosos gatopardistas “divinamente” y de toda la vida, también sabrán sacar lo suyo de las cenizas: sus contratos, sus puestos, sus recursos, sus impunidades, su control territorial, sus rentas atadas, su burocracia y las oportunidades de “¡negocio, socio!”, que una buena quema siempre deja.
Que el presente y el futuro petrista ¿no es muy distinto que lo que había antes? Cierto, eso es cierto. Que las instituciones en antes, como dicen en el campo, ¿ya eran presa del poder de turno? Cierto, también es cierto.
Tal vez lo único realmente diferente en la coyuntura actual es que por más mal que nos fuera, en el pasado, los poderosos nunca perdían la visa para ir a visitar a Mickey Mouse. Curioso que, es mi percepción, el gatillo verdadero de la sumisión sea la amenaza de no poder gastarse lo robado, mal habido o percibido en la tan odiada tierra de las delicias del tío Sam. Esa amenaza ¡sí que funciona para darle a este gobierno eficiencia y eficacia! La vida, honra y bienes de los ciudadanos, que también lo son en los lugares desamparados del Catatumbo, o toda parte, no motivan realmente la corredera de la señorita Laura y su séquito de funcionarios y empresarios.
Definitivamente, para superar este presente lamentable no podemos volver al pasado, pero para encontrar una opción debemos superar los beneficios que recobran Petro y su combo de las cenizas de nuestro país.