MÚSICA

La seriedad y la locura se volvieron uno: ‘Bitches Brew’

#DíadelJazz Una mirada al álbum en el que Miles Davis llevó al jazz a cruzar sus caminos con el rock de la manera más atrevida y polémica posible, definiendo el camino que seguiría el jazz rock en los 70s.

30 de marzo de 2020
Foto: Columbia

Por su naturaleza ligada a la improvisación, o a romper ataduras incluso con partitura en mano, el jazz tiene una especial facilidad para dejar arquetipos pero también para descolocar a sus seguidores. Puede forjar todo un modo de vida a su alrededor (anécdotas y mitos incluidos), puede forjar un conjunto de reglas, todo para saltarlas en un momento dado y partir en una nueva dirección.

No es algo exclusivo del jazz, por supuesto. El tango, el rock, el hip hop y la música electrónica, por mencionar algunos géneros, se doblan y desdoblan constantemente a lo largo de la historia en múltiples formas, interactuando entre sí y dando vida a momentos musicales que siempre estremecen. Pero, de nuevo, esa naturaleza más abierta del jazz hace de su proceso uno más evidente y más inquietante.

Hace medio siglo, Miles Davis ya era una institución del jazz. Luego de muchos años sirviendo con su trompeta como fiel escudero de Charlie Parker, se independizó y armó su propia banda. Al principio y durante la mayor parte de los años cincuenta se situó en las corrientes del bebop y el cool, pero pronto amplió sus miras. Primero incorporó la música modal en Kind Of Blue (1959) dando vida al modal jazz. Luego, su primera gran “herejía”: mezclar jazz con flamenco en Sketches of Spain (1960). Y después, una aún más grande: incorporar instrumentos eléctricos progresivamente a su formación para la grabación de Filles De Kilimanjaro (1968) y In a Silent Way (1969). Los círculos más puristas del jazz se horrorizaron ante esa insolencia de uno de sus hijos más queridos, pero Davis aún quería más.

Unos años atrás, su percepción del rock cambió. Había dejado de verlo como un popular, juvenil y frívolo fenómeno de masas, para considerarlo un generador de ideas más profundas y complejas: ya fueran comprometidas con el mundo que los rodeaba o bien plantearan un escapismo fundamentado de ese mundo.

En parte, la metamorfosis de Bob Dylan para convertirse en el fundador del folk rock en un proceso no muy distinto al de Miles Davis, y la aparición del álbum Sgt. Peppers de The Beatles, en 1967, gestó ese cambio. El resultado fue una camada de bandas nuevas con temáticas más reflexivas como The Doors, The Moody Blues o King Crimson, a las que se sumaba el atrevimiento de guitarristas como Jimi Hendrix o Jeff Beck. Del mismo modo, la aparición del funk de la mano de James Brown y de Sly & The Family Stone le mostraron el camino a seguir a Davis para lanzar el que, por mucho, es su trabajo más atrevido.

Bitches Brew se valía de instrumentos eléctricos en su totalidad, hacía de la espontaneidad su herramienta principal, y a la par daba forma al estándar que seguirían el jazz y sus distintas derivaciones durante los años setenta. El trabajo exploró las posibilidades de la consola del estudio: su productor Teo Macero subía o bajaba el volumen de ciertos instrumentos, o realizaba empalmes entre las cintas para lograr que ciertas partes originalmente grabadas de un modo se juntaran con otras y creando así una pista completamente diferente.

Despreocupado por seguir determinada estructura y dando alas a la improvisación, tiene momentos de lucidez como Spanish Key, donde el instinto funk se hace notar con la guitarra de John McLaughlin y se entrecruza con las intervenciones puntuales pero efectivas de Davis con su trompeta. Hay otros momentos directamente inclasificables como Pharaoh’s Dance o la canción titular. En estas se produce un trance sostenido por los pianos de Chick Corea y Joe Zawinul que impulsa dichas pistas desde la repetición de algunos patrones. Miles Runs The Voodoo Down deja ver algo más cercano al latin jazz gracias a las congas de Don Alias y Juma Santos, que regalan el fondo para una nueva y vibrante conversación entre la trompeta de Davis y la guitarra de McLaughlin.

Aún hoy es un disco que produce divisiones, debates. Algunos lo consideran una de las primeras demostraciones contundentes de un artista haciendo del estudio de grabación su “instrumento musical”, y otros lo ven como un trabajo pretencioso que buscaba congraciarse con las tendencias dominantes de su tiempo. El mundo del jazz lo trató como a un paria, el mundo del rock lo acogió con los brazos abiertos. Y básicamente, a pesar de dar conciertos y lanzar algún trabajo posterior, Bitches Brew fue el final de su época dorada. Entre problemas de drogas y divorcios, Davis terminó los setenta. En la década posterior tuvo un resurgimiento respetable, sin la misma brillantez pero con el dinamismo de siempre, que duró hasta su fallecimiento en 1991.

Transcurrido medio siglo, el legado habla por sí mismo. Los años setenta vieron al jazz rock y al jazz funk erigirse como corrientes dignas de respeto gracias a Pat Metheny Group, Mahavishnu Orchestra, Weather Report y solistas como Chick Corea o Herbie Hancock, todos ellos colaboradores estrechos de Davis en Bitches Brew. La idea de crear un estado de trance usando la repetición y el ritmo como puntos de partida fue decisiva para el krautrock alemán, un estilo contemporáneo a los años eléctricos de Miles, pero también para el post punk y el post rock, que hicieron con frecuencia de la abstracción su seña de identidad. El proceso de desmitificar la “autenticidad” de la grabación e integrar distintos elementos y estilos en el proceso de una obra musical influyó en artistas entregados al experimento como Talking Heads, Björk, Kendrick Lamar o Kanye West, en Dr. Dre y Radiohead, y sin duda muchos más.

Aún hoy, por si sólo, Bitches Brew es uno de esos triunfos de la voluntad que nadie esperaba o pedía, pero que llegaron para cambiar el panorama musical por siempre.