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Preso y enfermo: así fue el fin de Gilberto Rodríguez Orejuela, el exjefe del cartel de Cali
La extradición, que hoy es cuestionada por algunos sectores, fue la forma como realmente pagó Gilberto Rodríguez Orejuela por el terror que sembró. En Estados Unidos es a otro precio.
Gilberto Rodríguez Orejuela murió esta semana. El gran capo del narcotráfico falleció de viejo, a diferencia de lo que sucede en este mundo criminal, en el que suelen caer a punta de balazos. Pero eso no hizo que fuera un final tranquilo. Por el contrario, estuvo tras las rejas casi 25 años, 18 en Estados Unidos. Enfermo, aislado, lejos del poder y de la inmensa fortuna que logró amasar, el corazón le dejó de funcionar. La del Ajedrecista fue una muerte con cuentagotas.
La fábula de Gilberto se puede titular con la frase que hizo célebre su peor enemigo, Pablo Escobar, al que confesó haber entregado a las autoridades: “Prefiero una tumba en Colombia que una celda en Estados Unidos”. A él le tocaron las dos cosas, la cárcel en ese país, en donde se encontraba desde diciembre de 2004, cuando el presidente Álvaro Uribe firmó su extradición. Y también allá encontró la muerte. Ya no era el todopoderoso, era un preso más que “suplicó” libertad por “compasión” y le fue negada.
Mientras que la extradición de Otoniel reabrió el añejo debate de si ese debe ser el destino para los capos de la droga, Rodríguez Orejuela es el ejemplo de que en Estados Unidos el asunto es a otro precio. No hay posibilidad de fuga, lujos, visitas exóticas, pabellones especiales, trago ni parrandas. En Carolina del Norte está detenido su hermano y socio en el narcotráfico, Miguel, pero no lo podía ver. La soledad y la enfermedad fueron su condena.
Fue una especie de emperador en Cali en las décadas de los ochenta y noventa. Todo tenía que ver con Gilberto Rodríguez. Era el mayor de siete hermanos de una familia pobre, papá pintor y mamá lavandera. Siendo un niño, asumió las riendas de su casa, su primer trabajo de alguna manera advertía lo que venía. En una droguería llamada La Perla, en su natal Mariquita, Tolima, hacía domicilios de drogas. En Cali, tuvo su primer negocio, la Droguería Monserrate. Y como jefe del cartel también movía droga, esta vez era cocaína, por toneladas.
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Le gustaba la plata por montones, era organizado y amarrado, pero no supo cuánto dinero acaparó. Decía que sus hijos, nietos y bisnietos podían dedicarse a derrochar y no agotarían la fortuna.
Al lado de su hermano Miguel se estrenaron en la carrera criminal con el secuestro de dos diplomáticos extranjeros: el secretario de la Embajada de Suiza, Hermann Buff, y del joven Werner José Straessle. Les costó su primer canazo.Con José ‘Chepe’ Santacruz apuntaron al negocio del tráfico de cocaína y formaron los Chemas, la génesis del poderoso cartel de Cali. El ascenso fue meteórico, eran millonarios e innovadores. Mandaban droga en listones de madera, frutas, postes de cemento, carbón, a todo le metían droga.
A finales de los setenta, Estados Unidos ya lo tenía en el radar por lavado de enormes sumas de dinero, que movían en el Chase Manhattan Bank y el Manufacturers Bank de Nueva York. En Colombia posaba de exitoso empresario. Era el dueño de Cali. La lista de empresas que manejaba era larga, la niña de los ojos de Gilberto era Drogas La Rebaja, pero tenía también los laboratorios Kressfor y Blaimar, el Grupo Radial Colombiano. Además, compró la franquicia de Chrysler, era el mayor accionista de la Corporación Financiera de Boyacá, fue directivo del Banco de los Trabajadores y tenía acciones en el Autódromo de Tocancipá, donde acostumbraba a correr, que era su pasión.
Lo de su hermano Miguel era el fútbol, el América. Gilberto era hincha del Cali, pero le alcahueteó convertirse en el dueño, en la sombra de este equipo, que reinó en el torneo colombiano en los ochenta. Por esos años, el fútbol y la mafia caminaban de la mano. Pablo Escobar, con Nacional, y Gonzalo Rodríguez Gacha, el Mexicano, con Millonarios.
Gilberto, como señala una de sus exparejas, la exreina Aura Rocío Restrepo, quería el mundo a sus pies y su camino era la plata y la inteligencia. Desde Medellín, Escobar, por el contrario, lo hacía todo con violencia. Colombia se había vuelto un polvorín, Escobar mataba policías y políticos por decenas, entre ellos el ministro de Justicia, Rodrigo Lara Bonilla; fue el punto de no retorno. Ya en el radar de las autoridades, Rodríguez prefirió refugiarse en España. Fue capturado en 1984, en un exclusivo barrio de Madrid, España. Estados Unidos pidió su extradición, igual que Colombia, pero terminó en Bogotá. Fue la segunda vez que estuvo preso.
A diferencia de Escobar, que buscaba someter a bombazos al Gobierno, Rodríguez puso todas sus monedas en la apuesta por la política. Era “liberal de hueso colorado”, afirmaba. Nunca delató a nadie, no lo hacía solo por rebeldía, confesó que, de hacerlo, le pondría una lápida a su familia, compuesta por más de un centenar de personas, entre hijos, sobrinos y nietos. Conocía la costumbre mafiosa de arrasar con toda la familia para evitar vendettas futuras.
Tampoco vendió a Hélmer ‘Pacho’ Herrera, a quien Escobar señalaba como responsable de la bomba en el edificio Mónaco, en Medellín, en 1988, donde vivía la familia del capo. Ahí se armó la de Troya. Bombas, más de 400 policías muertos, candidatos a la presidencia asesinados, era la estela de muerte que dejaba Escobar. Por eso siempre le tuvo miedo y lo entregó a las autoridades.
De forma casi simultánea, nacía una nueva constitución, que en un capítulo oscuro prohibió la extradición. Escobar sembraba el terror, y el cartel de Cali buscaba el sometimiento a la justicia para obtener beneficios en su pena, pero desde Estados Unidos no aceptaron esa negociación con los Rodríguez Orejuela. Eso significó la caída del primer fiscal, Gustavo de Greiff.
Gilberto Rodríguez libró una guerra contra Escobar, apoyado por narcos, paramilitares y el Estado, agrupados en los Pepes (Perseguidos por Pablo Escobar). Fueron desmantelando a sus archienemigos del cartel de Medellín. Un instante de paz le llegó en diciembre de 1993, cuando murió Escobar al enfrentarse con la Policía.
Creía que el camino para salir bien librado era la política. Explotó, entonces, en 1994, el proceso 8.000, con los narcocasetes, revelados por el derrotado candidato presidencial Andrés Pastrana. Ahí quedaba clara la financiación del cartel de Cali a la campaña de Ernesto Samper. Gilberto de nuevo guardó silencio, creía que había cooptado el Estado y que esa era la moneda de cambio para su impunidad, pero sucedió lo contrario.
Las sentencias contra el tesorero de la campaña, Santiago Medina, y el ministro de Defensa, Fernando Botero, confirman que sí ingresaron 6 millones de dólares. Samper solo dijo que había sido a sus espaldas, y la complicidad de la Cámara de Representantes lo absolvió.La Corte Suprema apuntó al Congreso, abrió investigación contra los 111 representantes que desconocieron las pruebas. La exfiscal Viviane Morales, en ese momento con ropaje de congresista, puso una tutela en defensa de la inviolabilidad del voto parlamentario. La Corte le dio la razón y en adelante el proceso 8.000 hizo agua.
Estados Unidos le respiraba en la nuca a Samper, quien pretendía mostrarse fuerte con su frase “aquí estoy y aquí me quedo”, pero iba cediendo. Persiguió al Ajedrecista y, en Cali, según cuenta el entonces director de la Policía, Rosso José Serrano, le seguían los pasos a uno de sus contadores, quien, sin saberlo, dio su paradero. Ese 9 de junio de 1995, en el barrio Santa Mónica, cayó. Estaba metido en una pequeña caleta. Aseguró que ese día descansó.
En Colombia, la extradición no estaba vigente. Fue a la cárcel por siete años. Terminó el bachillerato, estudió historia y filosofía; su tesis, irónicamente, fue sobre la violencia en Colombia. Recuperó la libertad, pero rápidamente regresó a prisión, dijo que fue un montaje. La Justicia estadounidense no se había olvidado de quien llegó a controlar el 80 por ciento del tráfico de drogas a ese país, del pez gordo que querían tras las rejas. La extradición, con Samper, había vuelto, y, en 2004, Álvaro Uribe lo mandó a responder. Su hermano Miguel fue enviado a los pocos meses.
SEMANA por esos años reveló el acuerdo al que llegaron los capos con la Justicia gringa. En el centro, como siempre, estaba su familia. Aceptaron una condena de 30 años de cárcel, en la práctica cadena perpetua por su edad, tal como se dio esta semana. Pero obtuvieron un paz y salvo para los 28 familiares más cercanos, que incluso recibieron visas. Renunciaron a 2.100 millones de dólares.
Gilberto estaba muy enfermo y así se mantuvo todos estos años. Los hermanos fueron extraditados a Carolina del Norte, aunque fueron separados y recluidos en penales diferentes. La última vez que se vieron fue hace diez años, pero los familiares, amigos, los socios, los reyes de la coca en los años noventa, ni se pudieron saludar.
En 2012, por casualidades de la vida, se encontraron en un hospital de Florida, donde coincidieron para chequeos médicos. No pudieron cruzar palabra, fueron separados por los agentes carcelarios. Estando a un metro y medio de distancia, un vidrio los apartó. La fábula de Gilberto Rodríguez Orejuela escribió su punto final.
No importó el poder, los millones de dólares, las propiedades, tener el mundo a sus pies. Siempre decía que hubiera cambiado todo eso por una vida tranquila, por tener a su familia cerca. En cambio, cedió a un mundo criminal. El camino del narcotráfico lo llevó directo a una larga pena en Estados Unidos que le significó la muerte. La extradición, a la que tanto le temen los capos y terroristas, y que hoy algunos cuestionan, es el final del camino, tal como le pasó hace unas semanas a alias Otoniel.