Afganistán

La música hospitalaria

Ahmad Sarmast, director del Instituto Afgano de Música, fue víctima de un atentado talibán en 2014. Después de operarse en Australia para remover los pedazos de metralla perforados en su cráneo, volvió a su país más convencido que nunca de que la música debía ser un rayo de esperanza.

Santiago Serna* Bogotá
31 de octubre de 2016
Sarmast, de 54 años, huyó de su país en los años noventa.

Kabul, Afganistán. “Los talibanes mandaron a un hombre-bomba para que se inmolara en medio del público. El suicida estaba sentado justo detrás de mí y a los 20 minutos se inmoló. Perdí el conocimiento (once pedazos de metralla le perforaron el cráneo). Cuando comencé a despertar, la realidad parecía decirme: ‘¿Estoy viendo una pesadilla o es parte de lo efectos especiales del show?’. Me levanté, me toque la cabeza y vi que estaba sangrando. Volví a perder el conocimiento”: Ahmad Sarmast, director del Instituto Afgano de Música y otra víctima de los 1.594 atentados terroristas perpetrados en 2014 por los talibanes en su país. 

El Instituto Afgano de Música se ha convertido en un bastión crítico frente a la opresión talibana durante 14 años de conflicto. “La escuela —dice Sarmast— es muy poderosa en los efectos que produce sobre la comunidad y los jóvenes. Golpea la ideología de los talibanes que quieren silenciarnos. En las declaraciones que hicieron días después del atentado, aseguraron que estaban muy molestos porque yo no había muerto y que iban a continuar atacando instituciones culturales y musicales. Eso no impide que continuemos haciendo nuestro trabajo. Tras pasar unos meses en Australia para que me arreglaran la cabeza, decidí volver a Afganistán y seguir trabajando”. 

En un país autocrático, donde 26 de las 34 provincias están dominadas por los talibanes, el profesor Sarmast es un convencido de que la música actúa como un agente de cambio efectivo: “La música puede jugar un papel muy importante en la unificación de nuestros pueblos, trayendo paz y entendimiento entre diferentes culturas y grupos étnicos. Por ejemplo, en nuestra escuela muchas de las orquestas están compuestas por estudiantes de diferentes capas sociales que rivalizan. Pero cuando están sentados en las aulas, escuchándose, ayudándose, creando bellas piezas musicales, aprenden a respetar sus diferencias afuera del instituto. Basados en esos principios se pueden considerar un conjunto de acciones que crean paz y armonía”.

A pesar de la alianza talibán con la Red Haqqani (quienes controlan el sur), y una lucha de 25 años por el control y distribución de heroína con el Daesh, Sarmast es enfático al decir que su país, por medio del arte, puede encontrar una esperanza: “Creo fielmente que la música puede contribuir a olvidar la miserias de un país que ha sufrido la guerra por más de 14 años. En Afganistán tenemos un proverbio que dice: ‘La música es la comida que nutre el alma’”. Al volver de Australia, un periodista le preguntó por qué en Afganistán se construían salones musicales antes que hospitales, a lo que él respondió: “Porque el salón musical es también un hospital. En efecto, los hospitales proporcionan recuperación física, pero los salones generan recuperación mental”. 

Tras el atentado de 2014, el profesor estaba convencido de que los niños, aterrados, jamás volverían al instituto de música. No fue así. “Sorprendentemente cada familia, cada institución, con la que estábamos trabajando enviaron de regreso a los niños, y ellos, estoicos, continuaron viniendo sin pausa. Trabajar con niños es probablemente los más gratificante que pueda vivir una persona, especialmente cuando ven en ti a una figura esperanzadora, alguien que los puede proteger, que los entiende. Estoy dispuesto a arriesgar mi vida para mejorar las suyas. Eso es lo que me mantiene en pie”. 

*Periodista.