Opinión

El Parque El Virrey

Como ninguna otra cosa en la vida, los parques representan el amor, el afecto y la atadura que se siente por la ciudad. Nuestros parques también son Colombia. Y son cada uno de nosotros.

Gonzalo Mallarino*
21 de junio de 2021
Gonzalo Mallarino, escritor.
Gonzalo Mallarino, escritor. | Foto: Esteban Vea La-Rotta

Vecino que he sido de la calle 88 toda la vida, cómo me opuse a las obras que dieron vida en 1988 al parque El Virrey. ¡Y cómo estaba de equivocado!

En ese momento me asusté porque empezaron a talar muchos árboles. Los que yo había visto crecer desde el comienzo de mis veinte años, cuando, jóvenes amantes, llegamos con Carmen a vivir aquí. Pero una vez que hicieron los senderos de adoquín y de ladrillo, las áreas de juegos para los niños, los puentes sobre el canal, empezaron con frenesí a sembrar nuevos árboles. Que hoy, empezando mis sesenta, están fuertes y grandes y han recogido en sus ramas y en la savia de sus hojas y en la goma perfumada de sus troncos, todos los recuerdos y las voces de los que hemos vivido en esta parte de Bogotá.

Alcaparros, falsos pimientos, holis, magnolios, nogales, robles, acacias moradas, saucos, cerezos, eucaliptos, urapanes… En ellos está nuestra memoria, nuestras risas y lágrimas, nuestros besos y caricias y ensoñaciones. Tal vez como ninguna otra cosa en la vida, los parques y sus árboles y su grama y el agua que corre con el viento frío, representan el amor por un sitio de la ciudad. Representan el afecto y la atadura tremenda que uno siente por su ciudad.

¡Y son centenares! Digo, los parques en Bogotá. ¡Y en todas nuestras ciudades en Colombia! Somos un país de parques. Y de bancas, y de ancianos que toman el sol bienhechor, y de novios que se miran asombrados de amor, y de mujeres que lloran de dicha o de cansancio, y de obreros y estudiantes y oficinistas que han encontrado un hontanar, un paraíso de veinte minutos de paz y de sol para sus frentes y el dorso de las manos.

Sí, cuántos parques hay en Colombia. En medio de todos nuestros dolores y nuestras rabias y nuestras desesperanzas, cuántos parques hay para hallar un poco de solaz y de esperanza a lo largo de las arduas, dilatadas horas del día. Fíjense que si hay algo que nos transporta automáticamente al pasado, es el olor. Piensen en el olor del pasto recién cortado, en el parque cercano a su calle, a su casa, a su infancia, a su corazón. Piensen en ese olor, un segundo, cierren los ojos y sientan ese olor. ¿Lo sienten? Es el pasado, su pasado personal, que vuelve. Son ustedes, es la materia de la que ustedes están hechos, de la que su inconsciente y sus recuerdos están hechos. Y viene de los parques.

Antes, el Virrey era un parque solitario. Ahora no. Siempre hay gente. Hay días de sol en los que las muchachas están tendidas en la grama, los funámbulos y volatineros cruzan el aire, los niños y niñas van corriendo con sus perros, las familias se sientan en ronda a almorzar. Hay días, digo, en que en el parque de mi casa, en el Virrey, hay mil personas. Fácilmente. Las he contado. Por eso estaba yo tan equivocado. Es que eso es lo que es una ciudad. ¡Eso! ¡Lo colectivo! Lo que es de todos y se puede compartir y cuidar y atesorar.

Nuestros parques también son Colombia. Y son cada uno de nosotros. Nuestras almas y nuestras manos y nuestros párpados. Es decir, nosotros, cada uno de nosotros que mira los árboles.

*Escritor